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domingo, 31 de octubre de 2021

Mi estudio sobre John Sturges en Dirigido por (Noviembre 2021)

 

En Dirigido por se publica mi extenso estudio, de más de cuarenta páginas, sobre la toda la filmografía de JOHN STURGES, adelanto del libro que publicaré el año que viene, John Sturges. La mirada ecuánime o depende a qué llames mirar. Además, un texto sobre The night house, de David Bruckner

viernes, 29 de octubre de 2021

El último duelo

                            

No importa lo que es justo, es una cuestión de poder. Y quien impone su relato satisface su voluntad, sea deseo, necesidad o sentimiento de agravio. Nicole Holofcener, Matt Damon y Ben Affleck adaptan para El último duelo (2021), de Ridley Scott, la novela homónima de Eric Jager, publicada en el 2004. Diecisiete años después parece hacerse eco de esa corriente extendida en la última década de acusaciones de abusos sexuales, o abusos de poder, sobre todo dentro de la industria del entretenimiento. El último duelo se estructura en tres diferentes relatos, o perspectivas, de quienes protagonizan un conflicto, la supuesta violación de Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), en Francia, en el siglo XIV, que determina, el duelo a muerte entre el acusado, que niega que sea cierto, Jacques Le Gris (Adam Driver) y el marido de la mujer violada, Jean de Carrouges (Matt Damon). Cada uno de los relatos expone las circunstancias previas que determinaron sus actitudes y acciones. Son tres relatos subjetivos, por lo tanto, difieren, pero no necesariamente solo por conveniencia, sino también por autoengaño (o cuando la convicción colinda con la ofuscación). Como se ve uno mismo puede ser bien distinto de cómo le ven los demás (como resulta particularmente patente en el caso de Jean). En un grado u otro, cada uno ve lo que prefiere ver, como proyectan, consciente o inconscientemente, la imagen que prefieren proyectar (y acentúan un aspecto u otro de acuerdo a lo que más les afecta o conviene). Si hay alguna certeza es el absurdo o la aberración de ciertas convicciones socioculturales que incluso se aplican como ley, como el hecho de que se considere que una mujer queda embarazada si ha sentido placer en la relación sexual (por lo que el embarazo de Marguerite, que no había logrado quedar preñada durante sus cinco años de matrimonio, extiende una sombra de sospecha sobre ella).

También la convicción de que Dios se pronunciará, o señalará la verdad, en la victoria (por lo que si resulta que pierde Jean, Marguerite será quemada viva). No se considera que el resultado sea meramente una cuestión de destreza o de fuerza bruta, sino que el acto en sí de la victoria indica quién tiene razón, o quién dice la verdad, porque están convencidos de que Dios dicta o determina la victoria. Equiparable es la misma absurda convicción que señala otro personaje con respecto a que piensa que Dios le está poniendo a prueba, como si fuera el protagonista de la película, sin considerar que hay otros millones de habitantes en la Tierra. La figura divina es una mera conveniencia o herramienta útil que refleja la incapacidad de discernimiento o de afrontar los hechos o los propios actos, cuando no el mero ombliguismo del ser humano que piensa que una entidad externa acredita sus decisiones (colectivas o individuales) por ley o voluntad. El mundo, sea sobrenatural o natural, en función del yo. No difiere de la vanidad ultrajada de Jean quien, como queda claro en su relato, se siente agraviado, repetidamente, por su (supuesto) amigo Jacques, ya sea porque se queda con unas tierras que él consideraba que le correspondían como parte de la dote, o porque es nombrado capitán, cuando siente que debería ser él quien heredara el puesto que ostentó su padre y su abuelo. Y tampoco difiere de la convicción de Jacques de que Marguerite le ama como él a ella, por lo que está convencido de que no la viola sino de que el acto sexual es consentido. Al fin y al cabo, es natural que una mujer se resista, como si fuera parte de un guion preestablecido.

Otra certeza, por lo tanto, es la consideración de la mujer como voluntad sometida al hombre, a su capricho. Como dice la suegra de Marguerite, Nicole (Harriet Wilson), ella también fue violada pero no protestó como Marguerite, porque es un percance que sufren muchas mujeres. Simplemente, lo encajó, y se alegró de seguir viva. Es su posición en el sistema establecido, en el que los poderosos, como el conde Pierre d’Alencon (Ben Affleck, más entonado que un esforzado Damon y un desajustado Driver), pueden preñar por octava vez a su esposa y disfrutar con frecuencia de orgías con múltiples amantes. Eso es vida, como él expresa en lo alto de su castillo. O ese es su privilegio, como hombre y como figura en la cúpula de poder. A Jean, precisamente, le amarga sentirse despreciado o ninguneado por Pierre, mientras siente que éste favorece a Jacques, a quien considera un rastrero adulador que sabe cómo conseguir los favores de quien detenta el poder. Por eso, su reacción con respecto a la posible violación no es la de aquel a quien le afecta lo que ha sufrido la mujer que ama sino la de quien siente que han atentado (una vez más) contra lo que siente como propio. Por ello, le exige a ella que la deje penetrarla porque no puede ser Jacques él último hombre que la haya penetrado. Qué importa como ella se siente. Importa cómo él se siente. Ella es su propiedad, un objeto de distinción, por su belleza; por eso, en una secuencia previa, al ver, tras regresar de una campaña bélica en Escocia, que ella ha comprado un vestido que remarca su escote, le recrimina que parece una ramera y le exige que se lo quite.

Por lo tanto, Marguerite es una mujer cautiva en su condición de mujer que ejerce de bella posesión de su marido, pero insatisfecha tanto sexualmente como por el hecho de que no tenga descendencia. Pero no es una voluntad dócil, por ello, durante la ausencia de su marido, contradice órdenes con respecto al uso de los caballos. Ella no es una mera yegua a aparear o una reclusa en forma de posesión de lujo (como él no quiere que la yegua preñada sea paseada, orden que ella cambia, como la de no utilizar caballos en vez de bueyes, cuando su uso facilitaría que las tierras fueran aradas con más rapidez). No se resigna a que su realidad sea meramente la que dicta su esposo. Por eso, por qué no va a aprovecharse de unos hechos y establecer un relato que sea beneficioso para ella en vez, de como hasta ahora, para otros (generalmente hombres). Quien cuestiona la veracidad de su relato es su mejor amiga, Marie (Tallulah Haddon), ya que sabe que consideraba atractivo a Jacques (y su expresión cuando se lo presentan, y se besan, así parece sugerirlo), por lo que quizá ella sí propició que, cuando él irrumpió en el castillo, se hiciera perseguir por él hasta la alcoba. Al fin y al cabo, si Jacques deseaba satisfacer su deseo, o consumar una relación sexual con la mujer que ama, y Jean, ver satisfecha su vanidad o, dicho de otro modo, su sentimiento de agravio, ella, mujer sometida, quería ser madre. Más allá de quien vence en el duelo físico final (narrado con contundente crudeza), es cuestión de quién logra imponer su relato, ayudado, eso sí, por la combinación de los sucesos (no por absurdas intervenciones de voluntades divinas). Por eso, para el duelo de relatos, y la satisfacción de su anhelo, es determinante quién vence a quién con las lanzas, las espadas y las hachas. No es una cuestión de verdad ni de justicia sino una cuestión de poder. Quién se impone sobre quién, sea por la fuerza bruta o mediante el relato conveniente. El relato victorioso impone su realidad. Aunque, por otra parte, también cabría preguntarse si la obra no sabe, o más bien no lo pretende, transitar las sutilezas o los claroscuros de la ambigüedad y la ambivalencia; de todas maneras, cada espectador decidirá si su conclusión rezuma mordaz ironía o se pliega a la tiranía de lo políticamente correcto que rige nuestro tiempo.

 

 

 

miércoles, 27 de octubre de 2021

Maneras de estar vivo (Errata naturae), de Baptiste Morizot

                               

Consideramos a los seres vivos, en esencia, como un decorado, como una reserva de recursos disponible para la producción, como un lugar de vuelta a los orígenes o como un soporte para la proyección emocional y simbólica. Ser un decorado y un soporte para la proyección supone haber perdido la consistencia ontológica propia. El filósofo y escritor francés Baptiste Morizot (1983) plantea, en Maneras de estar vivo. La crisis ecológica global y las políticas de lo salvaje (Errata naturae), cómo aún los animales ejercen, en nuestra relación con la realidad, la función de fondo de pantalla de ordenador o decorado, cuando no son ni inferiores ni mejores, sino otras maneras de estar vivo, por eso resulta necesaria una transformación de nuestras maneras de vivir y habitar en común. En nuestro lenguaje, que refleja nuestra concepción de ese escenario codificado que denominamos realidad, se ha enquistado la noción de que la animalidad es algo ajeno a lo humano, una vertiente o categoría inferior, la sombra o mancha de la bestialidad, la sombra del arrebato o impulso que nos puede dominar y convertirse en violencia. Pero en otro extremo ha adquirido también, en cuanto sinónimo de salvaje, la condición simbólica de la naturalidad y la autenticidad en contraposición con las restricciones que ejercen sobre nosotros las normas sociales, como si fuéramos autómatas o engranajes de comportamiento. El animal por tanto, en ambas concepciones, no es una presencia real sino ante todo un símbolo.  El ser humano se ha convertido en el animal más poderoso sobre la Tierra, y también en el depredador más efectivo. Somos la bestia más implacable porque sabemos utilizar las herramientas más sofisticadas para imponernos a otras especies, y además podemos carecer de escrúpulos en el ejercicio de la violencia, que podemos realizar incluso con satisfacción, no por mera supervivencia nutricional. Los otros animales no son superiores a nosotros porque sean más auténticos, nosotros somos superiores porque podemos ser más bestias que cualquier otra especie.

Morizot dedica varios pasajes a la figura del lobo. Es otra manera de vivir, lo que significa que tiene otros modos de comunicación. El aullido, como voz animal, comparte con la poesía el uso inesperado de las funciones del lenguaje, la concatenación magmática de los sentidos y las invitaciones, la expresión sin rodeos de un complejo de emociones y deseos, el proferimiento de una manera de vivir inaudita e irresistible (…) el equivalente animal de lo que para nosotros es el significado. En cuanto otredad, es otra realidad paralela que intentar traducir. La observación de sus hábitos es como el rastreo de signos que puedan alumbrar la comprensión de su otra forma de relacionarse con la realidad. Disponen de sus particulares actitudes corporales, vocalizaciones, los movimientos de orejas y colas o el uso de la lengua. Otros animales, como el lobo, no pueden expresarse afectivamente mediante el abrazo. El lametón es la correspondencia, como los excrementos ejercen para los lobos la misma función que para los humanos los blasones. Morizot aulla y los lobos le contestan. Y se pregunta qué supondrá para los lobos su aullido humano. ¿Es una estridencia o establece, aun defectuosamente, algún tipo de comunicación que ignora porque no logra captar los matices de la comunicación entre los lobos mediante los aullidos? Cuando advierte que realizaron un acercamiento sigiloso para observarles se pregunta por qué lo hicieron, qué esperaban encontrar. Son las preguntas de quien se relaciona con los demás, sea congénere o perteneciente a otra especie, preguntándose cómo siente o cómo piensa, por qué actúa como actúa, en vez de ser una mera entidad sobre la que proyectar, como si fuera una pantalla, o una mera representación simbólica.

En la historia occidental se ha tendido muchas veces a representar la vida interior de los seres humanos, su vida pasional, sentimental, mediante metáforas animales: las pulsiones se representan como fieras (…) han conformado el modo en que entendemos nuestras pasiones más íntimas (…) ¿cómo va a ser precisa nuestra ética de nuestras pasiones? Durante siglos las pasiones eran algo que dominar, impulsos con los que bregar, y que contener. Los seres humanos representábamos la razón, y la animalidad era la brecha del instinto, de nuestra conexión con la animalidad. Con el romanticismo adquirió otra naturaleza. La razón era coerción y la pasión potencia de liberación. La animalidad de cualquiera de las maneras era un símbolo y evidenciaba nuestro desenfoque con respecto al animal y nosotros mismos. ¿Qué ocurre si la metáfora que sustenta la moral descansa sobre un error de concepción de la animalidad? (…) reclama el dominio de una bestia dependiente, en lugar de una cohabitación con animales vivos que nos habitan y constituyen (…) no se trata de reducir y controlar, sino de alimentar determinados deseos en detrimento de otros. Es el equivalente, en otra dirección (o categoría) a la invención de los dioses que, a lo largo de la historia, evidencia también nuestra dificultad para relacionarnos con nosotros mismos (creamos espejos para intentar vernos pero somos imprecisos ya que bosquejamos desorientadas imágenes entre lo irreal y lo inexacto). Por algo, ha tardado siglos en darse relevancia al concepto Inteligencia emocional, que debería ser una asignatura básica en la educación, en vez de convertirnos en meros engranajes funcionales productivos (y consumidores). Es una cuestión de saber discernir en nuestros impulsos, nuestras tendencias, racionalizar nuestras emociones y sensibilizar nuestra razón. Nos relacionamos con los demás y el entorno como si estuvieran en función nuestra como suministro útil y complaciente. La cólera, o la relación mediante el grito, no tiene por qué superarnos si sabemos mordernos la lengua y contar hasta diez. ¿Es tan difícil ser amable o cortés? La ética diplomática es el arte de incorporar y de modificar los hábitos del deseo; o dicho de otro modo,  de influir en el propio ecosistema de los afectos.

Por eso la relación con los animales, con las otras maneras de vivir (y puede ampliarse a la relación entre humanos), debería sustentarse, por un lado, en la asunción de la contingencia de las formas singulares, esto es, yo podría haber sido tú y tú yo: nuestras diferencias son casualidades afortunadas o desafortunadas, y no necesidades ligadas al destino, a la elección, al mérito o al valor. Y por otro, en la consideración. Los animales no son meras funciones, no son meros alimentos. En nuestra situación, en la que debemos reducir a una décima parte nuestro consumo de carne para no contribuir a la crisis climática, ¿de verdad es un problema? Cuando nos enfrentamos a los retos del sufrimiento animal, a la extinción de las especies y la defaunación, al calentamiento global y al hecho de que los rumiantes son una de las principales causas de la deforestación. Más allá de esta circunstancia crítica que muchos humanos no quieren asumir porque prefieren mantener sus hábitos alimentarios (porque somos tan elementales que, como un bebé, funcionamos de acuerdo a lo que nos gusta o no, lo que es rico o no; y también como bebés o adolescentes, somos tendentes a los extremos: no es una cuestión de convertirse necesariamente en vegano sino de reducir lo más posible el excesivo consumo de carne), es una cuestión de afinar el músculo emocional y sensible. Existen muchos gimnasios para cuidar el cuerpo, y se le da a la apariencia de éste su importancia, pero poco se cultiva el gimnasio emocional, la mejor manera para cultivar la empatía (que al fin y cabo también está relacionada con la curiosidad por saber cómo piensan, sienten y viven los otros; quizás nos hemos acostumbrado demasiado a relacionarnos con pantallas). Se trata de encontrar y postular las consideraciones ajustadas hacia las otras formas de vida que componen el mundo; de ser, en definitiva, corteses con el resto del mundo.

lunes, 25 de octubre de 2021

Ayer enemigos

                          

Del mismo modo que en la Ealing no sólo se produjeron comedias, no todo era cine fantástico o de terror en la Hammer. Si en la Ealing el género bélico deparó joyas como El mar cruel (1953), de Charles Frend, en la Hammer nos encontramos con Ayer enemigos (Yesterday’s enemy, 1959), de Val Guest, producción rodada en imponente megascope (con un fascinante dominio del montaje interno, de la composición), escrita por Peter R Newman, quien adaptó su guion escrito para una producción televisiva de la BBC emitida en 1958 ( y que convertiría también en una obra teatral de tres actos en 1960), inspirado en un crimen de guerra perpetrado por un capitán del ejército británico en 1942, en Birmania. El film no tiene banda sonora, habla la naturaleza: El pantano en el que se arrastra, en la secuencia de apertura, ese destacamento liderado por el capitán Langford (espléndido Stanley Baker), como si fueran ya despojos, o restos de un naufragio. La guerra no es circunstancia para usar los guantes (como señala Langford), y menos los de la conciencia. El pantano de nuestros instintos, de nuestra pulsión destructiva, de la supervivencia es el que gobierna. En una secuencia Langford utiliza a dos campesinos birmanos del poblado para conseguir que un birmano que colabora con los japoneses suministre la información requerida (qué significa un mapa que han requisado); si no se aviene a hacerlo, los fusilará. Ese método es puesto en cuestión, como una abominación, por el sacerdote (Guy Rolfe) y el corresponsal de guerra, Max (Leo McKern). Más adelante, cuando la situación se haya invertido, es el oficial al mando japonés, Yamakuzi (Philip Ahn, luego célebre por interpretar al maestro ciego del protagonista en la serie Kung Fu, 1972-75), quien presiona a Langford con el fusilamiento de los supervivientes de su destacamento si no le indica qué fue de los japoneses a quienes mataron, cuando llegaron al poblado birmano, y requisaron el mapa que indica las posiciones actuales y las venideras de los japoneses. Se invierten las posiciones; tras los uniformes hay pocas diferencias; como señala una de las habitantes que quedaban en el poblado ni unos ni otros son buenos (todos traen la muerte). El mismo Yamakuzi admira como soldado a Langford, tanto que preferiría luchar con él en vez de contra él. Y se reconoce en él cuando Langford opta por exponer su vida para evitar la muerte de sus compañeros.

Ayer enemigos es una nueva constatación de que, en esa década, en el cine británico abundaron estimulantes producciones dentro del género bélico, como ejemplifican la citada obra de Frend, así como Fugitivos en el desierto (1957), de J Lee Thompson, Comando de la muerte (1958), de Guy Green, El único evadido (1957), de Roy Baker, La fuga de Colditz (1955), de Guy Hamilton o Yo fui el doble de Montgomery (1958), de John Guillermin. En la obra de Guest (autor de la también excelente El experimento del Dr. Quatermass, 1955) no hay maniqueísmos, posiciones bien diferenciadas en la que descargar la responsabilidad del horror. No hay oficiales abyectos, mezquinos, que ejercen el abuso de su poder. El oficial que encarna Langford no es personaje de una pieza; el desgarro le define a la vez que representa la firmeza sobre la que apoyarse aún para no ser engullidos por el pantano de la guerra;  hay que mancharse las manos para sobrevivir en ese escenario; no se puede detener y pedir al director de escena un breve receso para deliberar sobre ética, como pretenden el periodista, el médico y el sacerdote. En cuanto vuelves a la jungla, en cada recodo, tras o sobre cada árbol, o entre la maleza, puede surgir la amenaza (las dos secuencias de enfrentamiento entre británicos  y japoneses son tan escuetas como descarnadas; a destacar la tensión que se genera cuando el superviviente de la patrulla atacada intenta no ser descubierto entre la maleza).

Es una cuestión de pragmática y de proporciones (el sacrificio o la pérdida de unas pocas vidas puede evitar la de muchas). La guerra es como un buque que lentamente naufraga, y hay que intentar salvar al mayor número de personas; no se puede andar con componendas;  hay que aplastar la conciencia en el barro y realizar con el gesto firme una aberración, lo que se califica como un crimen de guerra (como el fusilamiento de los dos civiles birmanos).  ‘El enemigo de ayer coloca una corona para honrar a los muertos que su país mató’, expresa con rabia Max, cuando el sacerdote intenta dotar de sentido a su inminente muerte aludiendo a la dignidad de su sacrificio por el que serán recordados los soldados muertos. Los recuerdos se los lleva el viento, como los pétalos de las flores colocadas sobre las tumbas, y la sangre quedará sepultada en los pantanos, o entre  la indistinta maleza.  No hay honor, ni gloria. No hay sentido alguno, ni dignidad alguna, en una guerra. Sólo la legitimación para ejercer la crueldad, para poder destruir, en un escenario, en una representación en la hay que amoldarse al papel adjudicado, sin saber que se es un actor en una obra en la que los aplausos más bien son disparos.

viernes, 22 de octubre de 2021

The French Dispatch

                            

En una de las últimas secuencias de Isla de perros (2018), se lee un haiku que asocia la desaparición o muerte de los perros con la hecatombe o degradación terminal de la naturaleza. En aquella distopia, el cuerpo que representa esa naturaleza degradada es el del animal que simboliza la entrega o la lealtad, el perro. El gran hotel Budapest (2014) comenzaba con una adolescente que visitaba la tumba del escritor que había escrito la novela El gran Hotel Budapest, a quien se nos presenta en la siguiente secuencia, años antes, en la década de los ochenta, con el rostro de Tom Wilkinson. Con otra nueva elipsis se retrocedía casi veinte años, para encontrarnos ya en el Hotel Budapest, donde el autor, ahora con los rasgos de Jude Law, conocía a Zero Moustafa (F Murray Abraham), con cuyo relato, el que protagoniza él en su juventud, con los rasgos de Tony Revolori, botones del hotel que dirigía Gustave (Ralph Fiennes), quien ya en ese tiempo, un año antes de que el nazismo se impusiera en Alemania, parecía pertenecer a un tiempo pretérito, en particular por la integridad que definía sus actos. The French Dispatch (2021) comienza con el obituario del Arthur Howitzer (Bill Murray), editor de la publicación The French Dispatch (homenaje a The New Yorker y sus periodistas) en una imaginaria población francesa cuyo nombre ya indica en qué muerte o degradación se centra esta nueva excelente obra de Anderson, la de la imaginación. La población se llama Ennui-sur-blasé, que se podría traducir como Tedio sobre Apatía. El pasaje, o la nota, final, tras los tres relatos (la particularmente excepcional The concrete masterpiece, Revision to a Manifiesto y The private dining room of the pólice comissioner), vinculados con sus correspondientes artículos, que componen la parte nuclear de la narración, remarca cuál es el talante del enfoque, el homenaje o la celebración de la imaginación. Como en las otras obras mencionadas, aun con su substrato sombrío, el tratamiento es luminoso, lúdico, un derroche de imaginación en el que cada plano llega a ser una película en sí, tal es la elaboración minuciosa de los encuadres.


En la introducción, un personaje sube un edificio, cuya fachada dispone de una configuración que evoca el edificio en el que vivía Monsieur Hulot (Jacques Tati), en Mi tio (1958). En ambos casos se mantiene el encuadre fijo mientras la persona sube las correspondientes escaleras, como si se desplazara por los pasajes de diversas viñetas, como en un sentido horizontal, de continuidad, es la narración de The french dispatch. En múltiples ocasiones, se encuadra edificios o aviones como si fueran casillas de viñetas o tableu vivants de recortables (hay planos en los que los personajes quedan en estado estático en diversas posiciones). Anderson realiza una singular variación espacial, o musical, de ese enfoque de los espacios particulares en un conjunto que realizaba Tati en su obra magna, Playtime (1966); cada espacio es una composición o coreografía musical por la disposición de volúmenes y figuras y por las acciones y movimientos de los personajes. La cámara, en varias secuencias, efectúa movimientos de cámara en horizontal que recorre diversas habitaciones, o encuadres, con diferentes figuras. Es una celebración del encuadre, o de la composición, como un espacio de infinitas posibles combinaciones, según las historias o las relaciones que se establezcan.


El espacio es tan diverso como también los personajes. Esa peculiaridad distintiva de los rasgos y de las caracterizaciones de sus múltiples personajes conecta con Federico Fellini. En las secuencias iniciales desgrana una sucesión de singulares colaboradores de la publicación que se asemeja a la que realizaba Fellini con los profesores en Amarcord (1973), como supone una variación, en cuanto escenarios, la posterior presentación de los diversos espacios de la ciudad a través del artículo que realiza el periodista Sazerac (Owen Wilson). Es particularmente reseñable cómo presenta, encuadra, a los periodistas de los tres artículos en los que se centrarán los tres relatos centrales (ausente del encuadre, una figura de espaldas, minimizada, en la zona izquierda del encuadre, con una pared desnuda dominando la composición, o sólo apreciándose sus pies). La imaginación relegada abriéndose paso con la imaginación de sus enfoques. Al respecto es interesante cómo uno de los autores no quiere publicar un fragmento en el que un personaje habla sobre la vida definida por la falta (sea de lo que se anhela o sea del pasado). Es la melancolía que se despliega como una sombra subyacente en el despliegue imaginativo de los tres relatos, como en el segundo los decorados se mueven y desplazan, en ciertas escenas, para reconfigurar el espacio. Variaciones, modificaciones, transitoriedad. Los encuadres se asemejan a viñetas de una novela gráfica porque lo real y lo ficticio se enmarañan o difuminan sus límites (en el tercer relato una persecución se realiza como si fuera una secuencia de animación), como en diversos momentos se alterna el blanco y negro con el color o los mismos formatos. Habitamos una ficción, pero si algo nos distingue, como bien se apuntaba en la excepcional Los límites del control (2009), de Jim Jarmusch (un cineasta con el que no por casualidad colaboran actores habituales de Anderson: Bill Murray, Tilda Swinton o Jeffrey Wright), usa tu imaginación. Anderson demuestra que hay muchos límites que pueden transgredirse para desplegar en un relato o en una sola composición una multiplicidad de universos, como lo puede ser un mismo rostro, o una expresión. Si se usara la imaginación de ese modo, en vez de priorizar otras inercias o meras conveniencias acomodaticias o cómodas, no se habría degradado ni la naturaleza ni la integridad ni la misma imaginación. Por eso, esta obra es el más vital y colorido obituario posible, un desplegable narrativo de las posibilidades de la imaginación.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Grand Hotel Europa (Acantilado), de Ilje Leonard Pfeijffer

                         
Hay ciudades reales e inventadas, ciudades a las que no hay nada que añadir y ciudades que crecen como un tumor, ciudades que se libraron de las bombas y ciudades que hubo que reconstruir enteras, ciudades descritas y ciudades ocultas, ciudades hipertrofiadas y ciudades eternas, pero Venecia es una ciudad que ya no existe. Venecia, una ciudad que se hunde lenta y progresivamente, es una idea, un símbolo, como lo es Europa, un continente que se hunde lenta y progresivamente, en un sentido figurado, porque cada vez se asemeja más a un parque temático, y lo es el Grand Hotel Europa en el que se aloja el protagonista, un escritor holandés que se llama Ilje Leonard Pfeijffer, como el autor de Grand Hotel Europa (Acantilado), un hotel en el que reflexiona y evoca, un hotel en el que lo que se respiraba era más bien un aire de resignación, y cuyo espacio, en ocasiones, asemeja a un laberinto en el que resulta fácil extraviarse, como también parece el caso de Venecia, en donde la dirección que marca la brújula no dice gran cosa en una ciudad que no conduce a ningún sitio, un lugar en el que el escritor convivió con la mujer que amaba, cuyo nombre, Clio, está relacionado también con la memoria y la historia, en suma, con el pasado. Tanto el hotel como la ciudad como el continente y la idea misma de Amor se entreveran en una trama de reflejos, o bosque de símbolos, en una búsqueda de significado, que es también constatación de una perplejidad y un sentimiento de extravío por el curso de la civilización que hemos gestado, en la que, fundamentalmente, parecemos turistas permanentes por la poca realista imagen que tiene el hombre de sí mismo y la naturaleza de la mujer.

La narración se extiende, de modo tentacular, como añicos que intentan hilar un sentido, con las múltiples evocaciones y reflexiones, difuminando los límites entre ficción y ensayo y diario personal. Se alternan los episodios que trazan la evolución de la relación sentimental con Clio, su auge y su deterioro, con las reflexiones sobre la paulatina degradación, o perdida de dirección, de una sociedad o cultura europea en la que el comportamiento de rebaño es cada vez más acusado, un rebaño que no sabe ver ni se preocupa de ver, ya que están orgullosos de sus trabajos, su estrés, sus salarios, sus coches de la empresa, sus edificios de oficinas y sus trajes obligatorios, porque son símbolos de estatus (…) se considera una virtud perseguir ese objetivo con la menor consideración posible con el prójimo. Seres estancos, da igual si físicamente cumplen su función en su ámbito de costumbre o se desplazan a otro entorno, como si se cumpliera otro trámite. Por eso, el turismo de masas representa una amenaza. Para ellos el acto de viajar era tiempo abolido, en el sentido de que el desplazamiento había quedado reducido a un breve paréntesis carente de significado entre la salida y la llegada. Con la proliferación de la actividad turística, que es enquistamiento de la mirada turística, se agudiza la difusa línea entre los hechos y la ficción, la realidad y la fantasía, lo verdadero y lo falso que caracteriza la relación con la realidad incluso en el escenario de las rutinas y los hábitos. Los lugares que recorren son salas de museo que se asocian más con lo virtual que con lo real, como despliegan su inconsciencia, como si todo fuera ya un vertedero en el que arrojar lo que sea, o una postal en potencia que fotografiar o grabar, porque las vivencias ya se circunscriben más a la evocación en el álbum cosechado que a la experiencia en sí, por eso cada acontecimiento se fotografía y graba con el móvil, como si sólo se acumularan imágenes, constancias del paso por otra casilla en la cinta corredera.

Europa, además, es un coto clasista, cuyo emblema representa Malta, un museo para turistas que niega toda incursión de inmigrantes de entornos más precarios. Su estrategia consiste en atraer visitantes que acudan a admirar su pasado y repeler con dureza a aquellos que llegan en busca de un futuro. La sugerencia de que, con ello, Malta es una metáfora de Europa en su conjunto, la dejo al juicio del lector. Esa contaminada forma de relacionarnos mediante categorías, con un cariz jerárquico, está enredada con la falta de comprensión con respecto a otras culturas (o simplemente, la forma de pensar y sentir de los otros). Para fomentar la comprensión entre los pueblos es esencial mostrar una actitud receptiva hacia los rituales y las costumbres de los demás y no prejuzgar su forma de pensar. Pese a nuestra supuesta evolución seguimos encallados en la necesidad de afirmarse en una condición identitaria (sea étnica, nacional, o de género); al fin y al cabo los conflictos locales o específicos sirven de distracción para no enfocar en cuestiones estructurales, y así el sistema permanece intacto. Por eso, en esta Europa que hemos gestado la empatía no es la cualidad que más se cultive. Lo que más se fomenta es la consecución de la productividad, la eficiencia y la utilidad. Y probablemente, dentro de poco, seremos como China, en la que los espacios verdes y el aire respirable casi han desaparecido dada la aceleración del proceso industrial y tecnológico en su afán acuciante de alcanzar el nivel económico de la principal potencia capitalista, Estados Unidos, que también se definía por el desprecio del medio ambiente y la prioridad de la actividad industrial (y el consumismo), en suma la circulación económica de rentabilidad. No solo seremos como China sino quizá una provincia suya. Nuestra percepción es escasamente realista, ya anquilosada en las necesidades inoculadas y en la preocupación de que nuestra correspondiente pequeña parcela se mantenga a flote, sin pensar que realmente se hunde lenta y progresivamente como Venecia. Europa, lo que supuestamente representaba, ya es solo un pasado glorioso del que solo queda la sombra del sueño.

lunes, 18 de octubre de 2021

Carl Dreyer no ha muerto, ahora se llama Joel Coen

                            


Aunque no hay que dejar de mencionar a ese extraordinario director de fotografía que es Bruno Delbonnel

viernes, 15 de octubre de 2021

Aquel día (Periférica & Errata naturae), de Willy Ronis

                            
En cada una de ellas podía pasar algo igual que no podía no pasar nada (…) Es lo que yo llamo la alegría de lo imprevisto (…) Justo antes no había nada, justo después ya no hay nada. Por eso es necesario estar siempre preparado (…) a veces es también un tormento, porque esperas cosas que no ocurren o que sucederán cuando ya no estés. Como en un truco de magia, está, ya no está. Aquel día ocurrió, pero podía no haber ocurrido. En Aquel día (Periférica & Errata naturae), el fotógrafo Willy Ronis (1910-2009) rememora esa impredecible conjugación de circunstancias que posibilitó que realizara determinadas fotografía. Si su mirada no estaba atenta, el suceso no era captado, no existía para su ojo (y quizá para ninguno; cuántas acciones pasan desapercibidas). En ocasiones, esa conjugación de luz, formas y gestos, es una alineación que debe ser captada en ese breve intervalo de tiempo que dura, como aquella ocasión que propició su fotografía Metro en la superficie, en 1939, en la que un rostro de mujer destacaba de cara él, al contrario que casi todos los otros rostros que eran más bien nucas. En un momento dado, el instante en que sentí el impulso de hacer la foto, el sol iluminó de repente la cara de la joven, de golpe, acentuando su impresión misteriosa, como de aparición. La luz irrumpe y crea otra relación, que es a su vez un alumbramiento. La fotografía Place Vendome, en 1947, fue el resultado de la sucesión de avistamientos imprevistos. En primer lugar, le llamó la atención el reflejo de la columna en un charco, pero la irrupción de las piernas de una mujer que saltaba sobre el charco determinó que quisiera captar esa otra relación entre reflejo y cuerpo, como una coreografía de materia fugaz y reflejo pétreo.

A veces, las cosas se me brindan con gracia. Es lo que yo llamo el momento preciso. Sé que, si lo dejo pasar, lo perderé, se me pasará. Me gusta esa precisión. Otras veces, le doy un empujoncito al destino, como puede ser la cómplice interacción con quien se muestra dispuesto a realizar una acción para ser captada. Pero sobre todo es la satisfacción de sorprender al mismo azar, como si en la sucesión intercambiable de sucesos se captara lo excepción, la materialización de un encuadre que rebosa significado o emoción, aunque su naturaleza poética sea escurridiza. Me gusta atrapar esos instantes de azar, donde tengo la sensación de que algo sucede, sin saber muy bien qué, y ese algo me perturba una barbaridad. Como aquel día, aquel instante, capturado en Navidad de 1953, Fascinación, que se materializa en una creación que se torna refinado emblema de los difusos límites entre composición pictórica y fotográfica: Al ver estas tres caras pensé en los rostros de Rembrandt bajo ese claroscuro que los vela y los ilumina al mismo tiempo. Están aisladas en la calle. No alteré nada, todo tenía ese tono ennegrecido alrededor.

Son encuadres que también invitan al relato, a que la imaginación urda una historia a partir de esa imagen. En su mente esas imágenes son semilleros de tramas. Hay un poso de vivencias posibles que palpitan en determinada acción o determinado rostro. Ronis imaginaba sus vidas, qué les había llevado hasta ahí, con qué otros sucesos estaba relacionado ese momento específico, imaginaba un pasado o unas expectativas. En Belleville, en 1957, Un hombre, con una maleta a los pies. Agarrado a la barandilla, daba la impresión de estar enfrascado en un monólogo interior que me parecía oír. Enseguida le inventé una historia, bastante estrambótica. Se imagina que era un hombre que volvía al hogar después de muchos años de ausencia. Una acción como tantas otras, captadas al vuelo, adquiría una resonancia de cariz arquetípico. La relevancia de una imagen que llama la atención, o le inspira para ser captada, encuadrada, adquiría la condición de relato condensado en una sola imagen. Creaba una película con una sola imagen. Las imágenes rebosaban posibilidades de historias que quizá causaran el mismo efecto a quienes contemplaran las fotos, aunque a ellos les inspirara otras historias. No importa que lo que él se imaginaba no se correspondiera con lo real. Años después un hombre del público levantó la mano discretamente y me dijo que mi guion no se correspondía en absoluto con la realidad. Pero su imagen había traspasado la mera realidad gestual para adquirir la condición de resonancia poética o arquetípica. Captar un trozo de realidad es también captar su semillero de resonancias posibles. En 1988, en su fotografía Anciana en un parque, Nogent-sur-Marne, retrata en un plano general, muy distante, a su propia esposa, Maria-Anne, que padecía el síndrome de Alzherimer, sentada en un banco, empequeñecida, casi una figura ínfima, por la maraña de ramas secas o con hojas en primer término del encuadre. Maria-Anne forma parte de la naturaleza, del follaje, como un insecto pequeño entre la hierba. Vivimos juntos cuarenta y seis años.  Todo y nada en una misma imagen. Una declaración de amor que transciende el mismo tiempo y la constatación de nuestra vulnerabilidad e insignificancia en la enmarañada trama de la vida.