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domingo, 30 de junio de 2019

The brasher doubloon

Quizá George Montgomery, en The brasher doubloon (1947), de John Brahm, sea el actor que más se ajusta a la descripción que Raymond Chandler realiza de Philip Marlowe, pero, sin duda, la que ha pervivido en el tiempo es la de Humphrey Bogart en El sueño eterno (1946), de Howard Hawks. Incluso, se reparten más briznas de recuerdo para las encarnaciones de Dick Powell en Historia de un detective (1944), de Edward Dmytryk, Robert Montgomery en La dama del lago (1947), de propio Montgomery, Elliot Gould en El largo adiós (1972), de Robert Altman, Robert Mitchum en Adiós Muñeca (1975), de Dick Richards o Detective privado (1978), de Michael Winner, o hasta los también poco recordados Jamer Garner en ‘Marlowe, detective muy privado’ (1969) y James Caan en Poodle springs (1998), de Bob Rafelson. Todo hay que decirlo: para Chandler, como para Ian Fleming con respecto a James Bond, el actor ideal hubiera sido Cary Grant (aunque no pueden ser dos personajes más distintos). También se consideraron para el papel a Fred MacMurray, John Payne, Victor Mature y Dana Andrews. Lo que es innegable es que a Montgomery, en su momento, le pesó como una losa la comparación con Bogart (consideración que se extendería, inmerecidamente, a la propia película). Fue la última producción bajo contrato de la Fox. Posteriormente, su carrera se focalizaría en el western o los senderos de la aventura, en los que ya había protagonizado un par de estimables obras de Henry Hathaway, Diez héroes de West Point (1942) e Infierno sobre la tierra (1943), antes de servir en la guerra desde 1943 a 1946.
Ciertamente, su interpretación en ‘The brasher doubloon’ puede recordar a la de Grant. Compone un Marlowe de maneras suaves, de risa presta e ironía que linda con la imperturbabilidad, aunque más bien indique templanza, que desarma a los que se enfrenta. Es una especie de caballero que no sabe demasiado de cinismos, y que no escupe sarcasmos sino que los expresa con cierta jovialidad, como si los soltara con los guantes puestos. De algún modo, se convierte en un Orfeo que rescata a Euridice de un mal sueño, cautiva en una mansión azotada por un rugiente viento cálido que parece querer abatirla. A Marlowe le encargan encontrar el citado doblón (The brasher doubloon es el título original con el que presentó Chandler la novela a las editoriales, aunque sería editada como La ventana alta en 1942). El doblón se convierte en un objeto que circula, como los pendientes de Madame De... (1951), de Max Ophuls, un objeto que más que objetivo es medio, para no uno sino varios personajes, por lo tanto emblema de una maraña. Esa que, en forma de laberinto, configuraba Chandler en sus novelas, definida por una densa condición abstracta que no ha encontrado más que parcial traslación al cine. Quizá porque se fijaban demasiado en la superficie de su trama, o la intentaban desentrañar.
Por eso, por mucho que El sueño eterno (1946) me parezca una notable obra, y por muy estimulante que sea el juego, o vivaz duelo añadido, el que establecen los personajes de Bogart y Bacall, queda lejos del complejo trayecto circular de la obra de Chandler (en el que Marlowe se enfrenta a su propia condición finita, a la caprichosa urdimbre de la vida): incluso la relación citada, tan celebrada, me resulta mucho menos sugerente que la que establecen en la novela Marlowe y otro personaje femenino que, en la obra de Hawks, queda en personaje accesorio (la esposa del hombre que le han encargado buscar). El de la novela es un romanticismo que sangra, un romanticismo melancólico, de tinieblas. El de la obra de Hawks, un rutilante escarceo de dos sables afilándose como aperitivo de una celebración epicúrea. La adaptación de Montgomery es recordada fundamentalmente por su elección formal, la cámara subjetiva, la cámara adopta literalmente la perspectiva física de Marlowe, de la misma manera que la presencia carismática de Robert Mitchum destaca sobremanera en las dos discretas adaptaciones que protagonizó. Un dispositivo, un cuerpo, no mucho más. La adaptación dirigida por Dmytryk destacaba por cierta atmósfera sórdida y descarnada, como otra de sus obras, también protagonizada por Dick Powell, en aquellos años, Venganza (1945). En cuanto a la adaptación de Altman de la excelsa El largo adiós mejor correr un tupido velo. Sólo decir que ojalá la hubiera realizado con el planteamiento de Kansas city (1995).
The brasher doubloon , que no desmerece al lado de la Hawks, es una obra que va densificando su trayecto a medida que se va enmarañando la trama, con la inclusión o aparición de más personajes o hilos de la madeja. No es una obra de tinieblas, como podían ser, del propio Brahms, Jack el destripador (1944), o la magnífica Concierto macabro(1945), o de cualidad abisal, como esa narrativa en espiral, de sucesión de flashbacks dentro de flashbacks, de la espléndida La huella de un recuerdo (1946). Su luminosidad es engañosa, como es inquietante el ruido de ese viento caluroso, o el desconcertante comportamiento de la dama a rescatar, de movediza condición (con diversos cambios de dirección de viento), oscilante apariencia, durante todo el relato, no se sabe si frágil o amenazante, o ambas, quizá víctima o quizá culpable. Aún así, Marlowe en todo momento mantiene el gesto firme, sin perder el temple, la sonrisa que desestabiliza a sus contrarios porque no anuncia tormenta, o los vivaces reflejos, capaces de solventar una situación en la que le hacen desnudarse a golpe de pistola, o de saber crear, como quien lanza arena a los ojos, confusión entre el grupo que le está apalizando para salir de la situación a través de una ventana. Como a través de una película desvelará la intriga enmarañada en la que unos y otros intentan montar su película de distracción, o de convenientes omisiones, siempre escondiendo la mano, que Marlowe sabe descubrir, como sabe en qué mano se oculta la moneda, o sea, la verdad.

jueves, 27 de junio de 2019

Los días que vendrán

La ordinaria vida ordinaria. Virginia y Lluis son cualquier pareja, y a la vez son David Verdaguer y María Rodriguez Soto, los intérpretes que los encarnan en Los días que vendrán, de Carlos Marqués-Marcet. Son personajes, y son ellos mismos, porque el embarazo de María es real. Es, por tanto, una ficción que adopta las maneras, y la apariencia, más que de un documental o reportaje, de realidad captada al vuelo. Su construcción ficcional resulta elaborada pero prefiere aparentar que fuera el registro de los lances ordinarios de una experiencia particular que puede ser la de cualquiera, la experiencia de un embarazo hasta el momento de dar a luz. Un embarazo, y un parto, que no son simulados, sino reales. Al cineasta se le ocurrió la idea cuando supo que su amigo David, protagonista masculino de sus dos obras previas, 10.000 Kilómetros (2014) y Tierra firme (2017), y su pareja, van a ser padres. Aprovecha esa circunstancia real para construir una ficción que parezca real, en cuanto corriente y ordinaria. No recrea, en sentido estricto, los conflictos que pueden vivir los actores con su propia experiencia, pero se empapa de la misma para plantear una ficción sustentada en las vacilaciones y los conflictos, la ficción de convertirse en padres, cómo se enfoca una experiencia que implica confrontarse con un territorio desconocido y reestructura la propia vida, qué actitud se adopta en cuanto padre y madre, que no dejan de ser roles, de la misma manera que el pulso entre ambos busca un consenso, un escenario dramático que ambos configuren y compartan con las mismas pautas y coordenadas.
En el principio, las dudas sobre el mismo hecho de ser padre. Las interrogantes sobre si las circunstancias, por las disponibilidades materiales, pueden ser las propicias. Y sobre si mismos, si serán capaces de responder a la exigencia del papel. Si serán capaces de ser padres competentes. Aceptada la apuesta, y decididos a construir el decorado que posibilite un nuevo orden escénico, con la entrada en escena de otro actor, la niña, entra en juego el forcejeo entre ambos actores por definir un escenario que sea el que ambos quieren, aunque más bien se convierte en un pulso para que el otro se acomode al propio. O dicho de otro modo, entran en colisión distintas actitudes y diferentes enfoques. La prospectiva de afianzar un escenario, con la inclusión de la niña, abre interrogantes sobre la sustancial conexión entre ambos, si es tierra firma la que cimenta su relación, o si más bien hay una distancia consustancial de la que aún no han apercibido durante el año de su relación. Los forcejeos se suceden por las divergencias que se manifiestan en la forma de enfocar ciertas circunstancias: qué se comparte o no, qué se discute o no antes de hacer algo, qué se da por sentado sin consultarlo antes. Y por las disonancias en las respectivas actitudes. En un caso más distendida, la de Virginia, en otra, más insegura, la de Lluis. Cuando ella pierde su empleo por el embarazo él acepta un trabajo que no aceptaría en otras circunstancias por temor a la precariedad, pero lo hace sin consultarlo con ella. Lluis, más tenso, se preocupa sobremanera de que al bebé le pueda afectar una copa de vino que tome ella o que pueda ocurrir lo peor si ella se sube a una silla. Forcejeos que ponen en cuestión la relación, interrogantes sobre si serán no sólo capaces de ser padres competentes sino si los cimientos como pareja son los más sólidos o se pueden resquebrajar fácilmente con la recurrencia de divergencias que acrecienten en exceso las discusiones.
Es un desafío edificar la arquitectura de la narración sobre los deslustrados cimientos de lo ordinario, sostenidos con escurridiza sutilidad por la abstracción. El dominio del tiempo, de la duración, es fundamental. Hay cineastas que lograron obras extraordinarias, caso de Chantal Akerman, con Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) o Cristu Puiu, con Aurora, un asesino muy común (2010). Hay un cierto momento en que Los días que vendrán se encasquilla. El interés del planteamiento teórico se atasca en la redundancia, y en la demasiado ordinaria vida ordinaria, o cuando el sustantivo se asfixia con el adjetivo. Quizá porque los personajes resultan demasiado cualquiera, y lo cualquiera se torna anodino, carente del atrayente relieve. Quizá porque el tiempo (en cuanto duración, y la duración es respiración) queda desterrado, y se evidencian las costuras del artificio en la presunta naturalidad. Es algo que suele pasar a buena parte de las producciones catalanas que intentan combinar ficción y documental. Con la excepción de la estimable Julia Ist (2017), de Elena Martín, se precipitan en lo impostado (Las distancias) o lo banal (la muy sobredimensionada Verano 1993). Lo ordinario incluso puede resultar rancio. Puede ser una impresión suscitada por la paulatina mengua de interés pero en Los días que vendrán los temas musicales que se emplean, que escuchan los protagonistas, de cantautores catalanes o de flamenco me retrotraían a la época de la transición: como la dificultad de la pareja por encontrar el pertinente consenso que les afiance como padres en ese periodo de transición que supone un embarazo, quizás se sugiere que el país no lo ha logrado y aún no ha realizado ese salto a la vida adulta de progenitores. Y como Lluis, cuando irrumpe con sus amigos, en estado de embriaguez, en el colegio al que asistieron cuando eran niños, aún jugamos en el patio del colegio, y a deshoras. Quizá no fuera involuntario sino un apunte intencional. Los días que vendrán aún no han venido.

miércoles, 26 de junio de 2019

Muñeco diabólico

El muñeco de tus sueños siniestros. La rabia que puede sentir un empleado al que despiden puede ser equiparada a la de un niño que siente que los complementos que conforman su vida no son los que desearía sino, incluso, todo lo contrario, por eso molestan, estorban. Desearí pulverizarlo, como el trabajador a quien le ha despedido. Muñeco diabólico (2019), de Lars Klevberg recupera los apuntes perversos y mordaces que fueron descartados para Muñeco diabólico (1988), de Tom Holland, aunque quien ideara esos apuntes, Don Mancini, no haya participado en esta versión. En aquella película que no fue el muñeco, de nombre Buen chico (good guy), encarnaba los deseos siniestros, las emociones frustradas, del niño. La violencia que el muñeco desplegaba ejercía de sombra protectora. Ejecutaba a quien podía suponer una amenaza, o simplemente contraríaba sus deseos. Por otro lado, el enfoque descartado pretendía plantear en una sátira sobre la industria de los juguetes y sus anuncios publicitarios. Ambas vertientes fueron extirpadas, con lo que quedó una descafeinada versión que brillaba, única e intermitentemente, por su figura siniestra (y los asesinatos que realizaba), pero poco más. En esta actualización, Steve (Gabriel Bateman) es un chico con dificultades auditivas, lo que acrecienta su aislamiento. Se ha traslado, con su madre, Karen (Aubrey Plaza) a un nuevo hogar, y carece de amigos. Su refugio, que evidencia su aislamiento, es el móvil. Su madre le incita a que salga al mundo alrededor, que intente entablar amistad con dos chicos que se encuentran en la calle: una de las buenas ideas de puesta en escena de la película: Steve los mira desde el interior de la puerta del portal, y los niños quedan reflejados en el cristal, pero Steve opta por volver adentro, al refugio de los reflejos. Aunque sufre unas interferencias: no le gusta Rooney el gato, ni tampoco el novio de su madre, Shane. Pronto irrumpirá en su vida el reflejo siniestro de su amargura y frustración, el monstruo de su aislamiento. En Vietnam, uno de los trabajadores, de la empresa Kesler, que arman el muñeco Buddy, es despedido, y además con saña por parte del coordinador. Por despecho desactiva todo el sistema de seguridad del muñeco, los dispositivos que inhiben la violencia en sus reacciones o actos. Si Steve inhibe su violencia, su amigo (buddy) para toda la vida (como repite como cantinela), que ha agregado en forma de muñeco, será el arma que materialice sus pensamientos turbios y siniestros de modo desbocado. De hecho, en la secuencia del primer crimen, Chuky queda reflejado en el cristal roto de la puerta del armario donde Steve le había escondido. Tras el reflejo, la revelación del crimen, la primera materialización del deseo siniestro de Steve.
La sátira sobre la industria de los juguetes y sus anuncios promocionales (con uno precisamente comienza la narración) se amplia, reflejo de los tiempos, a la comodidad funcional que reportan las aplicaciones (apps para los esnobs) de la red virtual. A través de una aplicación se controla, o intenta controlar, a Buddy, ese avatar de sus deseos siniestros, como la identidad falsa que uno puede utilizar en la red para satisfacer los impulsos más turbios, o aquellos que no queremos que los demás sepan que sentimos, porque simplemente damos rienda suelta al despecho o al deseo de perjudicar a alguien. Es parte consustancial la ilusión de que conduces o controlas la realidad (por la exacerbación de la virtualización). Pero no es así. Al respecto, la ironía implícita en la aplicación, que usa (fatalmente) un personaje, que permite contratar un coche sin conductor para que te traslade donde desees. La comodidad como puntal de nuestra dinámica de vida. O con respecto a la absorbente (y predominante) vivencia a través de pantallas, el técnico de mantenimiento que observa a través de diversas pantallas los interiores de los diferentes apartamentos (aunque es un aspecto más enunciado que aprovechado). Hay también algún apunte mordaz sobre los desquiciamientos de la corrección política: en la secuencia inicial un padre quiere cambiar la muñeca porque no es rubia, como el modelo que se suponía quería comprar, sino pelirroja, y la dependienta, Karen, le pregunta si hay alguna discriminación implícita en su comentario.
No faltan tampoco apuntes mordaces sobre la enajenación o embrutecimiento de las nuevas generaciones que disfrutan con los despedazamientos (como los de la La matanza de Texas 2, que sugestionan al mismo Chuky quien, cual resorte, enarbola con entusiasmo un cuchillo de cocina), aunque el disfrute de situaciones gore, o humor bestia, es también el de generaciones pretéritas: cómo se tuerce el gesto de una preciosa niña rubia al verse salpicada con sangre cuando sonreía feliz ante la expectativa de que le van a ofrecer una radiante sorpresa, o Chuky estrangulando a un gato (sic). A veces entre el incisivo destello de humor negro y la bufonada (autoindulgente), de cariz adolescente, hay una liviana frontera. Desafortunadamente los apuntes mordaces sobre nuestro imaginario social y los desquiciamientos que generan los aislamientos y ensimismamientos amplificados por la adicción a las pantallas virtuales, o de los móviles, dejan paso, en la segunda mitad, a la pirotecnia. Se suceden crímenes que no difieren en ejecución al que había sugestionado a Chucky, a la par que se diluyen las turbulencias siniestras. En este aspecto no logra superar a la realizada por Holland, que sabía dosificar la amenaza de modo más sugerente, en principio jugando con la amenaza en fuera de campo, para ya despendolarse en la traca final. En este caso, se desboca ya mediada la narración, y destierra la sutileza. Hay otra idea tampoco aprovechada hasta el fondo que hilvana estos pasajes: la extracción de los elementos molestos, gato o novio de madre, se amplia a la de los posibles rivales en cuanto extensiones de amigos, como si la cuestión primordial ya no sólo fuera agregar sino el vínculo exclusivo. Se quiere atención completa. Si no es así, de modo expeditivo se desagrega, o mutila, a las amistades que interfieren en el pulso por ser centro de pantalla.

domingo, 23 de junio de 2019

Pleno verano

Pleno verano (A la verticale de l'ete, 2000), de Tran Anh Hung, comienza con unos personajes despertándose, y estirándose lentamente. Así es la narrativa de este gran cineasta, un despertar de sensaciones, estirándose, palpando el tiempo, un cine de presencias, de captar presencias, el de los cuerpos, la textura de un pollo, el humo del incienso, el agua en una vasija. Cuerpos que se abrazan, que se buscan, porque en el tacto nos encontramos. Otro personaje, Quoc (Chu Hung), fotógrafo,dice que fotografía plantas más que rostros porque en las primeras encuentra paz. La armonía que destila la narrativa de Hung se hace eco de la escisión en la que viven los personajes, entre la presencia y la ausencia. En el cine de Tran Anh Hung, la narrativa se escancia como el agua. Hace de la narración armonía que se destila como un trance de conciliación a la vez que relata el desencuentro de unos personajes extraviados en una escisión vital que anhela residencia en el 'entre' con los otros. Mark Lee Ping Bin hace sentir con la dirección fotográfica la textura de las materias, una celebración de los sentidos y de las presencias, ese conjunto en el que se anhela sentirse conciliado con lo real, con la otredad.
Una liviana cortina separa las camas de los dos hermanos a los que hemos visto despertar y estirarse en la primera secuencia (situación recurrente en la narración), pero hay mañanas en las que él, Hai (Ngo Quang Hai), se encuentra con que ella, Lien, ha cruzado esa 'frontera' para dormir junto a él. Lien (Tran Nu Yen Khe), en las primeras secuencias, ríe con la idea de que cree que la gente piensa que son novios. Como piensa que forman una pareja ideal. Lien, a su vez, tiene un novio, con el que mantiene una relación que se define por la indeterminación. El novio reconoce que ella es más joven, pero más madura, lo que le impone y hace que a veces la rehuya. Con su hermano, extra en varias películas, recrea una escena que tiene que interpretar, la despedida de dos amantes, en la que él toca su espalda, ella se vuelve y se miran. Más adelante, la escena se recreará con su novio. Reflejos, espejos, duplicaciones, escisiones.
En la secuencia en que Lien, con sus dos hermanas, Suong (Nguyen Nhu Qhynh) y Khanh (Le Khanh), prepara la comida para festejar el aniversario de la muerte de su madre, aluden a una tradición del pasado según la cual las mujeres no podían tocar la cabeza de los hombres, su parte noble. Pero la cabeza de los hombres no parece saber dónde está. El fotógrafo antes citado, Quoc, casado con Suong, con quien tiene un hijo, se ausenta unos días junto a un lago, en el que reconoce a otro lugareño que no encuentra su lugar, ese donde sentir que uno reside. Se baña en las aguas, flotando en ellas, pero las aguas de su interior están escindidas. Desde hace años mantiene una relación con otra mujer, con la que tiene un hijo. No siente que resida en ninguno de los dos hogares, porque en cada uno siente la nostalgia del otro. A su vez, Suong mantiene una relación con otro hombre. Son encuentros, exigido por ella, en los que no intercambian palabras, sólo el silencio de los cuerpos sintiéndose. Hombres y mujeres no parecen saber dónde tienen su cabeza.
El marido de Khan, Kien (Tran Manh Cuong), es escritor. Escribir, el proceso creativo, es sentir el tiempo, mientras se intenta crear una trama, construir un sentido. Kien se siente bloqueado en el progreso de su primera novela, y se fascina, o intriga, con la idea que cuentan sus hermanas sobre la posible figura de un hombre que fue el verdadero amor de su madre. Las mentes siempre parecen estar fuera, en otro lugar, no del todo presentes. En una bella secuencia le vemos a Kien, en sucesivos planos, bregando con la escritura, errando en su mente. Acaricia una vasija, sostiene con una vara una mantis que posa sobre unas plantas, deambula entre las estancias, mientras al fondo del encuadre se mueven, estiran, las cortinas. Se escucha el sonido de los grillos, el roce del viento en las hojas de los árboles, una voz que canta en la distancia, Khan, a la que se acerca. Ella le sonríe, le hace un gesto para que se acerque, y se besan. Y le dice que está embarazada. Noticia que hace feliz a Khan, a la vez que sobrecoge como cuando ella aceptó casarse con él. Khan realizará un viaje para documentarse, en el que tendrá una relación con otra mujer. Tampoco parece saber dónde tiene la cabeza, cuál es la trama qué construye y habita en su vida.
El agua es un elemento recurrente en la narración, como el abrazo. Llueve, y las calles parecen un caudal de agua en el que circula la gente. En el siguiente plano Lien observa unas estanterías con peces dentro de pequeñas peceras, separadas, como aquellas en las que parecen estancados los personajes mientras buscan esa sensación, esa relación, en la que sientan que residen, y que están junto al otro, junto a la misma vida, presentes. Cruzar esa cortina que les separa de los otros, y despertar junto a ellos, estirarse con ellos.

sábado, 22 de junio de 2019

Godzilla: Rey de los monstruos

No siempre se puede controlar todo, como no se puede huir por siempre. Son las dos actitudes extremas que representan una pareja rota, la paloebióloga Emma Russell (Vera Farmiga), y el especialista en conducta y comunicación animal Mark Russell (Kyle Chandler). Ya la secuencia inicial de Godzilla: rey de los monstruos, de Michael Dougherty, nos presenta las ruinas materiales que generarán sus ruinas emocionales. Ambos buscan a su hijo Andrew entre los cascotes de los edificios derrumbados, mientras se perfila tras ellos el causante, Godzilla, quien ha arrasado la ciudad de San Francisco. Cinco años después, cada uno ha tomado una dirección distinta. Emma decidió reconfigurar un sistema bio acustico, ORCA, con el que se puede comunicar con los Titanes, esos seres, como Godzilla, o Mothra (a cuyo nacimiento asisten), que han resurgido, como también piensa el doctor Sherizawa (Ken Watanabe), por el maltrato que el ser humano ha infligido a la naturaleza. La destrucción de la ciudad equiparada a nuestra destrucción del medio ambiente, las ruinas emocionales equiparadas al resurgimiento de los monstruos. Ese sistema de comunicación, que asemeja al de las ballenas, combina voces de distintas criaturas, entre ellas la humana, porque ¿cuál es el depredador más poderoso sobre la Tierra sino el ser humano?. Con el dispositivo ORCA se puede influir, controlar, contener la posible reacción agresiva, o quizá, dirigirla de modo conveniente según la finalidad que se busque. En buena medida, los titanes son reflejos de las distintas actitudes. Y perspectivas con respecto a los titanes hay distintas.
Los militares estadounidenses abogan por la destrucción de cualquiera de esas criaturas, porque los consideran monstruos, y por tanto amenaza. Les define a sí mismos. Mark, al que cinco años después de buscar entre las ruinas a su hijo, significativamente, vemos cómo fotografía a unos depredadores, unos lobos, comiendo el cadáver de un venado, aboga por la venganza, por lo tanto, la destrucción de quien le destruyó, porque causó la muerte de un ser querido, extensión suya, su hijo, Andrew. Mark fue quien optó por la huida emocional, en principio aturdiéndose con el alcohol. No ha superado esa muerte, y sólo ansía venganza, lo que no deja de ser una huida de una aflicción que no logra superar. Por eso, Godzilla simplemente es el infractor que debe ser eliminado. Sherizawa, al mando de la organización científica Monarca, no considera monstruo a Godzilla, o no lo califica de ese modo. Ya en la obra precedente, Godzilla (2013), de Gareth Edwards, señalaba que el ser humano tiene la arrogancia de creer que controla la naturaleza, pero no es así. Sherizawa piensa que los titanes son criaturas anteriores a los hombres que han retornado para darnos una lección, para mostrarnos cómo hemos degradado el entorno medioambiental. Piensa que la actitud a seguir, a diferencia de la de los militares, debe ser la conciliadora. Incluso, no cree que deban ser aceptadas como si fueran nuestras mascotas, como apunta causticamente la jueza que dirime qué actitud apoyar (si la científica o la militar), sino los humanos sus mascotas. Considera, eso sí, que hay titanes que son benevolentes y otros sí que se pueden considerar posible amenaza. Emma es aún más extrema. Al fin y al cabo, piensa que todo se puede controlar, que se puede influir en los acontecimientos de modo determinante, y reconfigurar la realidad según su perspectiva, por eso rehizo ORCA, aunque hubiera destruido, con Mark, el anterior dispositivo cinco años atrás (Mark lo destruyó porque no piensa que sea posible establecer vínculo alguno). Aún más, Emma considera que nosotros, los humanos, somos la infección, el virus. Hemos destruido de modo progresivo y perseverante el planeta. Sin duda, somos una especie que no tiene límite en nuestra inconsciencia, como tampoco en nuestra suficiencia. Por eso, piensa que se necesita un completo reinicio. Una completa limpieza del sistema de vida que hemos infectado. Los titanes son el tizón ardiendo que cauterizará la herida que hemos infligido a la naturaleza. Si desencadenar a los Titanes, cada uno recluido en distintas instalaciones subterráneas del planeta, implica una amplia pérdida de vidas humanas, es el sacrificio que hay que asumir. Se subordina a la necesidad de regenerar el planeta, lo que será también beneficioso para los humanos supervivientes. Para materializar ese propósito se apoya en un grupo ecoterrorista, liderado por Alan Jonah (Charles Dance), ex agente del MI-6 y coronel británico.
El desenfoque de Emma, por tanto, está relacionado con la buena intención que no aprecia que aplica una medida que puede ser extrema, en particular porque puede haber factores en la ecuación que no se controlen. En un sentido figurado, reavivar un volcán para que la lava regenere los suelos puede tener consecuencias imprevistas. Como el titán Ghidorah cuya procedencia quizá no sea la que piensan, con lo cual puede determinar que el propósito constructivo se torne destructivo. Significativo es que, en principio, sea denominado Monstruo cero, término parecido al Paciente cero, o receptáculo inicial de la propagación de un virus, por lo tanto, de la destrucción. Es decir, las buenas intenciones que buscan la cura quizá estén generando daño. Ghidorah encaramado sobre el cráter del volcán condensa su contradicción o inconsecuencia. Se puede equiparar su acción extrema a la decisión de Thanos en Vengadores: Infinity war, eliminar a la mitad de la población del universo, sin que su baremo se base en la primacía de los ricos sobre los pobres, para instaurar un equilibrio, y anular las desigualdades, la pobreza. Su potencia destructiva, por tanto se fundamentaba en la compasión. Quienes no fueran eliminados, disfrutarían de una vida armónica, sin carencias ni temor por la precariedad. Las intenciones de Emma o Thanos son buenas, no carentes de coherencia, y ponen en evidencia nuestras inconsistencias e inconsecuencias, pero sus métodos resolutivos resultan extremos. Además, no siempre se puede controlar, ni prever, todo. Su desenfoque está relacionado con exorbitar el plano general de lo colectivo, mientras el desenfoque de Mark representa el desquiciamiento, en primerísimo plano, de la priorización de la parcela personal.
Según qué cultura, la occidental o la oriental, el dragón puede representar la bestia que abatir, o la redención. Por eso, el monstruo cero o Ghidorah, tiene apariencia de dragón con tres cabezas. Es el reflejo siniestro, lo incontrolado, y también la no asunción de las propias heridas que al no saber cerrarse se travisten en furia ciega, Eso es lo que le sucede a Mark. Ese es su particular desenfoque. Por eso, el doctor Sherizawa le dice que para curar la herida hay que sentirse en paz con quien le infligió el daño (con aquello que representa al demonio o infección emocional). No puede huir por siempre de su herida. Por eso, debe mirar de frente a quien consideraba su bestia para conseguir la redención, la superación de una herida que implica asunción o aceptación de una pérdida irreparable (lo que propiciará una de las secuencias más destacadas de la película). Es el proceso de regeneración alquímica, la inmersión hasta la oscuridad interior. Por eso, quien representa la mirada ecuánime, Sherizawa, será quien se aproxime a Godzilla en el lugar donde regenera sus energías, bajo las aguas, entre las ruinas de una ignota civilización antigua. Profundidad en el tiempo y espacio. Las aguas como emblema de la conciliación con las emociones, el equilibrio armónico que sentimos en la placenta, en el interior del vientre materno. De ahí que tanto ella como él, Emma y Mark, confluyan, en la catarsis narrativa, en el origen de su fractura, el hogar abandonado, asolado. En ese espacio recuperan a la hija, Madison (Millie Bobby Brown), que sufría el extravío de sus progenitores como quien se siente escindida entre dos que necesitan ayuda porque una se obcecó con una idea que, sin tener la mínima duda, estaba convencida de que podía recomponer, como una prótesis, un escenario roto (el colectivo y el personal) y el otro optó por la huida fotografiando su propia rabia insatisfecha (como a aquellos lobos devorando un cadáver). Por eso, particularmente, diría que los momentos más sobresalientes de la narración sean los relacionados con la emoción que se logra extraer, gracias a saber conjugar con precisión la condición emblemática de los personajes con su evolución dramática. Y al respecto, como recurso expresivo, resulta brillante, en un par de secuencias específicas, que implican la pérdida de vida de personajes protagonistas, el amortiguamiento pasajero del sonido, transfiguración acorde a dos acciones sacrificiales que implican asunción de una responsabilidad, y conjuro de nuestra arrogancia.
Esa idea nutriente y vertebradora del trayecto dramático y narrativo, la conciliación o armonización con una naturaleza que hemos degradado de modo extremo ( y de lo que aún no parecemos tomar consciencia, o no en la suficiente escala), dispone de algún otro hermoso reflejo simbólico: las dos gemelas, Ilen y Ling Chen (Zhang Yiyi), científicas, complemento o extensión figurativa del titán que representa la regeneración luminosa, Mothra, la reina de los titanes, decisiva, con su apoyo, en el enfrentamiento de Godzilla con el otro macho alfa, Ghidorah, el ser que puede ser muchos, la figura que representa nuestra condición arrasadora de la naturaleza y otras especies (la figura ajena, alienadora, que no pertenece al ecosistema, como, en un sentido figurado, se ha convertido el ser humano con respecto a su entorno; se apropia pero no crea relación armónica). Al respecto, también son estimulantes los títulos de créditos finales, con las distintas noticias que resaltan el efecto benéfico de Godzilla y los otros titanes en la regeneración de la naturaleza (incluido, como apunte mordaz, su materia fecal). No deja de ser alentador que producciones con la mayor difusión, y que pueden influenciar a tantos espectadores en todo el planeta, propulsen esta concienciación sobre nuestro ya crónico maltrato del planeta por nuestra inconsciencia (¿cuántos no priorizan su comodidad por encima de las consecuencias de lo que generan sus pequeñas acciones, como el arrojo de basura no reciclable, caso del plástico, en cualquier entorno natural, incluidos los mismos mares?). Claro que ¿cuántos se percataran de esas cuestiones, o a cuántos importara, aunque estén expuestas de modo manifiesto, sea aquí o en Vengadores: infinity war?. Quizá a muchos sólo les importe el espectáculo recreativo, si es lo suficientemente dinámico su ritmo narrativo o sorprendente su diseño visual, como una mera atracción de feria. Punto. Como espectadores, somos lo que necesitamos ver. Nos refleja. Como siempre, cuestión de distintas perspectivas.

miércoles, 19 de junio de 2019

La influencia

Un género bajo la influencia. Hay recursos expresivos, cual resortes, que serán eternos, por indisolubles, para el género de terror. Un brazo que irrumpe en el hombro de alguien acompasado a una sacudida musical lo más estruendosa posible: la conmoción musical acorde al contacto que propicia el sobresalto. No falta un momento así en La influencia (2019), de Denis Rovira Van Boekholt, que aglutina algunas figuras recurrentes en el repertorio del terror: infante pérfido, sea por posesión o por disposición natural o procedencia siniestra o anómala; una bruja; y una mansión aún habitada pero que a la vez parece abandonada, con recovecos múltiples por descubrir, y de los que pueda surgir una amenaza. La figura del infante pérfido o siniestro parece proliferar como centro de atención en los últimos tiempos. En tiempos pasados destacaron obras como La profecia (1977), de Richard Donner, que generó diversas secuelas, El otro (1972), de Robert Mulligan, o la muy sugerente The children (2008), de Tom Shankland, que se despreocupa de dar explicaciones sobre el por qué de la inclinación asesina de los infantes. Este año se han podido ver The prodigy, de Nicholas McCarthy, y más equilibradas y perturbadoras, El hijo, de David Yarovesky, y Cementerio de animales. Y en breve se estrenarán Bosque maldito, de Lee Cronin y, aunque no sea un niño en sentido estricto sino un muñeco con apariencia de niño, Muñeco diabólico, de Lars Klevberg. Quizá otro reflejo de cómo nuestra semilla, con respecto a nuestro entorno y nosotros mismos, es cada vez más infecta. En La influencia, es una niña de nuevo, Nora. En su caso la perfidía, o no sólo falta de escrúpulos sino regusto en la crueldad y el ejercicio de matar, se debe a que ha sido poseída. Quien la posee es una bruja, su abuela Victoria, quien se encuentra en coma profundo, motivo por el que la madre de Nora, Alicia (Manuela Vellés), ha decidido establecerse por un tiempo, con su hija, y su marido, (Alain Hernández), aunque más que para asistir a su madre, con la que había roto vínculo desde hacía muchos años, para apoyar a su hermana, Sara (Maggie Civantos), en su cuidado.
La bruja no es una figura que haya tenido mucha suerte en los últimos años, aunque parezca extendida la consideración, que no comparto, de que son obras maestras la desmañada La bruja (2015), de Robert Eggers, The lords of Salem (2012), de Rob Zombie (mucho delirio granguiñolesco que se queda en pintoresco exabrupto digno de entrañas más sustanciosas) o El expediente Warren (2013), de James Wan, un mero hábil cumplimiento de expediente, el de la aplicación de las convenciones, con sótanos oscuros, pelotitas que aparecen botando de la oscuridad, cuerpos que son movidos en la cama por alguna fuerza invisible, miradas debajo de la susodicha cama, moratones que aparecen misteriosamente en la piel, puertas que se cierran bruscamente, muñequito siniestro que se desplaza como si dispusiera de teletransportador, pasadizos secretos o brujas de miradas trastocadas (que recuerda a la de la insulsa Arrástrame al infierno, 2009, de Sam Raimi). Algunas de esas convenciones también se pueden encontrar en La influencia. En cuanto a la figura de la casa, en su sentido amplio, espacio siniestro, sí ha destacado en algunas de las más sugerentes expresiones del género en la última década, sobre todo en el medio televisivo, las excelentes La maldición de Hill House, de Mike Flannagan, o la segunda temporada de Channel zero (The no-end house), de Steven Piet. Este año adquiría sustanciosa relevancia en las estimables Cadáver, de Diederik Van Roijeen o The escape room, de Adam Robitel. En cada uno de los casos, es transposición o reflejo del conflicto interior de los personajes. En La influencia, su presencia sí adquiere una poderosa presencia en la primera mitad, por su abundancia de sombras, habitaciones secretas, sótanos, áticos, entornos polvorientos, y objetos que se animan súbitamente. Es un entorno de posibles, y cuando prevalecen las interrogantes, esa equivalencia entre incógnitas y escenario se torna como la figura, o recurso, más sustanciosamente perturbador.
La interrogante fundamental es ¿qué quiere o pretende esa abuela que parece tan dispuesta a aterrorizar a sus descendientes ahora que su muerte parece inminente?. Resulta manifiesta la hostilidad entre la madre y su hija Alicia. Y, sobre todo, se intuyen habitaciones cerradas también en la mirada de Alicia. El escenario parece perfilado: alguien quiere infligir daño, y en principio se expresa a través de un espacio, o materia inanimada, la casa, y después a través de un ser vivo, la nieta. ¿Su propósito es reencarnarse en ella, cual criatura lovecraftiana, para disfrutar a través de su cuerpo de sus posesiones ya que será su heredera principal? ¿O las turbiedades y los retorcimientos no sólo competen a la abuela? Hay un interesante giro dramático, en los últimos pasajes, que reconfigura el escenario y replantea el motivo de la posesión, o la instrumentalización de la nieta. Aunque suscita otra interrogante: si no es un giro demasiado tardío cuando la pirotecnia ya se ha adueñado de la función. Lo que oculta Alicia se manifiesta en la enajenación de su hija Nora, pero quizá las evoluciones dramáticas de ambos personajes no se conjugan con pericia, e incluso colisionan.
Al respecto, o por ello, predomina otro resorte expresivo demasiado extendido últimamente en el género, la deslavazada sucesión de supuestos momentos fuertes, o secuencias de tensión, que no culminan en conclusión trágica, por la simple razón de que la función se acabaría. No se sabe dosificar, y se crean secuencias de amenaza que, simplemente, se interrumpen, porque sólo se puede llevar esa circunstancia de peligro hasta sus últimas consecuencias en las secuencias finales climáticas, ya sea resolución positiva o trágica para los personajes. La monja (2018), de Corin Hardy, es un pertinente ejemplo en cuanto falta de coherencia y cohesión. Se ponía a los personajes en situaciones que parecían límite, y la amenaza, de repente, como si el capricho se le hubiera pasado, desaparecía. Como una sucesión de amagos, hasta llegar a la traca final. A partir de cierto momento, parece que La influencia también queda poseída por esa inconsecuente influencia. Hay personajes, como el marido que asemejan a comodines, ahora me sobra en esta secuencia y me lo quito de encima de cualquier manera, ahora recurro a él para salvar cierta situación de peligro de otro personaje. Y en la traca final combino amenazas desde distintos frentes como si sólo importara la pirotecnia en sí, en la que quedan diluidos los conflictos emocionales. Por supuesto, también es respetada la convención de que algún animal debe morir. Suele ser la primera víctima, en consonancia a la jerarquía de especies que los humanos encabezamos (por ejemplo, las gallinas en El hijo, el perro en Expediente Warren...). En este caso, como variación, ocupa la segunda posición en la sucesión de criaturas masacradas. Aunque la variación se establece en función de otra convención: ¿Cuántos animales habrán sido asesinados por incordiar con su inclinación a desenterrar algo?. Y, por último, no falta la convención del plano final que contradice lo que parecían evidenciar los planos previos, o supuesto final (que pueden ser varios para incordiar un poco). El redoble de la traca final que no falte, aunque sea mediante pérfido detalle con infulas de sutilidad.

domingo, 16 de junio de 2019

Vivir en paz

Vivir en paz (Vivere in pace, 1947), de Luigi Zampa, transmite esa sensación de solar conciliación que su protagonista, el campesino Tigna (Aldo Fabrizi) se esfuerza en aplicar en su vida, dentro de su hogar y fuera del mismo. Vivir en paz, aun en tiempos de guerra. Las primeras imágenes, introducidas por una voz en off, parece que nos transportaran casi a una Arcadia, de plácida cotidianeidad, en la que las costumbres fluyen como armonía, pese a que se nos señale que estamos en 1944, y que hay una guerra en curso, que parece lejana (como alejada del resto del pueblo está la casa de Tigna) y no afectar a este mundo pacífico, de la cual su única 'huella' es el oficial alemán, Hans, encargado de mantener el 'orden' de la ocupación. Perturbación bien reflejada en las secuencias iniciales cuando visita la granja de Tigna, y por lanzar una piedra al perro que le ladra provoca que se escapen los cerdos. Tigna procura llevarse bien con él, como con los dos opuestos, dentro del pueblo, que representan el doctor socialista y el representante fascista. Y en su hogar intenta mantener la armonía, el equilibrio, sea con las disputas entre su esposa y su sobrina, encajando las invectivas de su esposa porque sea tan complaciente con las exigencias de los ocupantes, cuando tiene que enumerar sus posesiones, o llevando a escondidas a la habitación de sus sobrinos comida cuando ante su esposa había remarcado que estaban castigados.
Pese a que intenta evitar meterse en problemas (sabe lo que en otro pueblo han hecho los colaboracionistas con los partisanos) o buscar la posición mediadora, no dejará tampoco de ayudar a los dos soldados norteamericanos que sus sobrinos encuentran en el bosque cuando buscaban a uno de sus cochinillos fugados. Y más considerando que uno es negro ( o 'un negro de Etiopía' como dice su padre), lo que hará más difícil camuflarlo. Resulta antológica la secuencia en la que son descubiertos en el granero donde los han escondido los sobrinos, ya que el soldado negro, Joe, está malherido: el sacerdote ha entrado porque la esposa pensaba por los ruidos que había espíritus; al ver que no sale, la esposa empieza a preocuparse, y van entrando uno a uno (y al final se revela que el sacerdote se había desmayado al ver a los soldados). La situación se complicará cuando Hans les visite una noche, y tengan que esconder a Joe rapidamente en la bodega. Mientras emborrachan a Hans, que se ha empeñado en contarles su vida durante los últimos cinco años, entregados a un desopilante baile, Joe se emborrachará, a su vez, en la bodega. El absurdo de la situación se incrementará cuando éste tire la puerta abajo, y se funda en un abrazo con el alemán. Ambos salen por las calles del pueblo y los lugareños piensan al verles juntos que la guerra ha terminado.
Vivir en paz, con esplendido guión de Suso Cecchi D'Amico, Luigi Zampa, Aldo Fabrizi y Piero Tellini. destila esa proverbial armonía narrativa de otras obras (comedias) corales, centradas en comunidades, que fueron pródigas en la década posterior, sea en el cine británico, como las dirigidas por Alexander MacKendrick o Charles Crichton, o en España, dirigidas por Luis Garcia Berlanga o Marco Ferreri. En estas obras brillaba la capacidad para dotar a cada personaje, por secundario que fuera, de una singular personalidad (véase aquí el padre y su afición por la trompeta). Y también su admirable don para combinar tonos, o imbuir de sombras las sonrisas. Como esa procesión de coches tan esperada en Bienvenido Mr Marshall que pasa fugazmente, para decepción de los habitantes del pueblo, una corriente helada también surcará la narración de Vivir en paz, el reverso de la tragedia (ese horizonte de la guerra que parecía lejano, pero del que no se puede huir por mucho que se esfuerce en vivir en paz con todos).
En las hermosa imágenes finales, años después, la armonía parece seguir habitando ese pueblo, el tiempo ha pasado, o sigue adelante, olvidado ya, en la fluencia de la costumbre recobrada, aquel que tanto se esforzaba en ser generoso con cualquiera, perteneciera al bando que fuera, y que encontró la muerte por ayudar al presunto enemigo. O cómo quien amaba, como la sobrina, al otro soldado, Ronald, como el sueño tan anhelado, es ahora una mujer casada con otro hombre, porque siempre habrá quienes sigan sentándose en los mismos escalones del pueblo, como si el tiempo no transcurriere y fuera un presente continúo, necesario para seguir edificando la vida. Aunque, en ambos casos, su recuerdo persista, porque necesaria es siempre la actitud conciliadora y pacífica y anhelar lo que no parece posible.