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jueves, 28 de febrero de 2019

Profesor en Groenlandia

El aprendizaje de otra mirada. Posibilidades y problemas por resolver. El primer plano de la producción francesa Profesor en Groenlandia (Une année polaire, 2018), de Samuel Collardey, es el de una pintura cuyos trazos, blancos y azules, representan un entorno polar. Es una pintura que contempla Anders (Anders Hvidegaard) en el despacho donde le entrevistan para un puesto de profesor en Groenlandia. Entre las tres opciones elige la que más se puede alejar de su modo de vida, de aquello a lo que está habituado. No el puesto en la capital, el entorno que más se puede parecer al que ya conoce, sino el que pueda ser más diferente, Tiniteqilaaq, un poblado de ochentas personas, en la tundra de la Groenlandia Oriental. Anders, un joven danés de 29 años, toma esa decisión porque, ante todo, piensa en las posibilidades, en la vivencia de una experiencia que sienta como acontecimiento, una aventura, la materialización de una fantasía (esas manchas indefinidas que invitan a lo inimaginable, como la pintura), una vivencia que no sea la cumplimentación de lo familiar, de la rutina, de la vida estructurada y programada. Por eso, había decidido estudiar magisterio, porque no quería ser la novena generación que cultivara las tierras heredadas. No quiere hacer lo que se supone que debe hacer, como la inercia que se sigue como dogma, sino tantear las posibilidades. Pero asentarse en un territorio desconocido implica problemas por resolver, los conflictos de la adaptación e integración. En principio, la relación la establece desde sus coordenadas, de acuerdo a la plantilla de actuación que le recomienda la mujer que le ofrece el empleo (y que vivió diez años en Groenlandia): Va a enseñar danés, no a aprender groenlandés, o lo que es lo mismo, va a transmitir unos conocimientos, relacionados con otros modos de vida, lo que no deja de implicar interacción unidireccional, ya que como ella señala, qué utilidad tiene conocer groenlandés. Es la lengua de un cultura en los márgenes, o atrasada, por lo tanto la imposición (o moldeado) se justifica en la instrumentalidad de lo que se les suministra como conocimiento.
El primer tercio de Profesor en Groenlandia se define por la sintaxis abrupta, como si evidenciara esa falta de nexo. Anders forcejea con lo que no logra comprender, sin esforzarse e integrarse y, aún más, sintiéndose, además, rechazado, como si no fuera aceptado en la pequeña comunidad. Se alternan las acciones que evidencian su desajuste, y su insatisfacción, con actividades de los lugareños, que reflejan su modo de vida, sus rituales cotidianos, sus rutinas. No hay, con respecto a lo primero dramatización, ni tampoco se potencia la vertiente impresionista, las sensaciones de Anders, como, al mismo tiempo, se presta atención observacional, pero de modo sintético, a la relevancia del entorno, de los perros, los juegos de los niños o la pesca (o caza de focas). Es un estilo que fusiona la ficción (el empleo de la música con más presencia de modo progresivo, acorde a la integración de Anders) y el documental. De hecho, es un relato protagonizado por quienes vivieron esa experiencia. Este es el relato de una integración y, sobre todo, del aprendizaje de otra mirada, de otro modo de vida. Aún hoy Anders sigue dando clases en ese poblado.
En su proceso de intersección, o integración, es particularmente relevante uno de sus alumnos de ocho años, Asser (Asser Boassen). En el primer tramo los alumnos conforman un grupo con el que lidia para entenderse, o a los que dominar como un rebaño que más bien se subleva y no reconoce su autoridad. El vínculo con Asser propulsa y dota de definición ese entorno, que no sólo entenderá, sino cuyo modo de vida abrazará como el que desea. Y a medida que eso se consolide, como el cuerpo que perfila una sombra, la narración se hará más fluida y armónica, como ese mismo proceso de que vive Anders. Del mismo modo que Asser es un niño que aprende sobre sus costumbres, no sólo las relacionadas con la caza, a la que se quisiera dedicar cuando sea adulto (aunque sean ya escasos los cazadores), sino a cualquier actividad, como las que realizan habitualmente las mujeres, desollar las focas (al respecto es interesante que se remarque la flexibilidad de su cultura: cazadoras también ha habido pero a partir de convertirse en madres reducían la cantidad de su caza). Anders también aprenderá las condiciones y hábitos de un modo de vida: aprende a guiar un trineo, su lengua, a pescar o cocinar sus platos característicos.
Es interesante que Anders se plantee, de modo más decidido, sus elecciones cuando se confronta a la noción de la restricción. Alguien comenta que los sueños de ser cazador de Asser se diluirán cuando vaya a estudiar a otra ciudad. Los adultos que viven en ese poblado sólo conocen su entorno, no saben que existen otros modos de vida. Pero para Anders implicará amplificar, precisamente, sus conocimientos de esa cultura a la que presuntamente debía instruir. Para los lugareños resulta sorprendente que no conociera las auroras boreales, o aún más, que viviera sin haber visto una. Una aurora boreal refleja esa armonía con el entorno: las leyendas dicen que son causadas por los espíritus de animales que juegan al fútbol con la cabeza de un morsa. Si silbas, la aurora se acercará a ti. Si le lanzas excrementos de perro, se alejará. La relación con los animales refleja esa armonía con su entorno: A Asser le regalan un cachorro recién nacido, que aún ni abre los ojos (como él los está comenzando a abrir con el conocimiento), que será su perro guía en el trineo; Anders le enseña las palabras en danés que corresponde a los animales, y a la vez imitan sus voces (el resuello de un caballo, el cloqueo de una gallina). Es otra forma de relacionarse, esa que convierte una expedición con trineos, en busca de un oso al que cazar, en la experiencia de ascender laderas nevadas con el trineo, construir un igloo con hielo en pocos minutos para protegerse de una tormenta, y mirar con una sonrisa de conciliación a una osa a la que no se dispara porque va a acompañada de dos cachorros. Es un detalle, de respeto, que define una cultura que vive de la pesca y caza. Por eso, ya para Anders, la pintura de trazos azules o blancos que encendían con posibilidades su imaginación en el plano inicial se convierte en el azul del agua del que surge el chorro blanco de unas ballenas, mientras rema en su kayak con Asser, otro aprendiz como él. Una bella overtura nos introduce en ese nuevo territorio, una muestra de la excelente banda sonora de Erwann Chandon

sábado, 23 de febrero de 2019

Reflexiones (o divagaciones) sobre los Oscars

Reflejos de unas circunstancias. El anuncio de las nominaciones de los Oscars siempre trae incluidas las rémoras de los que despotrican sobre su insustancial relevancia. A estas alturas, ya sabemos que los Oscars en sí mismos no significan nada, en cuanto reflejo o baremo de calidad, pero les debe superar su vena , entre irreverente y epifánica, como si se sintieran una combinación de los gremlins viendo Blancanieves en el cine, en la homónima película de Joe Dante, e iluminados replicantes que nos quieren transmitir que han visto cosas que no hemos imaginado, como Roy Batty en Blade runner. Aunque más bien les veo como una combinación de el enanito gruñón y los ancianos quejumbrosos en el palco de Barrio Sésamo. No faltan a la cita cuando se anuncian nominaciones o premios. Me los imagino presa de espasmos y contracciones, mordiéndose la falanges o quién sabe qué órgano, cuando anuncian un premio Donostia o la película ganadora en este certamen o aquel otro. La realidad no se acomoda a su gusto, o a cómo les gustaría dictar la realidad, las valoraciones y el gusto predominante. Son como si Calimero quisiera que todos lleváramos una cáscara de huevo por sombrero. Por eso se quejaba tanto de que el mundo es una injusticia, porque no era como él quería que fuera. Por eso, siguiendo con los huevos, en las redes sociales abundan tanto los Humpty dumpy encaramados a su muro, mientras otorgan su dictamen sobre esta cuestión o aquella. Sobre cualquier cuestión. Un dedo para arriba o para abajo es el fetiche de nuestro tiempo. De nuestro actual circo romano de sociedad. Ya el análisis es otra cuestión. Eso implica más esfuerzo. Por eso, si por algo son interesantes los Oscars cada año, dada su difusión mediática, es como baremo o reflejo de las circunstancias.
Antes de entrar en materia, una obviedad que es perogrullo, pero que es necesario señalar: Las nominaciones y los premios los conceden un número específico de personas, sea un jurado o los miembros de una asociación, academia o grupo que sea. Cada uno opta por sus preferencias (o sus amistades), o por lo que cree que debe votarse en esa coyuntura: ya se sabe cómo también influye la presión invisible de lo que está en el candelero de la buena consideración, o por meramente ser lo políticamente correcto: en esas consideraciones es factor decisivo lo que las películas representan. Lo subjetivo ya se sabe con cuánto se contamina. Pero empezando por el tejado, o sea por lo subjetivo, para dejar de entrada claro cuáles son mis preferencias. Si por mí fuera, las diez producciones estadounidenses por las que me decantaría serían: El reverendo, Lo que esconde Silver Lake, No dejes rastro, First man, Annihilation, La leyenda de Buster Scruggs, American animals, Wildlife, Malos tiempos en el Royale, y Christopher Robin. La única entre las nominadas este año que consideraría como aspirante a esas diez sería Vice, de Adam McKay. Y no serían la únicas aspirantes, como sería el caso de A private war, En realidad nunca estuviste aquí, The rider, e incluso, Lean on Pete, Nancy, Disobedience o Where is Kyra. No faltaban obras excelentes entre las que elegir, según mi parecer.
Entre las otras nominadas a mejor película, Green book me parece notable (de modo inesperado porque reconozco que no era entusiasta del cine de los hermanos Farrelly), pero también me lo parecen otras obras como Private life, Un lugar tranquilo,¿Podrás perdonarme algún día?, Ready player one, Tully, El candidato, El regreso de Ben, Viudas o No te preocupes, no llegará lejos a pie. Podría incluir la película más laureada, Roma, aunque un único visionado me dejó más bien tibio, como quien admira más bien un engranaje virtuoso, y con la interrogante de si no era una pulcra muestra de cine en papel cuché que parece haber sido gestada ( y atrapada) en la vitrina misma. En cambio, con rotundidad, puedo señalar que no me convencen ni La favorita ni Ha nacido una estrella, como tampoco Blakklansman ni Black panther. No me parece que superen la discreción. En el primer caso me parece que es su peculiaridad, o extravagancia, la nota de distinción que gusta, apuntalada por su cuestionamiento del arribismo y de las miserias de los que detentan el poder. En el segundo su toque de melodrama romántico (que tan poco se hace hoy en día) con aire de película de otra época, y dirigida por un actor que cae simpático entre sus colegas (y los críticos), que sí muestra inspiración en los pasajes centrados en la gestación de la atracción entre ambos protagonistas, pero luego se encasquilla cuando intenta armonizar el ascenso de popularidad de ella y la caída en la autodestrucción de él. Y en el tercer y cuarto caso es su agenda, aquello que representan, lo que las propulsa en los titulares de la relevancia. Pero Black panther es un mero mecano narrativo que no transciende un molde convencional, y Blakkklansman, en algunos momentos, resulta menos sutil que un sketch de Los morancos. Y queda el fenómeno Bohemian rhapsody, que ni me parece una gran película ni tan denostable. Ya parecía que muchos tenían puestos los colmillos antes de que se estrenara, y pronto se hizo evidente que no era la película que esperaban ver, o que querían ver, daba igual que estuviera planteada con el mismo estilo que otras películas previas de Bryan Singer, y que se vertebrara sobre las mismas cuestiones que otras obras suyas precedentes (el sentimiento de desajuste con un entorno; el sentimiento de diferencia como mutación o infección). No se acomodaba a su expectativa de película que refleja las turbiedades y sordideces y miserias del ambiente, con su requerida dosis de manifiesta obscenidad explicita, acorde a lo que se supone que es ese ambiente de lujos y disipación. Por eso, no podía ser valorada positivamente, aunque a algunos gustara (conflicto con los que forcejearon algunos críticos cual Jekyl y Mr Hyde).
Pero recuperando la cuestión fundamental, los Oscars en sí son interesantes por lo que pueden significar sus preferencias, por lo que revelan sobre una circunstancia.¿Por qué, en momentos de desacuerdo e insatisfacción con los representantes del poder ( la era Bush), con la circunstancia económica y social, se premiaron obras tan descarnadas, desoladoras y ásperas, como Million dollar baby, The departed, No es país para viejo o The hurt locker. Incluso, la denostada Crash evidenciaba un desencuentro o colisión interna, un clima social de accidente. ¿Por qué predominan desde entonces las ganadoras centradas en un proceso de superación, de una incapacidad o una circunstancia?. Por eso, resulta sugerente analizar o reflexionar por qué se nominan o premian a unas películas. O por qué se ignoran otras. Aún más, por qué durante este siglo se ha consolidado una particular sintonía de pareceres o preferencias entre la crítica y la industria. Antes era más evidente cierta separación, que refrendaba a los que consideraban que las elecciones de la industria siempre son las más convencionales o superficiales (o enajenantes) y las de la crítica las opciones más lúcidas o heterodoxas. No es que faltaran coincidencias, pero no era tan manifiesta la afinidad de predilecciones como lo ha sido durante este siglo. Lo cuál resulta interesante para reflexionar por qué esas coincidencias, por qué se da una relevancia a unas películas y no a otras, aunque hayan sido recibidas de modo positivo por la crítica en general, y por qué las puntuales disonancias. Este año Roma ha sido la película más premiada. En cuanto a disonancias con los críticos, son muy puntuales. Dos nombres primordialmente: la ausencia del actor Ethan Hawke, por su interpretación en El reverendo, que ha acaparado premios entre las asociaciones de crítico, y Debra Granik, la directora de No dejes rastro, premiada por algunas asociaciones. Pero, como se ve, escasas divergencias.
Al respecto, también resulta revelador que en los últimos años abundaran las coincidencias entre las nominaciones o ganadores de los Oscars y de los Spirits (los premios del cine independiente), más allá de que en estos haya una específica categoría que premia a las películas que han costado menos de 500.000 dolares. Durante cuatro años, del 2013 al 2017, coincidieron los ganadores a la mejor película en los Oscars y los Spirits (Doce años de esclavitud, Birdman, Spotlight, Moonlight). Incluso, el año pasado tres de las cinco nominadas a mejor película en los Spirits (Lady Bird, Get out y Call me by your name) también lo estaban en los Oscars, y tres interpretaciones ganadoras también lo fueron en los Oscars. Con respecto a las disonancias, suscita interrogantes que este año ninguna de las cinco nominadas a mejor película en los Spirits lo haya sido en los Oscars, y aún más, que tres carezcan de nominación alguna en los Oscars (Eight grade, No dejes rastro y En realidad nunca estuviste aquí), y El reverendo sólo una nominación, al mejor guión. Sólo El blues de Beale street dispone de tres nominaciones en los Oscar. Hacía tiempo que entre las películas nominadas por los Spirits, no abundaban las que parecieran tan realmente independientes (en cuanto desmarcarse en planteamientos y estilo, en particular las obras de Schrader, Granik y Ramsay). Por eso, ¿con qué decisión se marcará la diferencia, y qué indicará esa decisión?. ¿Se priorizarán las agendas predominantes, premiando a El blues de Beale street o se optará por otras direcciones menos atendidas, o con menos relevancia coyuntural?. Por ejemplo, No dejes rastro y El reverendo ponen sobre el tapete, desde distintos ángulos, la cuestión del medio ambiente, o nuestra relación con el mismo, los modos alternativos de vida y el respeto ecológico. Pero esa no es una cuestión que ahora centre las predominantes agendas, los temas candentes, los titulares, las cuestiones en las que lidian la cuestión de lo políticamente correcto, los posicionamientos y los pronunciamientos (con cariz estratégico), los sectarismos y las facciones, y su reverso oscuro, las inquisiciones o cazas de brujas, en suma, los estigmas, si no te posiciones o pronuncias del modo correcto según el código de circulación o las normas de conducta que ahora prevalecen. Y eso define, en buena medida, por qué algunas películas han adquirido más relevancia, más allá de las cualidades que podamos discutir sobre cada una de ellas. No es la calidad la cuestión fundamental.
Blackkklansman o Black panther son películas de circunstancia. Son relevantes por lo que representan. Por eso son nominadas, por eso pueden ganar algún premio (la banda sonora en el primer caso). Son emblemas de una actitud combativa con respecto a quienes detentan el poder, con Trump, como cabeza de puente. Y como suplemento, para remarcar las vejaciones sufridas, la presencia, en posición de actor secundario, de El blues de Beale street, de Barry Jenkins, que dispone de tres nominaciones, con opciones de ganar algunas de ellas. Pero no es el actor principal en la función, porque las otras dos producciones representan la actitud beligerante, la oposición manifiesta, que desprecia las sutilezas, como buen panfleto que va a la yugular, como evidencian las imágenes finales que apuntan directamente a Trump, o consigue que, por fin, un superheroe sea afromericano, esto es, posibilita que se sientan representados en y con él los afroamericanos. Por eso, también, más allá del entusiasmo generalizado, por otras cuestiones de estilo, la relevancia de una producción mexicana como Roma, cuando el presidente ordena erigir un muro que se interpone, según él como protección, con respecto a, o contra, México. Más allá de que se admire o no, adquiere relevancia emblemática. Y premiar como mejor película a una producción catalogada como extranjera señalaría un claro posicionamiento o pronunciamiento. Si el año pasado se premio a una película como La forma del agua, que de modo simbólico cuestionaba la persecución y rechazo del otro, del diferente, la elección de Roma, de modo más directo, proseguiría esa narrativa que aboga por la inclusión, sin muros de por medio.
No son las únicas con la cuestión del conflicto étnico en su columna vertebral discursiva y dramática. Green book adopta otra actitud, más conciliadora, que abunda, además, en los autocuestionamientos, para ambos personajes ( o representantes de una etnia). Esa flexibilidad ha sido la que ha debilitado sus opciones, cuando parecía la principal aspirante, tras ser premiada por la asociación de productores, recibir un globo de oro a la mejor comedia o, un buen indicador de las opciones en los Oscars, el premio de público en el festival de Toronto. Pero esa flexibilidad y falta de complacencia (en particular con quien representa en la narrativa actual predominante, la víctima, el afroamericano), ha provocado las reticencias y reproches de los que transitan el posicionamiento rígido, y ha sido la aspirante que ha recibido los cuestionamientos más airados con el propósito de desacreditarla, por condescendiente o por estar dirigida por un blanco, por muy progresista que sea su enfoque. ¿Habrá lesionado sus opciones o su opción conciliadora, con dos personajes que viven un proceso de superación, será la que sirva de emblema para unas circunstancias conflictivas?. En Green book tanto el blanco y el afroamericano superan ciertos lastres, se concilian consigo mismos, siendo, al final del trayecto (de su viaje, de la película) más consecuentes con cómo sienten y piensan. El blanco supera los condicionantes de un entorno, y el afroamericano expone su fragilidad y desorientación. Esa es la potencia y singularidad de la obra: el afroamericano se pregunta qué o quién es si no es demasiado negro por su posición social privilegiada ni demasiado blanco porque aunque le dejen acceder a sus espacios para actuar con su grupo musical sólo será como presencia recreativa no para propiciar la socialización.
Esa interrogante es la misma que vertebra Bohemian rhapsody, y, en parte, razón de la relevancia que ha adquirido la interpretación de Rami Malek, más allá de que encarne (o recree) a una figura célebre (elemento que es un valor añadido para que una interpretación se premie). Es de hecho el aspecto más sugerente de la película, ese aspecto que tanto desorientado con la película que querían o esperaban ver no se preocuparon ni esforzaron en ver. Freddie Mercury reniega de su identidad étnica en favor de una identidad escénica, prostética por tanto, y por ello insuficiente para lograr encontrar la satisfacción de quién es, como si debiera actuar de acuerdo a una identidad artificial, que por su relevancia mediática le determina a la conducta errática, desorientada, y caprichosa, un ser entre medias que también se conciliara con quién es, no con una identidad construida, sino siendo consecuente con cómo es y siente. De hecho, tarda también en en ser consciente de su tendencia sexual predominante, como el actor que fluctúa entre diversas máscaras, mientras cree desprenderse de otras sin saber cuál es la carne propia. Esa condición interrogante de ambas películas con respecto a la identidad es las que les ha posibilitado su relevancia. Pero en Bohemian rhapsody juega a su favor la conciliación final del personaje con sus raíces étnicas, con su familia. Más allá de la calidad de ambas producciones, resulta estimulante que personajes con tales conflictos protagonicen películas recompensadas, por la difusión que adquieren, aunque, por otro lado, quizás no sean cuestiones advertidas. Y puede que Malek sea premiado por la industria especialmente porque su personaje es un artista, y admirado, y resulta más simpático que Dick Cheney, al que interpreta de modo admirable Christian Bale en Vice (como escasos miembros habrán visto la excelente interpretación de Willem Dafoe como Van Gogh). También merece destacarse la interpretación de Viggo Mortensen, que también encarna a alguien real, aunque lidia, sobre todo, exitosamente, con un cliché, el del italoamericano. En cuanto a las actrices, es probable que Glen Close gane el premio a la mejor actriz. Más allá de que proporcione una excelente interpretación en The wife (aunque también Jonathan Pryce, y no ha recibido reconocimiento alguno), a su favor juega el plus de un reconocimiento que se considera largamente pospuesto desde hace demasiado tiempo (como el premio que otorgaron a Jeff Bridges, premios en buena medida a la carrera de un intérprete que se admira y cae bien). Y se añade otro aspecto a la ecuación, quizá de modo significativo: el hecho de que interprete a una mujer que ha visto usurpado el reconocimiento de su talento por su esposo ( y nada menos que con el premio nobel de literatura). Por ello, adquiere también su complaciente condición emblemática en un año con relevante presencia combativa del #mee too.
¿Y por qué otras películas no han adquirido esta relevancia, o visibilidad, en los reconocimientos de premios de la crítica e industria?. Quizá por no plantear cuestiones candentes ( posicionarse con alguna de ellas), o disponer de una peculiaridad, o aplicarse a un molde, aunque hayan recibido una gran recepción crítica, no han sido destacadas, por ejemplo, obras que juegan o reflexionan con el lenguaje y los géneros, con la construcción narrativa, alegorías que generan desconcierto por un escurridizo subtexto, por no ser lo suficientemente explícitas, en su conexión con el contexto, o por plantear de un modo, sea más soterrado o directo, una desajuste existencial con un modelo de sociedad, que se desentraña como ficción de ficciones, como es el caso de películas como Lo que esconde Silver Lake, Malos tiempos en El Royale o American animals (sólo reconocido su montaje en los Spirits). En los Spirits han encontrado reconocimiento, como antes señalaba, El reverendo o No dejes rastro, como también con puntuales nominaciones, Private life, Wildlife o Nancy, películas sobre derivas o desorientaciones emocionales, obras a pequeña escala, o en el infinito del territorio íntimo, tan sutiles como delicadas, y lejos de las convenciones trilladas. Otras como Disobedience, o la tenebrista y demoledora Where is Kyra, no han conseguido relevancia alguna, aunque la dirección de fotografía, en el segundo caso, cortesía de Bradford Young, me parece la más brillante del año (junto a la de Linus Sundgren para First man). Y la interpretación de Rachel McAdams, en la primera, y Michelle Pfeiffer, en la segunda, me parecen de las más sobresalientes de este año, como otras que sólo han encontrado reconocimiento muy puntual, como Carey Mulligan, por Wildlife, en los Spirits, Rosamund Pike, por A private life, en los Globos de Oro, Viola Davis, por Viudas, en los BAFTA, Emily Blunt, por Un lugar tranquilo, en los SAG, o Andrea Riseborough, por Nancy, ganadora en Sitges. En cuanto al apartado masculino, ya señalé la ausencia de Ethan Hawke en los Oscars, aunque probablemente gane el premio en los Spirits. Y merecen su consideración, las interpretacIones de Evan Peters, en American animals, Andrew Garfield, por Lo que Silver Lake esconde, o Lucas Hedges en Identidad borrada, que al menos fue nominado en los Globos de oro. Y en secundarios ¿por qué no Jake Gyllenhaal por Wildlife, Elizabeth Debicki por Viudas y, en particular, Claire Foy, por First man, nominada en BAFTA y Globos de Oro?
Hay espléndidas obras que han encontrado algún reconocimiento en apartados secundarios de los Oscars, como La balada de Buster Scruggs (guión, vestuario o canción), aunque ¿ de qué habla?¿dónde encajarla o cómo etiquetarla?. Sobre todo en apartados técnicos, como Christopher Robin, ignorada también por la crítica, en los mejores efectos visuales, o First man, con cuatro nominaciones. Esta resulta una reveladora omisión en los apartados principales. Su reconocimiento en los aspectos técnicos evidencia el aprecio (aunque se haya ignorado a la mejor banda sonora de este año, obra de Justin Hurwitz), pero es una película que suscitó ridículos reparos por no tener un número suficiente de afroamericanos entre sus personajes, aparte de herir la susceptibilidad de quienes necesitaban un primer plano de la bandera estadounidense en el alunizaje. Es decir, una película que no se preocupaba de los posicionamientos porque, de entrada, enfocaba en cuestiones más sustanciales, esto es íntimas, y quizá demasiado abstractas (y de un modo demasiado depresivo, o melancólico). ¿Para qué podía servir de emblema?. Resultaba tan tenebrosa como Christopher Robin, otra obra nada complaciente. No es el momento de poner en primer término interrogantes sobre nuestra condición de enajenados esbirros de un sistema y una vida programada, como en el caso de Christopher Robin, o para poner el dedo en la llaga sobre nuestras dificultades para asumir nuestra finitud y vulnerabilidad, como First man. También por ello quizá dejó consternados a tantos la magnífica Annihilation, de Alex Garland: ¿Sobre nuestra dificultad para superar el daño emocional y el desajuste con la vida? ¿Hay agenda para eso?

viernes, 22 de febrero de 2019

Where is Kyra? y ¿Podrás perdonarme algún día?

Precariedad e imposturas. Dos interrogantes: Where is Kyra? (2018), de Andrew Dosumnu y ¿Podrás perdonarme algún día? (Can you ever forgive me, 2018, de Marielle Heller. Dos mujeres cautivas en las tinieblas o grisura de las carencias. Dos mujeres a las que amenaza el abismo de la precariedad. Dos mujeres que recurren a la escenificación e impostura para salir a flote, salir a la luz de la (mínima) estabilidad económica. ¿Podrás perdonarme algún día? añade otro componente a la ecuación, la creación. Lee Israel años atrás, en 1985, había disfrutado de éxito editorial con su biografía sobre Esteé Lauder, pero en 1991 su vida material se define por la precariedad económica. Aún así,, no desiste en su propósito de escribir lo que quiere escribir, una biografia sobre Fanny Brice. Aunque su editora le indique que no es algo que interese demasiado, cuando le pide un adelanto para superar su precariedad, ella no ceja en su propósito (como quien no desiste de beber alcohol aunque su salud y economía se resienta; y el alcoholismo es también otra de sus grietas vitales). Quiere hacer lo que quiere, pero eso no le va a proporcionar el suministro suficiente para dotar de red a su vida corriente, al pago de lo que vincula con el tiempo y el espacio, las facturas o el alquiler. Se resiste a que la realidad sea de ese modo, considera que es injusta, que se desestime importe el valor cualitativo de lo que quiere escribir. Se siente estafada por la misma realidad. Por eso. optó por la impostura. Decidió inventarse cartas de escritores para venderlas como si fueran genuinas. Ya que la venta de sus propia pertenencias no reportaba la cantidad necesaria, ni consigue el adelanto por una obra que la misma editora indica que tampoco le reportará gran cosa si la publica, ya que es ella es casi nada, ni importa su voz literaria o cuál es su destino,si desaparece en la nada, decide usurpar la voz de otros escritores, pretéritos, que ya no están, los cuáles, irónicamente, sí le reportarán, a través suyo, a través de su simulación, el dinero necesario para poder seguir siendo un cuerpo con presente y un futuro con una mínima certeza. Una apuesta que supone engaño, escenificación, representación.
No hay colores vivos en las composiciones visuales, más bien colores amortiguados que rezuman sensación de falta de color, como al fin y al cabo Lee Israel intenta reanimar su vida, dotarla de color, como el cuerpo que mas que respirar boquea, como el cuerpo que se recupera de un desmayo. Y de modo provisional lo consiguió con las 400 cartas que se inventó. Se asoció con Jack (Richard E Grant), una singular figura marginal que trafica en los márgenes de la realidad. Droga, cartas falsas, los paraísos artificiales que se compran, la vida mínima que se compra. La narración deja penetrar paulatinamente la desesperación larvada con sutileza a través de brechas que se irán adueñando de la narración, manifiestas en especial en la evolución de la relación entre Lee y Jack, a través de los claroscuros de la utilización que hace Lee de Jack, que tiñen la aparente sintonía de aprovechamiento, como una extensión instrumental, herida no cerrada que impregna el último encuentro entre ambos, en el que él es ya una figura lesionada por la realidad, por su modo de vida y por la actitud de ella. Esa cojera vital que Lee no quería sentir en ella misma, para lo que usó las voces de otros, para propulsarla como si volara por una realidad que podría acompasarse, valga la paradoja, a través de su impostura, a la voz que negaban o no querían escuchar. No escuchaban su voz, pero sentía que se plegaban a su voluntad. Te empecinas en sostener tu vida sobre tu propia voz, como muchos creadores se obcecan, pero no encuentras el modo de canalizarla, o de convertirla en sustento de vida, a no ser que la impostes para disponer de la ilusión de red, y esa impostura implica instrumentalización de otros. De ahí ese titulo, ¿Podrás perdonarme alguna vez?.
¿ Dónde está Kyra? es la traducción de la excelente Where is Kyra (2018), de Andrew Dosumnu. Kyra está cautiva en las tinieblas. Las tinieblas de la precariedad. Entre las producciones estadounidenses estrenadas el año pasado, quizá no haya más elaborado trabajo de iluminación y composición visual que el que realiza Bradford Young, que ya había realizado algunos de los más sugerentes trabajos de dirección de fotografía de los últimos años: En un lugar sin ley (2013), de David Lowery, La llegada (2016), de Denis Villeneuve, o, en especial, El año más violento (2014), de J.C Chandor, con la que más conecta a través de la paleta de falta de luz y sombras. Dota de cuerpo a la difuminación del cuerpo de Kyra en su realidad: es una sombra entre sombras, una figura borrosa, sin lugar, que se va desvaneciendo, o que siente peligrar cómo puede desvanecerse en cualquier instante, como la figura en la espiral de la mancha que domina el conjunto del dibujo. Kyra tiene ya más de cincuenta años, vive con su anciana madre, y no dispone de trabajo desde hace dos años. No fructifica ninguna entrevista de trabajo, y el fallecimiento de su madre parece atornillar su condición de figura en las penumbras de los márgenes, como esas composiciones dominadas por las tinieblas. Ni siquiera la sintonía afectiva que parece encontrar en Doug (Kiefer Sutherland) parece aportar el necesario aliento a una vida que no parece poder perfilarse, a no ser, valga la paradoja, mediante su desaparición en una impostura, un disfraz, una simulación, una figura sin rostro, espectral, la representación de su madre, una figura que es y no es al mismo tiempo, identidad que no es, desaparición en una figura indefinida, un bulto.
Kyra vivía de la pensión de su madre. Pero no puede seguir cobrando ese dinero si ya consta como muerta. Por lo que debe hacerse pasar por su propia madre. Vestirse, desaparecer en una ingente cantidad de ropa que oculta su rostro, como si sólo fuera, cual personaje lovecraftiano, un hueco bajo una vestimenta, una apariencia que se desplazara pausada y esforzadamente como una entidad siniestra. Kyra es ya cuerpo de las tinieblas, un espectro, para poder sobrevivir, para poder pagar el alquiler adeudado. Una vida que se resiste a ser sustraída de modo completo se traviste en bulto que simula a alguien que está muerta, suma de paradojas que no evitan que esté desvaneciéndose su presencia en los espacios que parecen ya más grietas o materia inestable, degradada, o en la ausencia de luz. Michelle Pfeiffer proporciona un admirable trabajo de composición, pero no centra el encuadre, sino la composición del mismo. Ella es un componente más del atrezzo. Cada plano es un fragmento que representa un todo, la corporeización de una realidad tenebrosa, en la que los espacios son purgatorios, lineas que se difuminan. Aún más, en ocasiones, la degradación de la luz es pura oscuridad, y su figura una difusa silueta. La narración se arrastra como el aliento de un condenado, una realidad que supura, y que se torna en reflejo en el espejo que nos alude, reflejo de lo posible que es infección extendida de nuestra sociedad, las circunstancias de tantos, en particular ya a cierta edad, cuando se supera los cincuenta, que parecen abocados, por las dificultades en encontrar un puesto laboral, a las penumbras de los márgenes donde amenazan las tinieblas de la completa desaparición. Cuando eres nada, no estás en ninguna parte.

miércoles, 20 de febrero de 2019

La corresponsal

A la periodista estadounidense Marie Calvin, corresponsal de guerra para el periódico británico The Sunday Times, le preguntaron por qué había había centrado su labor periodística en zonas en conflicto de guerra y ella contestó que se preocupó por ir a esos lugares y escribir, de alguna manera, algo que que hiciera a alguien más preocuparse tanto como ella en ese momento. Su motivación surgía de las heridas y las ruinas, como condensa el magnífico plano inicial de La corresponsal (A private war, 2018), opera prima de Matthew Heineman, con guión de Arash Amel. El trayecto narrativo de esta excelente obra, que parece desplegarse desde esa conmoción que no dejó de sentir la periodista ante los horrores que contemplaba, parte de la circunstancia que provocó que perdiera su ojo izquierdo, durante el conflicto de Sri Lanka, en el 2001, por la explosión de una bomba, cuando hacía gestos indicando que era una periodista. Esa falta de ojo izquierdo, que durante años cubrió con un parche (como una pirata, como ella señalaba), parecía contener esa herida que necesitaba revelar, transmitir, a los demás, y que a la vez la desestabilizaba y desesperaba. Durante un tiempo debió permanecer ingresada en un sanatorio, porque, aunque no fuera una militar, había sufrido más estrés postraumático que muchos soldados.
Calvin, como le expresa su director, Sean Ryan (Tom Hollander), ve para que los otros, nosotros, no veamos. Es quien mira de frente, en primer plano, el daño, en escala desorbitada, qué es capaz de realizar el ser humano. Es la enviada que transmite, pero a la vez sufre por los que, a través de las páginas de un periódico o una pantalla, se libran de ser testigos de lo que no deja de ser para ellos una representación, algo distante, como lo es, en otro sentido, para quienes generan y mantienen los conflictos: Siento que hemos fallado si no nos enfrentamos a lo que la guerra hace, si no nos enfrentamos a los horrores humanos y decimos a la gente lo que realmente ocurre cuando cada bando trata de oscurecer la verdad. Calvin insistía en que las guerras no es una cuestión abstracta, un mapa geopolítico, una partida de ajedrez, un enfrentamiento de intereses. Insistía en que los protagonistas, porque sufren las guerras, son los civiles. Esa perspectiva, esa vivencia de la crudeza y desolación de la guerra, de su confusión hecha de carne destrozada y cascotes de edificaciones destruidas, lo hace palpable la narración porque no deja de vehicularla a través de la mirada herida de esta mujer que no dejaba de sufrir por lo que veía, pero a la vez no podía evitar seguir arriesgando su vida en primera línea. No deja de preguntarse para qué sirve lo que escribe, si no suscita interés, una respuesta parecida, conmocionada e indignada, en los lectores.
En un sobrecogedor monólogo a su compañero de reportajes, el fotógrafo Paul Conroy (Jamie Dornan), durante su estancia en el sanatorio, le expresa, con las entrañas expuestas, sus contradicciones, su intemperie vital: Me atormentaba cuando murió mi padre porque nunca comprendió el hecho de que yo podía tener mis propias opiniones. Amo a mi madre, pero lucho con ella porque no puedo ser la esposa de suburbios con una jodida vida segura. Sigo una severa dieta porque no quiero engordar, pero también he visto a tanta gente pasar hambre en el mundo que me gusta comer. Quiero ser madre, como mi hermana, pero he tenido dos abortos y tengo que aceptar el hecho de que quizá nunca lo sea. Tengo miedo de envejecer, pero también tengo miedo de morir joven. Soy de lo más feliz con un vodka martini en mis manos, pero no puedo soportar el hecho de que el vocerío en mi cabeza no se calmará a no ser que tenga un cuarto de vodka dentro de mí. Odio estar en una zona de guerra, pero también me siento obligada, obligada a verlo por mí misma. Conroy apostilla que eso es porque es adicta. Tenía que ver, por sí misma, lo que no dejaba de demolerla, lo que es palpable en su rostro, como si nunca cicatrizara esa sensibilidad despierta y desnuda, y por ello desguarnecida, que miraba de frente el horror.
Una sensibilidad que se enreda orgánicamente, como una convulsa segunda piel, en una vibrante y acuciante modulación narrativa, dolorosamente inmersiva, acompasada a cómo siente ella: una mirada que brota de una forma de sentir, de empatizar, de no dejar de testimoniar lo que se oculta, y se tergiversa, tras las mentiras de las conveniencias (como cuando en Siria se reveló que el gobierno sirio no bombardeaba únicamente a terroristas, como decía, sino a toda la población), o evidenciar ante todo que la guerra son cuerpos que se destrozan o violan (la orden de Gadafi que dio a sus tropas de violar a miles de mujeres como castigo a los insurgentes), emociones que se desgarran, vínculos que se quiebran, vidas que se fracturan o sustraen. Como ese ojo que ella había perdido, no dejó de reflejar esa pérdida en tantos países devastados por la guerra, no dejó de recordarnos en qué desorbitada escala podemos infligir daño, y cómo lo podemos infligir con indiferencia, crueldad y hasta placer. Esa fue su guerra privada, e intentó que fuera también la de todos aquellos que leyeran o escucharan sus palabras, para que hicieran esas heridas y ruinas las suyas propias. H Scott Salinas compone una magnífica banda sonora

martes, 19 de febrero de 2019

Pájaros de verano

Cantos de sueños y memoria. Los pájaros de verano son los que evitan el olvido con sus cantos de sueños y memoria. Son los que no dejan de recordar cómo ciertas hierbas salvajes, esas relacionadas con el impulso, a veces desbocado, y por ello que no sabe de límites, mesura o templanza, de las emociones, las cuales pueden propiciar plagas (el narcotráfico), relacionadas con otras hierbas (la marihuana), con el caos como predominante sembrado en la tierra colombiana. Pájaros de verano es una metáfora, como Pájaros de verano (2018), de Ciro Guerra y Cristina Gallego, adopta la condición de canto. Un cantor nos introduce en el relato, que es evocación, y metáfora, y también lo concluye, como el sedimento resistente de un recuerdo que es ensoñación de una fractura. Se estructura la narración en cinco cantos, que abarcan 13 años (Hierba salvaje, 1968, Las tumbas, 1971, La bonanza, 1979, La guerra, 1980 y El limbo, 1981). La hierba salvaje que prende la mecha de la narración, y de los conflictos consiguientes, es el enamoramiento de Rapayet (José Acosta). Se queda prendado de Zaida (Natalia Reyes). Aunque ¿no son hierbas salvajes las que rigen las emociones de la madre de Zaida, Ursula (Carmiña Martinez), que no considera con la suficiente categoría a Rapayet, por lo que le exige una elevada dote?. Por ello, para poder aportar esa dote exigida, Rapayet opta por lo que puede proporcionarle esa elevada cantidad en poco tiempo: el narcotráfico. No le importa los límites que infringe o transgreda, ya que es el deseo lo que gobierna su propósito. Contacta, gracias a la casualidad, con unos estadounidenses y consigue que su tio Anibal, que cultiva la marihuana, se la suministre. Pero como el cantor indica lo difícil no es conseguir ese propósito, ni formar una familia, sino mantener la unidad de la familia. La narración cantará, con cortante precisión, la desintegración de cualquier unidad y vinculo, como si sólo quedará un paisaje arrasado, y los supervivientes fueran figuras a la deriva, o sombras dolidas.
El trayecto estará marcado por elecciones, y contaminado por los impulsos. El primer conflicto estará relacionado con las diferencias entre wayús o guajiros, los aborígenes de la península de la Guajira, y los arijunas (los extraños o extranjeros), los que hablan español y desconocen la lengua tribal, como no respetan ni aplican las normas de esa cultura. Rapayet es un wayús, como la familia de su esposa, pero su socio, Moisés (John Narvaez), es un arijuna. En cierto momento, la familia exigirá que elija entre un vínculo u otro, entre familia y amistad. El segundo conflicto será entre familias, y será generado por las hierbas salvajes del deseo desbocado, el del joven Leonidas (Greider Meza), hijo de Ursula, por la hija del tío Anibal. La ofensa determinará una imposible conciliación. El último conflicto es el que podría generar la completa degradación tribal, la profanación del símbolo que define a una tribu, el palabrero. En la cultura wayú el palabrero es intermediario o conciliador entre dos perspectivas o posiciones, entre dos partes de un trato (de negocios o matrimonio). Es quien expone los deseos de aquel a quien representa de su familia. Si se mata a un palabrero es como si se atentara a la propia voz de la tribu.
Más allá del extrañamiento que aporta la figura del cantor, en cuanto dota al relato de la condición de fábula (en la que los animales tienen su relevancia: sea como anuncio de acontecimientos futuros, como contrapunto de extrañeza, o como mercancía de intercambio, como las relaciones se definen por el intercambio y los (con)tratos en la noción más rudimentaria capitalista), y los sueños premonitorios que sufre Zaida, la narración, la composición visual, se define por una inmediatez a ras de suelo, una precisa contundencia, áspera como la aridez del entorno. Las elipsis abundan, y no sólo en relación a hechos violentos, de determinación capital (la violación). En ocasiones se repiten los recursos de lenguaje, para evidenciar que nada diferencia a unos y otros, sean wayús o arijonas, sean de una familia u otra. No hay contraplano (sobre quien recibe el disparo) cuando alguien mata a quien consideraba su amigo, o a quien era socio y pariente. Importa ante todo el gesto. Por dos veces se encuentran diferentes personajes con un reguero de cadáveres, da igual si en un caso es responsable un arijona y en otro un wayuu. Incluso, en la secuencia climática en la que ametrallan la casa, en mitad de la nada desértica, los planos son distantes, planos generales. Después, se apreciará el resultado, el reguero de cadáveres en su interior, con escasos supervivientes. La violencia está en los gestos, en las actitudes, es ahí donde se genera, más allá del impacto sobre los cuerpos, sea un asesinato o una violación. Sólo queda la sensación de orfandad, figuras a la deriva en un limbo, residuos de los desquiciamientos de unas cegueras: la ceguera de la codicia, de la arrogancia que avasalla con sus deseos e impulsos, del orgullo que no contemporiza porque la realidad se debe ajustar al molde de su voluntad, como una mansión blanquecina, de lujoso interior, en medio de un árido desierto.