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viernes, 30 de noviembre de 2018

Cadáver

El relato de una superación. Hay circunstancias en las que parece que eres poseído por una fuerza ignota que te paraliza. No sabes ni puedes reaccionar. Puede ser una situación de peligro, extrema, en la que no encuentras, como impulso, la determinación necesaria. Aunque también puede ser esa ocasión en la que no sabes lo que expresas lo que sientes a quien amas. La situación te supera, tu voluntad pierde, no domina ni controla la emoción que parece haber sido petrificada por la mirada de la Medusa. Hay algo también de posesión en el estado de ansiedad o depresión cuando adquiere una condición crónica. Trasciende la puntual circunstancia, y se convierte en un estado. Tu voluntad no puede superar esos momentos en los que parece poseerte la desesperación, el pánico y la impotencia. Te inmoviliza como si fueras un cadáver que no puede moverse (como esas parálisis en ese estado indefinido de duermevela en el que la realidad circundante resulta una amenaza borrosa). En ese estado depresivo te puedes convertir en alguien que parasite la energía de aquellos que te rodean. Se corporeizan en el suministro vital del que te nutres, porque rehuyes enfrentarte de modo directo a la herida emocional que no logras cicatrizar, y que te erosiona y posee. En Cadáver (2018), de Diederik Van Rooijen, Megan (Shay Mitchell) es una ex policia que arrastra una herida no cerrada. No logró reaccionar cuando ella y su compañero detuvieron a un sospechoso al que instaron a que se volviera con los brazos en alto. Pese a ella le apuntaba con un arma, y él estaba de espaldas, se quedó paralizada cuando el delincuente se volvió y disparó contra ellos matando a su compañero. Su vida se fracturó, incluida la relación que mantenía con otro agente, Andrew (Grey Damon), quien aún le reprocha si sabe enfrentarse a la verdad. Megan intenta rehacerse con un trabajo en el que tiene que enfrentarse a la misma muerte, como vigilante nocturna en una morgue. Quizá de ese modo consiga no quedarse paralizada, poseída por el miedo. Aunque aún porta un bote de ansiolíticos, como quien aún mantiene a mano el recurso de esconder la cabeza en un hoyo.
A la morgue traen el cadáver de una chica, Hannah (Kirby Johnson), a la que en la secuencia introductoria han practicado un exorcismo. Fue tres meses atrás, y ahora su cadáver presenta heridas profundas en cadera y cuello, y quemaduras en medio cuerpo. Esa mujer poseída (el título original es de hecho The possesion of Hannah Grace) representará el reflejo siniestro, el Doble o Sombra, la figura que representa el fantasma o monstruo emocional con el que lidia en su interior Megan, sus heridas y quemaduras interiores. De hecho, Hannah se recupera de sus heridas con las muertes de las que se nutre. En cierto, momento el padre habla de su hija como alguien que sufría una profunda depresión y ansiedad que le superaba. Como le ocurre a Megan. Resulta sugerente cómo se plantea la colisión entre sujeto y realidad, lo que se percibe y lo que es (aún más que en la propia narración, en la relación entre los personajes). Cuando Megan expresa sus dudas sobre ciertas situaciones extrañas o desconcertantes que ocurren en la morgue, como, significativamente. una enigmática sombra que entreve, piensan que son más bien reflejo de su trastorno emocional, de su discernimiento nublado u ofuscado por su circunstancia emocional herida. La anomalía no está en lo externo sino en ella.
Cadáver
encauza su continuidad dramática y narrativa sobre ese conflicto íntimo, y ese proceso de curación emocional en que el que la poseída corporeiza la condición de quemadura o herida emocional (que evidencia en su propio cuerpo), por lo que será inevitable que la purga se realice mediante el fuego (como en todo proceso alquímico), y de modo elocuente, cuando peligre la vida del hombre que Megan rechazó en su ofuscación aunque le amara (porque no discernía la verdad: en su ofuscación emocional optó por aislarse). A diferencia de otro estreno reciente, La monja (2108), de Corin Hardy, también centrada en posesiones y concentrada su acción en un solo espacio, además simbólico, no se extravía en una construcción narrativa deshilachada y caprichosa que supedita los personajes a un mero encadenamiento de situaciones impactantes sin cohesión alguna. La narración de Cadáver, en cambio, se modula sobre una medida dosificación de la inquietante atmósfera, en la que es determinante y efectivo el uso del espacio de la morgue, o de las luces que se apagan y encienden (como las mismas emociones vacilantes y temblorosas de Megan). No se deja arrastrar por las torpes pirotecnias, o los fáciles sobresaltos, y resulta concisa, con un sugerente uso de lo entrevisto o insinuado.
En la secuencia final de la magistral La gran evasión (1963), de John Sturges, uno de los finales más memorables de la historia del cine, se escuchaba cómo Hilts (Steve McQueen) golpeaba la pared de su celda en la nevera con su pelota de béisbol, tras haber sido encerrado, por su última y quincuagésima fuga, después de haber sido capturado una vez más. Reflejaba su irreductible voluntad al desaliento. En la secuencias finales de Cadáver, Megan golpea la pared con otra pelota de béisbol. Este es el relato de una superación.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Viudas

Corrupción y posibilidad de cambio. Todo se reduce a la supervivencia. No hay posibilidad de cambios. El escenario político se define por el dinero y las promesas vacías. Las relaciones son más bien transacciones, las ilusiones vulnerables a las traiciones. Los engaños y los abusos, por tanto, moneda de cambio. Viudas (Widows), 2018), de Steve McQueen se incia con el plano de dos amantes, Veronica (Viola Davis) y Harry (Liam Neeson). Su beso se torna impacto violento, el de unas puertas de una furgoneta abriéndose y unos cuerpos con rostros enmascarados saltando a su interior, porque acaban de realizar un atraco. La posterior explosión de esa furgoneta se torna mano que acaricia la almohada donde no se posará la cabeza del que amaba. En estas ingeniosas transiciones residen algunas de las mejores cualidades del cine de McQueen, su ocurrente y singular uso del montaje. Viudas está compuesto de fragmentos, es una obra de conjunto, de perspectivas, pero también de tiempos, porque el pasado irrumpe, o su huella aún duele, como es el caso de la pérdida que abrió una herida difícil de cerrar en la pareja que formaban Veronica y Harry. En esas primeras secuencias se precisan las diferentes piezas que se vincularan, o cuyos vínculos se revelarán, a la vez que reflejan una fractura asociada a la intemperie vital y a la corrupción, a la dificultad de supervivencia y al cinismo que imposibilita los cambios.
En las primeras secuencias se presenta a las cuatro viudas de los atracadores que murieron en esa explosión (provocada por los disparos de la policia) pero también a los dos políticos en lid por la alcaldía de la ciudad, Jack Mulligan (Colin Farrell), descendiente de sucesivos alcaldes, como si la ciudad fuera el feudo de su familia, y el afroamericano Jamal Manning (Bryan Terry Hanning), que quiere extender su dominio en el escenario ilegal, como jefe de una organización criminal, al legítimo. La corrupción define el escenario íntimo y el público, las relaciones personales y las rivalidades por el poder. Juego sucio, palizas para acallar las protestas de tu pareja, traiciones a quien cree que le seguías amando, torturas a quien puede suministrarte la información que necesitas. Los fraudes se realizan en las diferentes escalas, sea por quienes detentan el poder, o por un marido que utiliza el dinero para apostar en vez de para pagar el alquiler de la tienda. Las viudas condensan la intemperie ante ese escenario de realidad que parece definido por lo que Max Frisch describió en Digamos que me llamo Gantenbein: Las relaciones son un intercambio de egoismos simulados. Otra cualidad de la puesta en escena: los planos secuencias. Evidencian un aislamiento y la condición escénica del ejercicio de la violencia, como si fuera esta antes que nada la representación que delimita un dominio. En ambos casos, de modo implícito, se desentraña la mirada ajena, indiferente, de quien aspira a la posición de poder, y disfruta de la misma.
Todo se conecta entre las diversas escalas. Los rivales políticos buscan los apoyos que puedan proporcionarles la victoria, o minan al rival con estrategias aviesas. No dejan de definirse por el cinismo. Algunos abiertamente como los Manning, que quieren poder en todos los escenarios (no sólo el que les reporta el dinero que acumulan con el tráfico ilegal, sino el que refrenda la atención de las cámaras). Otros son más hipócritas, como Jack Mulligan, quien asevera que el escenario de la política es dinero y promesas vacías, pero no deja de utilizar retorcidas estrategias para derrotar a su rival, o aprovecharse con los intereses de las mujeres a las que proporciona dinero para sus negocios. Y las viudas, pese a su inexperiencia, buscan en un atraco el modo de encontrar su lugar, de salir de nuevo a flote, sin depender de nadie, liberadas de lastres o parásitos. Se rehacen en un escenario que no dominan para desafiar a su entorno en todas las escalas, a los hombres que las traicionaron o maltrataron, a una madre absorbente, y al poder político que se aprovecha de la precariedad de los que luchan por su supervivencia.
El trayecto narrativo esta matizado por la relación entre dos componentes, Veronica y Alice (Elizabeth Debicki). Veronica acoraza su dolor, su intemperie vital (por haber perdido al hombre que amaba, por encontrarse en la circunstancia de tener que devolver el dinero que él robó a la banda de criminales de Manning) con una actitud hosca y susceptible, con un gesto permanente de severidad. Alice ha sido una mujer que ha vivido siempre dependiente de los demás, de su madre y luego de su pareja, que la maltrataba. Para rehacer su vida, su madre, incluso, le insta, más que aconseja, a que aproveche su atractivo físico como chica de compañía, escort de alto standing. Veronica establecerá una relación exclusiva con un cliente, David (Lukas Haas), un reputado arquitecto. En esa exclusividad aún pervive en Alice la ilusión de una relación verdadera, con un vínculo emocional, pero David no tiene pretensión de construir una relación íntima, ella es alguien a quien paga porque le reporta placer y la comodidad de librarle del reverso molesto de una relación estable (rutinas, discusiones, exigencias). Como indica David, todo es una transacción. Para Veronica, en cierta medida, Alice representa lo que considera su opuesto, pero también el reflejo de aquello que no quiere ser, dependiente, o sentirse, vulnerable. Por eso, la modificación de su forma de mirarla, de tratarla, define el trayecto de su transformación, que es también el de la real posibilidad de cambio. Esa es la dirección que mantiene como brújula la narración, mientras desgrana las múltiples corrupciones: la necesidad de rescatar ese gesto, esa mirada, de quien, de verdad, se preocupa por el otro, por cómo se siente. Un fragmento de la excelente banda sonora de Hans Zimmer

miércoles, 28 de noviembre de 2018

En la muerte de Bernard Bertolucci: el monumentalismo del ego

Su última obra, Tú y yo (2012), me parece su obra más compensada. Dejaba que los personajes respiren, sin querer remarcar tanto la presencia de su mirada, con la cámara u otros juegos narrativos o simbólicos, quizá porque se había ya desprovisto de ínfulas de grandeza, y había optado por mirarse en el espejo sin complacencias, casi como autocorrectivo que era a la vez un revulsivo (sentirse aún con el empuje de los catorce años). Quizá, aunque tuviera ya 73 años, había algo de Bertolucci en el adolescente protagonista, Lorenzo, quien se siente insatisfecho, porque no siente el infinito en su vida, sino la opresión, la asfixia. Deambula por la vida aislado con sus cascos, con los que escucha la música que le reconforta, mientras su gesto se contrae ceñudo, como una persiana cerrada. Se siente atrapado en un hormiguero, como el que contempla admirado, como quien se ensimisma en su cautiverio, en su desgracia, sin darse cuenta de la contradicción. Quizá fuera un reflejo en el que se cuestionaba (no me parece casual que quien atiende al conflictivo Lorenzo en la primera secuencia vaya en sillas de rueda como ya entonces el director). Pese a estar cautivo, inmovilizado físicamente, Bertolucci aún se agitaba vitalmente con lo que representaba la hermana de Lorenzo, Olivia, la intemperie de la vida al desnudo que te mantiene en movimiento, aunque sea siendo sacudido a golpe de oleaje, cayéndote y levantándote de nuevo. Pero ya no sólo como idea, sino como emoción, como vulnerabilidad manifiesta. Parece que los impedimentos físicos, de salud, habían liberado corsés expresivos en Bertolucci. Sentía la intemperie vital de modo más descarnado, ya no tan intelectualizado. Incluso, había espacio para las sutilezas que se dejaban como flecos sueltos. Parecía otro cineasta. Encontraba el cuerpo (dramático) cuando su propio cuerpo ya no funcionaba.
No lo había conseguido en un antecedente, El cielo protector (1990). En los paisajes ( o en su tratamiento caligráfico, como postales) se escurría la emoción desgarrada que anidaba en el conflicto dramático. Sus imágenes no eran sino decorativas celdas de ámbar fósil en las que no se manifestaba ni el ahogo vital de él (de sentir que la vida es como una habitación que te oprime) ni de perdida en la amplitud del infinito de lo posible de ella. En la misma película, se proyectaban dos grandes melodramas franceses, Remordimientos (1939) de Jean Gremillon y Sin destino (1939) de Max Ophuls. La referencia ponía en evidencia las carencias del sucedáneo. Como los cuadros de Francis Bacon en los títulos de crédito de El último tango en París (1972) anunciaban un fracaso: no eran sino la referencia que Bertolucci perseguía hacer cuerpo pero sólo lo lograba encontrar en puntuales momentos gracias a las contorsiones de las emociones (cuerpo) de Marlon Brando. En Novecento (1976) la presencia de Burt Lancaster evocaba el fantasma de El gatopardo (1962), de Luchino Visconti, el modelo al que aspiraba a dar cuerpo, sin conseguirlo. La inflamación de las ideas, que no superaban lo esquemático, enquistadas una vez más en el símbolo, que incluso llegaba a adquirir involuntaria condición de caricatura, y su colisión con una esforzada búsqueda del gran espectáculo, sojuzgaban una vez más a los cuerpos, al temblor de la emoción. Se perdía en la monumentalidad de ideas, como en los decorados, caso de El conformista (1970), que no sólo minimizaban a los personajes (y asfixiaban el alcance dramático): Esa delectación en un alarde de diseño artístico contradecía lo que supuestamente cuestionaba, el ideario (o monumentalismo de ego) fascista a través de su estética.
Su presunción desbocada, como si se sintiera en el (centro del) escenario del gran teatro del mundo, ya había quedado evidente en la ensimismada Antes de la revolución (1964), o cuando quería ser la versión italiana de Godard (véase cómo filma a la actriz; su discontinuidad narrativa, sus citas, incluidas cinéfilas, su combinación de ensayo íntimo y ficción). Quedó cautivo de las acrobacias formales y la predominancia del símbolo, que encontraría uno de sus más burdos ejemplos en el salvavidas que lanza el personaje de Jean Pierre Leaud, y que se hunde en el agua, en El último tango en París, en lo cual también se simbolizaba la ruptura con un referente, el de Godard. Quería sentirse adulto, encontrar su propia voz, su propio nombre. Retrata la soledad del poder en El último emperador (1987), quizá su propia sensación de aislamiento, pero de nuevo se pierde en su ensimismamiento, en la magnificencia de los decorados (su ego), en las meras filigranas estéticas, como la posterior Belleza robada (1996), deshilachado trance de búsquedas sensoriales a través del cuerpo joven de Liv Tyler. Cuerpos jóvenes protagonizaban Soñadores (2002), reflejo de las ideas juveniles, las aspiraciones transgresoras, y transformadoras, que no consiguieron cobrar cuerpo en la sociedad con los movimientos sociales de los sesenta. Parecía la constancia de que la realidad acaba devorando los sueños, a través de ese aislamiento en la caverna platónica en la que se habían atrincherado los tres jóvenes. Para enfrentarse a la realidad (instituida) hay que vivir dentro de ella, y saber relacionarse con ella. Claro que ¿cuál es la manera más adecuada de realizar ese enfrentamiento conociendo los fracasos (de los modelos) del pasado? Esos que llevaron a Bertolucci a extraviarse en la ampulosidad y la agitación de ambiciosas ideas que buscaban denodadamente, y sin éxito, cobrar cuerpo. Hasta Tú yo, porque quizá, por fin, se sentía como Olivia, la liberación que ha salido al mundo, y sigue trastabillándose, errática, pero sin miedo a la intemperie, arriesgándose, expuesta en su vulnerabilidad.

domingo, 25 de noviembre de 2018

The accused

Los seres humanos actúan, aún más que los animales, por reflejos condicionados. También, de modo más acusado que los animales, cuando en su inercia se encuentran con un elemento disonante, con algo que no encaja en el programa, repertorio o escenario habitual tiende a no proseguir con la inercia sino que se interrumpe, pierde paso, con efectos que incluso pueden ser graves para su vida. Es lo que expone en algunas de sus clases la profesora de psicología Wilma Tuttle (excelente Loretta Young), en The accused (1949), de William Dieterle, quien realizó en estos años otras sugerentes propuestas colindantes con el film noir caso de Ciudad en sombras (1950) o Un hombre acusa (1952). En Vivir la vida (1962), de Jean Luc Godard, Brice Parain establecía una jugosa reflexión sobre el pensar (demasiado) a través del relato de la muerte de Porthos en Veinte años después de Alexandre Dumas: Cuando corría para ponerse a salvo, tras poner unos explosivos en unos subterráneos, empezó a interrogarse sobre cómo andamos, cómo ponemos un pie tras otro, lo que le hizo ralentizar su carrera, y que, al producirse la explosión, cayera fatalmente sobre él la bóveda. A Wilma le pierde también su pensamiento, se enreda en sus procesos, como las mismas emociones o deseos la superan, desestabilizando en todo momento el andamiaje de su agudo intelecto, o de su compacto sistema intelectual, resquebrajado al enfrentarse al escarpado acantilado donde las emociones son un indómito maridaje.
La introducción nos sitúa en la agitación de esa resaca, tras la colisión con lo inesperado, el desbocamiento de las pulsiones, a través de la furtiva conducta de Wilma, ocultándose en los arcenes de la carretera, pero tan torpemente (lo que denota que es una circunstancia inusual que además la supera) que cuando un camionero la alude, tan nerviosa está, que se cae. Al llegar a su casa, lo que estaba contenido se manifiesta (no sólo en la desolada expresión de la actriz, sino en detalles como su melena suelta o en el vestuario; desarreglo externo que reflejan el interior): a través de un flashback comprenderemos por qué ese comportamiento furtivo, y ese estado pesaroso, esa deriva cuyos remolinos le han atrapado: ha matado a uno de sus alumnos, el arrogante Perry (Douglas Dick) aun en legitima defensa, cuando se sobrepasaba con ella. Aunque no todo es tan fácil de delimitar. Resulta admirable cómo se efectúa la demolición de las certezas, ya manifiesto en la primera secuencia, en el aula, en la que Dieterle orquesta una sucesión de primeros planos que hacen palpable la corriente eléctrica de deseo que se establece entre ambos. Wilma oscila, como se comprobará en las sucesivas secuencias, entre la atracción y el rechazo hacia lo que siente por Perry, aunque adopte una actitud de consejera o asesora con respecto a sus problemas de conducta; cuando es arrollada, besada, abrazada, por el deseo de Perry, en su rostro vibran muy encontradas sensaciones, desde la desesperación a la repulsión pasando por el gozo, aunque no sea este el que prime cuando le golpee la cabeza con un hierro. Más adelante, otro escenario de violencia (un combate de boxeo en un cuadrilátero) desbocará toda la tensión que ha estado conteniendo, intentando racionalizar y disimular, siendo de nuevo arrollada cuando evoque en el rostro de un boxeador golpeado por un contrincante el rostro de Perry (una secuencia de una violencia abrasiva, casi obscena, a través de unos intensísimos primeros planos).
La realidad, para Wilma, se convierte en un escenario en el que tiene que intentar aparentar ante los demás que no ha perdido pie. Pero la inercia del hábito se ha quebrado, y todo aspecto, por nimio que sea, tiene considerarlo, dilucidar qué es lo más conveniente que tiene que hacer para que nada le implique en el crimen. Tanto se retuercen sus especulaciones que sus emociones la superan ( sus bruscos cambios de conducta emocional; su marcada conducta ciclotímica) y ofuscan sus decisiones (aunque ¿cómo se controlan los reflejos condicionados en una circunstancia que es además novedosa, nunca experimentada?). En ese tambaleante escenario irrumpen dos figuras masculinas que desestabilizarán su equilibrio, uno de modo involuntario, porque se creará una atracción entre ambos, el abogado, y tutor de Perry, Ford (Robert Cummings), y sobre todo el mordaz inspector de policía Dorgan (esplendido Wendell Corey). Mientras que la figura del primero se convierte en una figura intermedia (como la que el mismo Cummings encarnó en Crimen perfecto, 1954, de Alfred Hitchcock), la del policía, con su pragmática lucidez a ras de suelo, con su capacidad intuitiva, se va adueñando de la narración a medida que se va minando el dominio escénico de Wilma (significativamente, en paralelo, afianzándose emocionalmente, porque Ford le propone matrimonio, pese a que intuye que ella mató accidentalmente a Perry). Complemento a Dorgan, otro fascinante personaje, el doctor Romley (Sam Jaffe) con quien Wilma, en una sofocantemente intensa secuencia en el laboratorio de policía, establece una áspera lid dialéctica con respecto a de qué modo deshumanizan los especulativos procesos de investigación. Ella, tan afirmada antes del crimen en los parapetos teóricos, ahora erosionados por las convulsas agitaciones de las emociones, de la culpa, de la indefensión y del miedo, no puede impedir mostrar su ofuscación. De hecho, esta perdida de control emocional, por ser tan excesiva la reacción susceptible, es la que propicia que Dorgan comience a considerarla como sospechosa.
Hay otro aspecto muy sugerente en el planteamiento del guión de Ketti Frings (autora de la novela que inspiró el guión que escribieron Billy Wilder y Charles Brackett para Mitchell Leisen en Si no amaneciera, 1941),que adapta la obra Be Still, My Love (1947), de June Truesdell: Nunca establece certezas de juicio, tanto sobre los actos de Wilma como del policía en su implacable y perseverante demolición de los muros de la profesora ( sin ocultar, por otro lado, su admiración por la mujer). De ahí, ese magnífico final en el que no se explicita cuál es la decisión del jurado sobre la culpabilidad o inocencia de Wilma, aunque se concluya con la elocuente sonrisa irónica de Dorgan cuando afirma al fiscal, tras observar el rostro luminoso (descargado de sombras) de Wilma, que han perdido el juicio.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Christopher Robin ( y el cine de Marc Forster)

Pérdida y conexión. Christopher Robin fue un niño al que su padre, el escritor A.A Milne, convirtió en personaje que compartía historias con Winnie de Pooh. Se hizo adulto, pero parte de él quedó congelada con ese personaje que permanecería como reflejo permanente. En su personaje el tiempo no pasaba, mientras que él sufría su deterioro, como las responsabilidades que debía afrontar en su vida ordinaria de adulto nada tenían que ver con aquellas fantasías que protagonizaba. De hecho, el padre dejó de escribir esos relatos por la abrumadora atención que acaparaba su hijo, y este, ya adulto, se distanciaría de su padre, al que no hablaría durante 30 años, por resentimiento, ya que pensaba que le había utilizado, o más bien explotado, para su beneficio, convirtiendo su infancia en una pesadilla. En Christopher Robin (2018), de Marc Forster, Christopher Robin (Ewan McGregor) es un adulto que se ha anquilosado en la vertiente más desvitalizada de la función adulto, esa que se constituye sobre la pragmática narrativa de la eficiencia, la cumplimentación de una función en la casilla social adjudicada (o permitida). Es padre y marido, pero ante todo hombre, o mecanismo, entregado a su tarea laboral. De hecho, es el responsable del departamento de eficiencia en su empresa. Y, dinámica recurrente en nuestros días (de lo que no deja de ser mordaz reflejo esta espléndida obra) tiene que lidiar con la decisión de a quién de sus compañeros tendrá que despedir porque la dirección de la empresa demanda los consabidos recortes para economizar gastos (y que los que se enriquecen no pierdan ápice de beneficio). Es un esbirro cumplidor de un sistema, que asume los preceptos de su empresa, uno de tantos que definen nuestra sociedad de hoy aunque la acción dramática transcurra en los años posteriores a la II guerra mundial.
Christopher Robin, por tanto, es alguien que olvidó lo que fue en cierto momento, o que se perdió a sí mismo. Lo que pudo ser fue arrinconado por lo que debía ser. Se olvidó de aquel niño que no conocía el lado siniestro de lo que se denomina responsabilidad, y que está más bien asociada con conveniencias y concesiones. Un niño no hace nada, disfruta de lo que su imaginación posibilita. Se olvidó de que no hacer nada no significa perder el tiempo, sino precisamente recuperarlo. Pierdes la noción del tiempo, te enajenas, cuando te conviertes en mecanismo, en eficiencia programada. Se olvidó no sólo de aquel que podía desplegarse en la imaginación, sino de aquel que disponía de la capacidad de empatizar y preocuparse por cómo sienten los otros, empezando por una esposa, Evelyn (Haley Atwell), y una hija, Madeline (Bronte Carmichael), que, sin que lo aperciba, se están distanciando porque él se ha ido distanciando de ellas por la priorización de su función sociolaboral de hombre adulto. Y el pasado, que más bien es dimensión alternativa, la transgresión fantástica que nos confronta con lo que pudiéramos ser, o dejamos de ser, retorna, o aparece, en forma de osito de cuento (como si reaparecieran sus peluches para recordarle cómo se encorvó y arrugó en su interior): de nuevo, otra obra bajo el influjo del Cuento de navidad de Charles Dickens. Los fantasmas del pasado son peluches, no sólo uno, Winnie the Pooh, sino también los compañeros que viven con él en ese otro bosque al que se accede por el interior de un árbol, como quien vuelve a su raíz, o la recuerda antes de haberse convertido en un tronco aserrado que sólo ejerce de funcional mueble. Una realidad paralela que le recuerda lo que puede ser.
La confrontación con la pérdida, y la realización en la interconectividad, recorre la filmografía de Forster. La muerte de un ser querido o próximo, o la muerte de uno mismo (Un grito en la noche, Monster's ball, Quantum of solace, Descubriendo nunca jamás, Tránsito); pero también la muerte en vida, la alienación, el entumecimiento, la pérdida de la actitud empática o impulso vital (Más extraño que la ficción, World war Z, Christopher Robin). Revelador es que su primera obra, Un grito en la noche(2000), se centrara en la colisión entre dos extremos, el nacimiento y la muerte, a través del fallecimiento del recién nacido de la pareja protagonista, por ese síndrome de la muerte súbita del lactante que tanto desconcierto suscita en los propios médicos (resulta difícil encontrar una pauta a tan amplio número de muertes): lo imprevisible, como condición inherente, y lo incomprensible, como posibilidad, definen la sustancia de la vida. Pero también es una obra sobre la interconectividad, o en este caso sobre las falsas conexiones que definen a algunas relaciones sociales, más bien sostenidas sobre la conveniencia o la complaciente avenencia: el distanciamiento de las amigas, como si fuera una apestada, entre la incomodidad y la negación de no querer verla como posible reflejo: no es una de ellas, una madre, y su desgracia les recuerda, como una interferencia, lo que les podría suceder. Su avería como madre se amplía a su condición de perturbación en la película de vida que desean modelar, y en la que la finitud no es parte integrante del guión. Everything put together, o todo colocado en su sitio, es el título original. Sólo sería aceptada en la proyección si quedara de nuevo embarazada, si se ajusta al papel permitido en la ficción consensuada como modelo de vida.
Tránsito (2005), por su parte, es una obra centrada en la misma pérdida, en la confrontación con el tránsito de la muerte (que implica con lo que se mató en la vida: el sentimiento de culpa). En la obra de Forster son recurrentes las conjugaciones de realidad y fantasía, o realidad exterior y mental. En Descubriendo nunca jamás se evidenciaba la distinción entre los escenarios de la realidad y la imaginación. En Más extraño que la ficción el escenario de la realidad y el escenario de la ficción encontrarán una intersección, coincidirán, como si no existiera separación. En Christopher Robin también convergen los personajes del escenario de la imaginación y de la realidad en un escenario que es ambos a la vez, un bosque que es real e imaginario a un mismo tiempo. En Tránsito se amplía la difuminación de los límites (porque no se indica hasta el final que lo narrado puede ser una proyección mental de un personaje accidentado durante los minutos que agoniza), en el hecho de que no se sabe lo que es o no es (de hecho ese personaje se apellida Lethem, que dispone de las mismas letras que Hamlet): Un personaje dirá que los budistas tenían razón desde el principio: el mundo es ilusión. Morir, dormir… ¿dormir? Tal vez soñar, se decía en Hamlet. Más allá de distinciones de vida y muerte, realidad e ilusión, resultará fundamental la confrontación con el limitado control sobre la realidad, con la constitución accidental de la vida. Al final, ¿Sam (Ewan McGregor), el psicólogo en la proyección mental de Lethem, y el doctor que le atiende en el accidente, recuerda a Lili (Naomi Watts), la pintora que es pareja de Sam en la proyección mental, y mujer que ayuda al agonizante, o siente una conexión especial, esa sensación de conocerla, que puede derivar en una relación? ¿Cómo se gesta la realidad, cómo se gestan las conexiones que se establecen? Algo desaparece, algo se gesta: una limitada o insuficiente certeza en la difusa condición de la realidad. Morir será una aventura tremenda, dice Peter Pan (Kelly McDonald) en la representación teatral de Descubriendo nunca jamás (2004). Pero ¿Por qué tenía que morir?, pregunta Peter (Freddie Highmore) sobre su madre a James Barrie (Johnny Depp) en la secuencia final: sus figuras, sentadas en un banco del parque, se desvanecen: somos finitos, un día desaparecemos. Eso es inexorable.
En Christopher Robin hay algo de viaje al país de los muertos, o así lo parece porque es más bien la vida abandonada, para recuperar el aliento de vida. Robin es alguien que se recupera, que revive. En la obra de Forster abundan personajes que viven una transformación, o recuperación de sí mismo, un proceso curativo, que tiene algo de alquímico, como quien se arroja a las profundidades de la oscuridad interior, aunque sea con respecto a la asunción de la propia condición finita, para resurgir cual ave fenix remozada. Era el caso de Hank (Billy Bob Thornton), en Monster's ball (2001), James Bond (Daniel Craig) en Quantum of solace (2008), ambos confrontados con la pérdida de seres queridos, y sobre todo, por sus más similares paralelismos con Christopher Robin, Harold Strick (Will Ferrell) en Más extraño que la ficción, confrontado con su finitud (e incluso inminente muerte). Son personajes que aprenden a discernir al otro, su otro ángulo, a crecer emocionalmente, a superar una distancia o fisura entre interior y exterior (entre lo que les condiciona o influye y lo que pueden ser o hacer). Toman consciencia de la alienación que ha abducido su vida, o de la enajenación a la que les ha abocado su pesadumbre o la reproducción inercial de unas conductas influidas por un entorno. Hank está atrofiado por su descontento vital, por no saber desprenderse de la putrefacta influencia moral (racista) de su progenitor, que expurga en la violencia de su cargo de oficial de ejecuciones. El azar une en la noche a dos seres que en la superficie parecen tan distintos, una mujer afroamericana, Leticia (Halle Berry), y un aparente racista. Algo más les une, la muerte de sus respectivos hijos (y la ejecución del marido de ella en la que él participó). La conexión entre ambos les liberará (para él será demolición de un modo de vida, de una forma de pensar y sentir, que vivía por delegación). Bond, por su parte, es un espectro, quemado emocionalmente, que persigue una restitución, aunque lo niegue. Vengarse del responsable de la muerte de su amada, Jesper (en la conclusión de la previa Casino Royale) esconde la imperativa necesidad de corroborar si su amada le traicionó En su trayecto alquímico, de conocimiento, Bond necesitará reconocerse en el Otro, su reflejo femenino (encarnada por Olga Kurylenko), en cuyo cuerpo se visibiliza la cicatriz de esa quemadura interior (como compartirá su herida íntima, de modo significativo, en una cueva subterránea en el desierto) . La restitución no está en la ciega y visceral venganza sino en la confianza, la asunción del dolor, y en desposeerse del ego y reconocer los errores. Y el símbolo de lo perdido, el colgante de Vesper, quedará en la fría nieve, como quien se desprende de un lastre para reconciliarse solarmente con uno mismo, el recuerdo y la ilusión.
Strick es un hombre que define su vida por el cálculo. Esa es su tarea laboral, pero también la dinámica de su vida. Todo lo enumera y cuenta, y realiza las mismas rutinas cada día, como si fuera un programa con apariencia humana. No establece vínculos, vive solo, no conecta, sólo ejecuta. Pero súbitamente su ficción, su programa de vida, se altera, porque comienza a escuchar una voz que narra sus acciones a la vez que él las ejecuta (yo es un él). Su primera reacción, el desconcierto. Y un primer paso en la consciencia de lo que hace. Cuando esa voz anuncie que morirá pronto, su desconcierto se amplifica porque propicia la consciencia de su finitud, y por tanto la consciencia de la condición ficticia de su vida. Los programas no son conscientes de la duración, ejecutan lo mismo una y otra vez en bucle. Esa alteración de su forma de habitar la realidad, por la intrusión de esa voz, y esa consciencia de una inexorable finitud, además anunciada como inminente, transfigura la percepción y forma de habitar su vida, o de relacionarse con la realidad o los demás. La realización está en la conexión. Como en Christopher Robin, no se diferencian, o separan, los escenarios, de lo fantástico y lo real: los peluches, personajes de ficción , y Robin, en Christopher Robin, o Strick, personaje de una ficción, y Karen Eiffel (Emma Thompson), la novelista que escribe la obra que protagoniza Strick: Eiffel está lidiando con el bloqueo a la que le ha abocado su incapacidad para decidir cómo matar a su personaje, ya que en todas sus obras sus protagonistas mueren. Personajes y seres reales confluyen, Winnie the pooh busca a Robin para que le ayude a encontrar a sus amigos (lo que implicará que Robin se encuentre a sí mismo), y Strick alude a la escritora para pedirle que no le mate como personaje, porque ha modificado su actitud vital, se ha encontrado, y ha descubierto que en la conexión (en concreto, en su relación con Sarah, Maggie Gyllenhaal) está la realización.
Esa narrativa de curación, por otro lado, se podía percibir, de modo soterrado, en Guerra mundial Z (2013), abstracción sobre la necesidad de superar una apatía vital que nos ensimisma: no es una película de zombies, es una película sobre la recuperación de la ilusión, o cómo nos hemos perdido como colectivo: detalle significante, Gerry (Brad Pitt) se salió de la circulación años atrás, cuando abandonó su labor como agente de la ONU en diversos países del Tercer mundo, cansado de ver cómo se propagaba la corrupción, la cual denunció antes de dimitir. Dejó de estar activo, se detuvo, se quedó al margen, desilusionado, decepcionado. Dejó de intervenir en la vida, se replegó. Quizás sea la corrupción la que no ha dejado de propagarse. Quizá por eso haya que estar en movimiento. Si te detienes, te aletargas, te corrompes, te infectas, sea por indiferencia, o porque la rapacidad te resulta muy provechosa, y para qué cambiar. Por eso, no importa si se encuentra el paciente cero, es algo que trasciende una singularidad, ya que se extiende a todo el planeta, esa degradación a la que sometemos a nuestro entorno (también subtexto en Quantum of solace), esa indiferencia que se torna cinismo viral que arrasa el entorno y los congéneres (competidores a los que eliminar: ironía, si parecemos débiles, terminales, no atacarán los zombies, o, metafóricamente, no nos aprovecharemos de los otros, como parásitos).
La narrativa de curación era más manifiesta en Descubriendo nunca jamás, en la realización de la ayuda al otro. Otra obra, además de Más extraño que la ficción, con la que se podrían establecer vínculos más obvios con Christopher Robin, porque estaba centrada en un escritor principalmente asociado a la literatura infantil, como era el caso de JM Barrie. Christopher Robin, en la película de Forster, sería lo opuesto de quien padece un síndrome de Peter Pan. Quizá por eso su diseño visual es más lúgubre, como si la realidad estuviera desprovista de luz, más bien amortiguada, o encapotada. En Descubriendo nunca jamás, de todas maneras, los tonos dorados de su diseño visual no escondían que estaban constituidos de sombras. La luz que irradiaba no negaba su forcejeo con los abismos de la pérdida, o la disolución de los sueños que son esforzados cantos en la oscuridad. Los dientes del tic tac del reloj que yace en el vientre del cocodrilo son un cepo que pende inevitable sobre los juegos para conjurar el temor al último adiós. O el garfio no dejará de estar presente en las mentes mezquinas que ven en una relación de cálida entrega turbios recovecos (los comentarios mezquinos del entorno social). Buscar el País de Nunca Jamás no es más que un gesto que intenta hacer de este fugaz tránsito un sendero iluminado por la ternura, que atiende al desamparo, y el jubiloso humor travieso, suspendida la cuchara de la nariz, con la cabeza coronada por un pañuelo de pirata y el rostro adornado con pinturas de guerra de un indio. Un plano en picado sobre la madre, que padece una enfermedad terminal, uniéndose a los personajes de la representación de Peter Pan en su jardín, se fusiona con otro plano en picado sobre el cementerio en el que está siendo enterrada la madre.
Descubriendo nunca jamás no era ningún producto edulcorado. Incluso se puede decir que era un caramelo envenenado, porque la melancolía latía en sus entrañas, como un permanente recordatorio de lo que es inevitable. Como en su anterior obra, de diseño visual más tenebroso, Monster's ball se nos relata el esfuerzo por aliviar un trance doloroso, la pérdida. Ambas obras son un canto a la entrega, a proyectar ilusiones cálidas (la sensación de sentirse junto a alguien, como se refleja en la bellísima secuencia final de Monster's ball, que torna sonrisa el cansancio de tanta pesadumbre). Pero todo es transitorio. Aunque el cometa del ingenio eleve el espíritu con el viento de la imaginación, en un momento u otro caerá. Porque la gravedad que sume bajo las tumbas siempre será la definitiva ganadora en la lid con el vuelo de la imaginación en busca de una tierra donde se sienta la ilusión, aunque sea por un instante, de eternidad, porque aún no se ha perdido a ese niño fantástico dentro de uno que hace del juego creación y aventura, desverguenza y carcajada desafiante. Es ese gesto, como reflejaba en su siguiente obra, Tránsito, de permanece conmigo, estoy contigo, aunque el viento aúlle frío tras la ventana.
Christopher Robin se trama sobre la recuperación de esa carcajada desafiante, de ese niño interior que no se anquilosa en las mustias cuadrículas del deber y la función. Un niño perdido en las sombras de la eficiencia del universo adulto. GK Chesterton escribió: Nunca esperé que salieran huellas de la oscura caverna de la eficiencia. Christopher Robin lo logrará. El trance alquímico del trayecto narrativo transita pasajes tristes y sombríos, incluso descarnadamente dolorosos por momentos, como si se internara en esas profundidades de la oscuridad interior, manifiesto en los primeros compases del reencuentro con su fantasma del pasado, Winnie the pooh (a través, de modo específico, del desamparo manifiesto de este). Una figura que no ha dejado de esperarle. Una figura de la imaginación que, paradoja, dota de dolorosa realidad al paso del tiempo. Se siente la progresiva penumbra en que se ha sumido la mirada que esperaba que retornara del horizonte aquel niño de nombre Christopher Robin. Si la consciencia del tiempo parece haberse estancado en la mecánica actitud vital de Christopher, los primeros pasajes de su reencuentro con Winnie dilatan su duración, o la estiran como el músculo que ha permanecido agarrotado, por la inconsciencia.
Durante la primera parte de la narración, el relato parece deslizarse paulatinamente en esa oscuridad, en esa tristeza. La esposa y la hija se tornan distancia, porque él decide dedicarse a realizar los cálculos de los recortes de la empresa en detrimento de acompañarlas en el prometido viaje a su casa de campo. Y de la distancia, esa que ha interpuesto consigo mismo como si cada vez se fuera tapiando más a sí mismo, resurge Winnie the pooh. Ese otro lado conecta con un árbol en el jardín enfrente de su casa. Winnie the pooh solicita a Christopher que le ayude a encontrar a sus amigos, a los que ha perdido, y cuya vida no sabe si ha sido amenazada por los siniestros efelantes, de los que sólo se escucha el sonido que emite, como si fueran criaturas en permanente fuera de campo, como Christopher se había perdido, ya que había anquilosado su vida en un recurrente fuera de campo, distanciado de sí mismo, y de la atención afectiva a sus seres más queridos, autómata desprovisto de vida, constituido sólo de cálculos y previsiones, como Harold Strick. El trayecto narrativo alquímico nos sumerge en esa intemperie vital, que refleja, corporeiza, ese bosque en el que esas dos figuras parecen criaturas torpes y desvalidas, sin dirección. Los sucesivos encuentros con las otras criaturas adquirirán condición de reflejo (de un proceso de recuperación): resulta elocuente que el primero sea la figura más triste, pesimista y depresiva, el burrito Eeyore. Por eso, la recuperación definitiva se realizará a través de su hija (esa niñez, o impulso vital, que desterró de sí mismo), el reflejo que sella tiempos. En los pasajes finales, o en su propulsión, que contrasta con la narración pausada previa, acorde a la suspensión vital de Robin, se alternará el viaje de vuelta de Christopher para presentar su informe a los dirigentes de la empresa con el que realiza la hija, con Winnie y algunos de sus amigos, para llevarle la cartera con esos documentos que, significativamente, se ha olvidado. Un olvido que será el hilo que se estirará para recuperar la actitud vital que había perdido en sí mismo, esa que prioriza la calidez de la empatía, la realización en la conexión íntima.