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viernes, 4 de junio de 2021

Vivamos de nuevo

 

La resurrección a la que alude el título de la novela de Leon Tolstoi adaptada, por Preston Sturges, Maxwell Anderson, Thornton Wilder, Leonard Praskins y Paul Green, en Vivamos de nuevo (We live again, 1934), de Rouben Mamoulian, es la que vive el principe Dimitri (Frederich March), cuando en el último tramo de la narración recupera la consciencia (o su conciencia), el entusiasta sentimiento transformador de su juventud, influido por una obra, Tierra y libertad, que considera que todos los seres son iguales, y toda jerarquía de clases sociales es una aberración (así como nadie pertenece a nadie, como todo pertenece a todos, como el mismo aire), y el sentimiento revolucionario del amor, el que sentía por Katuscha (Anna Sten). Ese talante está exultantemente reflejado en las primeras secuencias cuando Dimitri, adolescente, visita a sus tías en la casa de campo en la que es sirvienta Katuschka, tanto cuando comparte con sus tías esas ideas en el viaje en la calesa como en una cálida y divertida secuencia en la que Dimitri intenta transmitir, así como hacer entender, esas ideas a Katuschka mientras ésta ordeña una vaca (Dimitri le dice que le bese, para ejemplificarle que ella no debe besarle porque él se lo haya dicho, y deba tomárselo como una orden, ya que pertenece a una clase superior, lo que sume a ella en el desconcierto porque para ella el beso simplemente representaba besar al hombre que ama), y, por último, en la hermosa secuencia en la que, subidos a un árbol, en ambos se declaran su amor. Se podría decir que Dimitri es un embrión de mente ilustrada, como lo era la también joven reina Cristina en la obra previa de Mamoulian, La reina Cristina de Suecia. Pero a diferencia de Cristina, su mentalidad insurrecta ilustrada sufrirá un apagón que durará nada menos que nueve años, al convertirse en lo que cuestiona. En la vuelta a la ciudad se condensa en dos secuencias el proceso de enajenación o apoltronamiento de Dimitri, cuando sea reprendido por su superior militar por no plegarse a las convenciones sociales ( que implican ser complaciente hasta con mujeres casadas de superiores en la jerarquía), y por poseer la obra citada Tierra y libertad ( cuya portada más adelante, sin darse cuenta siquiera, por su estado de embriaguez, lanzará su al fuego): en las dos secuencias siguientes, con dos mujeres distintas, se refleja su modificación, su distanciamiento de lo que pensaba ( en presencia de la gente del pueblo, los cuales ya solo sirven para amenizar las veladas con sus canciones); incluso, reprenderá a un sirviente con una bofetada por derramar bebida en una de las mujeres. Olvida la música de su insurrecta discrepancia sobre los abusos de una sociedad clasista y se deja embriagar por la música de  lujos y comodidades, en suma, sus privilegios de clase.

Aunque había indicado a Katuschka que retornaría el verano siguiente, diez meses después, tarda dos años, y solo permanece un día. En esas secuencias, Mamoulian refleja con detalles sutiles cómo se está transformando la relación entre Dimitri y Katuschka: dedica particular atención a los sirvientes apagando las luces de la casa; en la clandestinidad de la noche, Dimitri irrumpe en la habitación de ella en la ventana, y le convence para que vayan al invernadero, donde harán el amor; Mamoulian cierra la secuencia con una panorámica sobre el techado del invernadero sobre el que caen las gotas de la lluvia. Sentimientos que se apagarán, sentimientos que llorarán. Ya manifiesto en el despertar de Katuschka cuando vea que la carta que le ha dejado Dimitri, quien se ha marchado apresuradamente, sin despedirse, no contiene, para su desesperación, sino sólo dinero. Elipsis: Katuschka es reprendida por sus tías porque esté embarazada, y, sea el padre Dimitri o no, debe abandonar la finca. No importa su indefensión, sino su infracción (y la vergüenza potencial que podía deparar a la familia). Mamoulian contrasta su circunstancia, desamparada, con un plano del cordero que Katuschka tenía en sus brazos, que ha quedado huérfano y que tiene una patita herida. No difiere de en qué estado queda ella. Elipsis: En un cementerio, camina con el pequeño féretro que contiene a su bebé muerto. Los sentimientos han quedado definitivamente heridos, casi muertos. Su puntilla: cuando, en una noche lluviosa se acerque a la estación en la que se detiene, unos escasos minutos, el tren en el que viaja Dimitri, y éste en su vagón no la advierta, pese a que ella corra junto al tren, carrera que concluye con su caída en el barro. Ella no es nada, olvidada o expulsada, un cuerpo que no existe, un cuerpo que es despreciado como si fuera el mismo barro. Tras una elipsis de siete años, ahora Dimitri está integrado en su vida enajenada, prometido a la hija de un juez, el cual, sabiendo que Dimitri ha abandonado su dedicación militar y no sabe qué hacer, le propone que para ser juez tome primer contacto participando como jurado en un juicio, en el que una de las acusadas (de robo y asesinato) es, precisamente, Katuschka (insinuándose que para ganarse la vida ha debido dedicarse a la prostitución). Por un detalle de absurdo formalismo, por redactarse incorrectamente, el veredicto de inocencia se convierte en culpabilidad, y Katuschka es condenada a cinco años en Siberia.

Dimitri se esforzará en restituir ese error, topándose con la indiferencia, y falta de piedad, de los que conforman su clase, desde su suegro que por orgullo no cambiará el veredicto aunque sepa que ella es inocente o, en un brillante montaje secuencial, los diversos representantes del poder a quienes, sucesivamente, visita, los cuáles se muestran indiferentes con respecto a la suerte de Katuschka (al fin y al cabo, una mera sirvienta, por lo que su vida no merece ninguna consideración), incluso despectivos,  cuando no se ríen directamente de él (por sentirse responsable del destino de ella, por el daño que la hizo, por inconsciencia e irresponsabilidad). Su resurrección, su despertar, está expresado, y matizado, de modo ejemplar en una bella secuencia, en la que Dimitri, en su salón, primero tocando el piano, y luego mirando las fotos de sí mismo nueve años atrás, cuando era un joven de talante insurrecto e ilustrado que quería modificar el estado de cosas, una injusta organización social clasista, evoca las imágenes del pasado, como si su vida apareciera ante sus ojos, y de ese modo tomara consciencia de su amnesia vital y su enajenación durante los últimos nueve años. La última acción que apuntala su resurrección, dado que las instancias del poder son insensibles a la justicia, es la del sacrificio. Se desprende de su riqueza, y de cualquiera de sus privilegios, así como rompe cualquier tipo de vínculo o lazo con su clase social, y decide acompañar, durante esos cinco años en Siberia, a la mujer que ama.

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