Imposturas, falsas apariencias, representaciones. El laberinto de las ficciones. ¿Cómo diferenciar lo auténtico entre los engaños, las falsificaciones, simulaciones o fingimientos? El arte, la mirada que, como hilo de Ariadna, descifra y revela una impostura. En las investigaciones detectivescas, el investigador se desenvuelve en la espesura laberíntica, hasta alcanzar el Minotauro, hasta esclarecer el caso. En La trama (Family plot, 1976), la última obra de Alfred Hitchcock, se alternan dos líneas, dos perspectivas, las del ojo que mira y explora y la de la imagen que se oculta, Teseo y el Minotauro, pero que coinciden en compartir una vida tramada sobre la impostura. Blanche (Barbara Harris) es una vidente que escenifica el contacto con los muertos, aprovechándose de la implicación emocional, de las heridas y los remordimientos de quienes la consultan, lo que les convierte en espectadores vulnerables a la sugestión. Blanche habla por los muertos, disfraza e imposta su voz. Blanche es actriz y guionista que improvisa, la temperatura dramática del momento propicia que la persona consultante revele datos que ella utilice sin que adviertan que se lo están suministrando. La cliente que atiende en la secuencia introductoria, Julia Rainbird (Cathleen Besbitt), le ofrece una recompensa elevada si logra averiguar, contactando con los muertos, cuál es el paradero de un sobrino del que no sabe nada desde hace varias décadas para proponerle como heredero universal de su fortuna. Blanche no contacta con los muertos, así que las investigaciones tienen que ser más terrestres, de lo que se encarga su pareja, Lumley (Bruce Dern), taxista que ejerce de detective, aquel que aporta la documentación pertinente para la elaboración convincente de sus escenificaciones. Una relación que tiene poco de excepcional, o de glamorousa, y sí más bien de los ordinarios tiras y aflojas entre dos voluntades, y sus distintas prioridades; admirable con qué precisión refleja el fragor cotidiano, la carne, en su sentido amplio, de una relación de pareja. Son los bastidores de la realidad.
Precisamente, durante uno de sus forcejeos dialécticos (estabilización, compromisos, proyecto de vida, el deseo y lo sublime inscritos y clavados en el tiempo), se cruzan con la otra línea narrativa, aquella que perseguirán en el laberinto. Esta parece que sí impregnada de ese glamour que les falta, como si fueran los protagonistas de una vida extraordinaria en contraposición a su condición corriente, como si vivieran en un escenario (el de los brillos y los fulgores, que no dejan de ser impostados o falsos). Representan el traje de gala frente a la bata que representa la pareja de Blanche y Lumley. La máscara, el disfraz es parte de su dedicación: Una mujer de melena rubia, con sombrero negro y gafas oscuras cruza ante ellos un semáforo. No saben que el hilo de la propuesta de la anciana les conducirá hasta ella (o hasta quien es su cómplice, y cerebro de la pareja de delincuentes). Un hermoso travelling descendente señaliza que cruzamos cierto umbral, cuyo indicativo ( o la fisura del primer plano) es la pistola que porta cuando entra en una habitación en la que le están esperando para culminar cierto trato. Fran (Karen Black) no es rubia, sino morena, y su compañero de andanzas es Arthur (William Devane), joyero cara a la galería, secuestradores ambos en su dedicación no declarada. El rescate solicitado: un hermoso diamante. Tanto Arthur como Fran no saben que él, realmente Edward, está siendo buscado. Pero dado su hábito al engaño, a la configuración de su vida sobre la falsa identidad, no pensarán que sea precisamente por darles buenas noticias. Un mal hábito que será su perdición.
Lumley es varias cosas, como el resto de los personajes, en el que el ser y el parecer también se enmarañan. Lumley es actor en paro que tiene que trabajar como taxista para poder pagar las facturas, y detective amateur ( con pipa incorporada) para el negocio de su pareja. Hay una secuencia que condensa el trayecto de laberinto de la ficción ( o de su desvelamiento): ese extraordinario plano picado que encuadra a Lumley y Mrs Maloney (Katherine Helmond), la viuda de un secuaz de Arthur, Maloney (Ed Lauter), en los senderos del cementerio, con una configuración de laberinto, hasta que ambos convergen: durante la conversación, precisamente, ella le revelará cuál es la identidad bajo la que se camufla el hombre que busca, Edward, o sea, Arthur. El título original, Family plot, alude tanto a los enredos familiares (como los turbios que se desvelarán en relación a los crímenes pretéritos que realiza Edward con familiares como víctimas) como a las lápidas que se colocan en el terreno que ocupan en un cementerio una familia (en esa zona, Arthur/Edward ordenó colocar una falsa lápida en la que se indicaba su muerte ; y en el cementerio es donde, precisamente, la falsedad será desenmascarada, cuando Mrs Maloney se lo revele a Lumley.
Ernest Lehman, que había escrito para Hitchcock otro guion laberíntico, de falsas identidades, incluso inexistentes, en Con la muerte en los talones (1959), optaba por un tratamiento más grave del trayecto dramático, pero Hitchcock que ya había sido denso hasta la asfixia en su obra precedente, Frenesí (1972), prefería el tratamiento de la comedia. Una superlativa secuencia lo condensa: el descenso sin frenos del coche que conduce Lumley (que a la vez tiene que forcejear con una Blanche en estado de pánico que se le encarama y agarra al cuello como si fuera un macaco). Hitchcock alterna planos de ambos en el coche y planos de la carretera desde su perspectiva, nunca del coche, lo que, unido a la hiperbolización de los forcejeos de ambos, propulsa, como pocas veces se ha logrado en escenas semejantes, una tensión que ni la carcajada cortocircuita. Añádanse ironías como la conversación de la que son testigos en el bar entre un sacerdote y una mujer joven (que evoca la historia de Yo confieso), otra fisura abierta a lo posible, a la especulación, en la narración. Otra apariencia que es interrogante, incógnita. Porque las apariencias son semilleros de historias imprevisibles. Un joyero puede ser un ladrón. Una bombilla en un candelabro puede ser el lugar idóneo para camuflar un diamante. Una vidente puede parecer que tiene poderes cuando lo descubre, aunque lo que realmente tiene es buen oído. Los desmayos, tanto de una mujer, como de un obispo, no lo son, sino movimientos de un secuestro realizado con todo el desparpajo, cual coreografía, delante de todo el mundo como si fuera una representación.
En La ventana indiscreta (1954), la pantalla se desgarraba con un primer plano, con una mirada, cuando el observado, el asesino, se percataba de que le observaban, y miraba hacia cámara, hacia el espectador, hacia el intruso, hacia el clandestino observador en la oscuridad, Jeffries (James Stewart), hacia nosotros, en la oscuridad del cine. En el plano final de La trama, Blanche mira a cámara, y nos guiña. No pretendía Hitchcock que fuera su última película. Preparaba The short night, cuando su frágil salud, que le imposibilitaba ya resistir el rodaje en exteriores, le determinó a renunciar al proyecto (en el que quería asignar un importante papel a Ed Lauter). El azar propició que se diera el mejor plano que pudiera cerrar su excepcional filmografía. Bruce Dern relataba que le planteó a Hitchcock que fuera él quien guiñara a cámara. Y durante quince minutos se lo pensó. Aún así, sabemos que el guiño es suyo, el del maestro que elevó el arte del ilusionismo a sus más altas cotas, a la vez que como nadie destripó sus bambalinas, los jirones y flecos de las pantallas, el engranaje de los proyectores, de la mirada.
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