Historia de San Francisco (San Francisco story, 1952), de Robert Parrish, fue, en principio, un proyecto de Jacques Tourneur cuando en 1949, junto a Joel McCrea, quien solo aspiraba a ejercer de productor, compraron los derechos de la novela, aún sin publicar, Vigilante, de Richard Summers. Pretendían que fuera producida por la MGM, e interpretada por Ava Gardner, pero acabó siendo producida por una pequeña nueva compañía, Fidelity Pictures, fundada por Howard Welsch, como parte de un paquete de seis producciones que serían distribuidas por la Warner, aunque pocas se rodarían, caso de Gardenia azul (1953), de Fritz Lang. Historia de San Francisco es una película reconstituyente, narrada con un vigor exultante. Y además es singular, eludiendo una clara adscripción genérica. Se podría calificar su particular mestizaje como western noir. Pareciera que estamos en el territorio del western, en el San Francisco naciente, en 1856, pero su protagonista, Nelson (Joel McCrea) vive peripecias tan peculiares como ser secuestrado en un barco con destino a Shangai, del que debe huir encontrando refugio en una taberna, regida por una mujer tuerta, Sadie (Florence Bates), que parece salida de una película de aventuras piratas. A esa práctica de secuestro, mediante coerción, violencia o simplemente por aturdimiento debido a la embriaguez, para que sirvieran como marinos, se le denominaba shangaiing.
Nelson tiene algo del Dardo que encarnaba Burt Lancaster en El halcón y la flecha (1951), de Jacques Tourneur. Cinco años atrás perteneció a un grupo de vigilantes que mantenían el orden en una naciente San Francisco, pero desde entonces se ha centrado en una mina que le reporta notables beneficios. Recién llegado a una ciudad en pleno conflicto, se encuentra con dos bandos enfrentados, el de un grupo de vigilantes, comandado por un amigo, el director del periódico, Martin (Onslow Stevens), que lucha contra la corrupción, encarnada por un aspirante a cacique que quiere dominar la ciudad, usurpando cualquier tierra, Cain (Sidney Blackmer). Nelson tiene ahora el espíritu comprometido contra los abusos de poder subordinado a sus propios intereses, su mina, y a la atracción que siente por Adelaide (Yvone de Carlo), protegida de Cain, de la que se queda prendado por una pintura en el saloon (cual Lily Langtry). De hecho, evitará que Cain sea asesinado por un hombre al que ha robado sus tierras, porque ella está presente.
Este desvío, o distracción, del compromiso tendrá adversas consecuencias: será abandonado por Adelaide en mitad de la nada, tras contrariarla, y tendrá que volver a la ciudad caminando por parajes solitarios, como una playa, y luego, por de nuevo contrariarla, será ella la que ordene que sea secuestrado en ese barco con destino a Shangai. En la citada taberna se encontrara con que su amigo y colaborador en la mina, Shorty (Richard Erdman), ha sido también secuestrado, apilado con otros narcotizados en un angosto almacén para ser enrolados en un barco. La relación entre ambos recuerda a la que mantenían el mismo actor y Dick Powell en otra estupenda obra de Parrish, Un grito de terror (1951), también definida por los ágiles e ingeniosos diálogos, aunque los guionistas sean distintos (en este caso, Daniel D. Beauchamp, con aportación no acreditada de Jerome Chodorov). Ese tipo de diálogo, entre la ironía y la excentricidad, es uno de los detalles que asocian este obra con el film noir, como esa trama de conspiraciones alambicadas, con trampas que se realizan al que, precisamente, pretende realizar su particular trampa incriminatoria al otro, con arteras simulaciones y juegos de infiltraciones, que evocan al también esplendido film noir de Parrish, El poder invisible (1952). Nelson recuperará el sentido del compromiso, a la vez que la relación con Adelaide se transformará radicalmente, cuando ambos no sea vean ya como contendientes sino como cómplices que se atraen. El final es, de nuevo, singular, con un duelo que parece extraído de una lid medieval, en este caso ambos portando escopetas.
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