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miércoles, 5 de junio de 2024

Crisantemos tardíos

 

Cuando la vida se revela como un camino de vanidad, como un sueño vacío. En el cine de Mikio Naruse hay un punto en el que relato se densifica, se hace cuerpo lo que se ha sembrado o gestado, como piezas de un conjunto (o, quizás más apropiadamente, pétalos de una flor) que van configurando el perfil de una realidad, a medida que progresa el relato.La acción dramática de Crisantemos tardíos (Bangiku, 1954), en la que se conjuga la adaptación, por Samie Tanake, de tres relatos breves, Bangiko (1948), Shirasagi (1949) y Suise (1949) de Fumiko Hayashi, a quien Naruse también había adaptado en las también excelentes El almuerzo (1951), El relampago (1952) y Esposa (1953) y adaptará en la extraordinaria Nubes flotantes (1955), y que convertirá, al retratar su vida, en personaje protagonista de la bellísima Crónica de una vagabunda (1962), acaece, sobremanera, en unas estremecedoras secuencias nocturnas, divididas en dos espacios interiores, unidas o conjugadas con una tormenta. La tormenta de las frustraciones y las decepciones.

Tres mujeres que fueron geishas, tres mujeres que miran hacia atrás como lo que pudiera haber sido, como lo que no fue, mero espejismo, o como lo que ya no será, reflejo de un presente que sienten que se encorva o que se alza arrogante como si fuera un territorio que podría dominarse en toda su extensión, aunque el pasado retornará para abrasar esa presunción. Su futuro se contrae como un reflejo distorsionado que pusiera en evidencia una vida desperdiciada. Así es para Tamae (Chikako Hosokawa) quien sufre frecuentes migrañas que determinan que, en ocasiones, no puede realizar su trabajo como sirvienta en un hotel, y opte por permanecer en cama, como quien ya se hubiera resignado a una vida que ya es meramente el residuo de ilusiones truncadas, de la misma manera que contempla impotente cómo su hijo la abandona para casarse con una mujer mayor que él. Un hijo que hizo pasar por hermano, para mantener las apariencias, para evitar los estigmas, las miradas que condenan. También se casa la hija de Tomi (Yuko Mochizuki), quien se había ya encogido en su presente, entumecida con el alcohol, enmarañada en su afición al juego, para aliviar el dolor de una soledad que se siente como un aire frío. Ambas sienten que sus hijos no han sido lo que esperaban, o no han respondido a lo que habían invertido. Han pagado a la vida, y ahora se sienten estafadas. Su vanidad pasada ya se confronta en el horizonte con su venidera muerte, como si así fuera el curso de la vida, las ilusiones de las vanidades hasta el inevitable deterioro y la muerte. Ambas tienen que pagar dinero a quien fue compañera geisha en el pasado, ahora usurea, Kin (Hariko Sugimura), quien también presta dinero a otra ex compañera, Nobu (Sadako Sawamara), quien regenta un bar con su marido.

Kin es una mujer ha asumido que la inclemencia es factor fundamental para no solo sobrevivir en una sociedad dominada por los hombres sino para enriquecerse. Kin no deja de pensar en comprar terrenos, ampliando su poder, ajena, inclemente, en ocasiones, con quienes viven en la precariedad. Esa noche el pasado la visita de dos modos. Uno de sus clientes, Seki, que primero intentó matarla y luego intentó suicidarse, tras lo que fue recluido en prisión, reaparece para pedirle dinero. Por otra parte, recibe a quien años atrás, en la guerra, en su juventud, fue su primer patrón y amante, Tobe (Ken Uehara), aquel que sigue siendo, como ejemplifica la fotografía que conserva de él, representación de unos sueños románticos hibernados (anestesiados), así como fue representación de un poderío, ese que ahora Kin detenta incluso con arrogancia. Pero su renacida ilusión se torna amarga decepción. No hay promesa de amor. Aún más, no soporta que quien simbolizara en su pasado aquel esplendor ahora sea una figura arrastrada que viene también en busca de un préstamo, degradación de la figura que fue, o de lo que representó (contraste que Naruse hace más doliente y sombrío con el uso en estas secuencias de la voice over de Kin, mientras el rostro de Tobe se va desfigurando por la ebriedad). El pasado vuelve como una mueca fúnebre que se convierte en reflejo corrosivo de la miseria de su presente. Kin se ha convertido en lo que la postró en el pasado por su condición de mujer. Ha tomado un relevo, y ahora ve a quienes entonces dominaban el escenario convertidos en figuras patéticas. El escenario no se modifica, sólo quien lo domina. Y ahora deja resquicios para quien era menos factible que lo dominara, una mujer. Kin quema la foto de un joven Tobe. Quema los resquicios de unos sueños, los que había relegado mientras construía su particular pequeño imperio de usura. Ante la usura del tiempo poco puede hacer. Quienes entregaron su vida a otros, a sus hijos, como Tamae y Tomi, ahora se duelen mientras beben, se duelen de esa vida de sueños vaciados que atrapa como una tela de araña con sus brillos para sumirte en una negrura de la que tardas en percatarte. Pero, aun así, pese a las separaciones y las despedidas, la sonrisa puede brotar en cualquier instante, porque cualquier mujer puede caminar como Marilyn Monroe, como si nadie se moviera como tú en el escenario de la vida.

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