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lunes, 30 de diciembre de 2019

La banda de los Grissom

La banda de los Grissom (1971), de Robert Aldrich, esplendida adaptación de la muy sugerente novela de James Hadley Chase, No orchids for Miss Blandish, y derivada, en buena medida, del éxito de Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn, es un mazazo seco, de turbia sordidez, nada enfática, eso sí, y de una concisión tan brutal como admirable. Como su obra anterior, Comando en el mar de la china (1970) y su obra posterior, La venganza de Ulzana (1972), comparte, aparte del fracaso en taquilla, una muy destacable cualidad que determina, para mi gusto, que las considere las más altas cotas del cine de Aldrich: su condición de arenas movedizas moral que desestabiliza tanto la identificación del espectador, al que deja sin asideros, como su juicio. Rompe cualquier esquema que permita al espectador asentarse en la comodidad de un preciso juicio porque no hay una dualidad que dirimir ¿Quiénes son más terribles, los secuestradores de la rica heredera, Barbara Blandish (Kim Darby), para los que no hay escrúpulo que valga a la hora de conseguir dinero que palíe su pobreza, o el padre que la rechaza, y hasta prefiere que hubiera muerto, por haber sido, da igual el por qué si por gusto o supervivencia, amante de uno de ellos, Slim (Scott Wilson)? O en La venganza de Ulzana: ¿Lo son los indios con su brutalidad, parte de su cultura, o los llamados civilizados que les han expurgado sus tierras? O, por último, en Comando en el Mar de la China: ¿Qué heroísmo puede haber en una guerra que no distingue a unos de otros, japoneses o británicos, aparte de su uniforme, cuando lo que de verdad prima es la supervivencia y la crueldad no sabe de lenguas?
Por eso, sus personajes lucidos, están casi entremedias, caso del explorador que interpreta Lancaster en La venganza de Ulzana o el investigador privado Fenner (Robert Lansing) en La banda de los Grissom, y aún más desconcertante, o desestabilizadora, sería el calibrar las actitudes, o posicionamientos con respecto a su circunstancia o misión, de los personajes de Cliff Robertson y Michael Caine en Comando en el mar de la china, equiparables al zigzag que deben efectuar en su carrera por la supervivencia mientras sortean las balas enemigas. Lo lúcido puede colindar con lo cínico e indiferente, lo enajenado con lo consecuente y decidido. Los actos de uno y otro pueden considerarse desde ángulos que incluso pueden ser contradictorios. Ese es el terreno más fructífero de la obra de Aldrich, anticipado en otra de sus grandes obras, El vuelo del Fénix (1965). El proverbial equilibrio de La banda de los Grissom se sostiene sobre una abrupta aspereza, narrada con una precisa distancia, y un inesperado lirismo que abunda en lo desolador de un entorno moral sórdido y corrupto. Es la agudeza de un nihilismo sin complacencias, que advierte que la lucidez o la integridad está en los márgenes o entremedias.
En La banda de los Grissom el elemento más perturbador, y que evidencia esa disolución de un posible asidero moral nítido, fijo, es el personaje de Slim, ese bruto virgen que se obsesiona con Barbara, gracias al cual logra que no la maten tras recibir el dinero del secuestro. La convierte en una cautiva de su obsesión, a la que ella debe plegarse para sobrevivir. Pero a medida que avanza la narración, en especial en su último tramo, esa obsesión que se cree enamoramiento se va revelando uno de los escasos brotes de luz en tal entorno de sordidez y corrupción moral (que delata que entre las clases sólo existe la diferencia de quién tiene más dinero, porque sus mezquindades y violencia moral es parecida sino la misma). Esa ternura que surge entre Slim y Barbara en las últimas secuencias, entre dos cautivos (él de su obsesión, que la ha convertido en entrega aunque la haya hecho prisionera, tal es la paradoja de esa relación), rasga con contundencia la sequedad de la obra hasta entonces, dejando un poso desolador en sus secuencias finales. Incluso su interpretación, su forma de conducirse, se modifica. Los ademanes desquiciados y desaforados de Slim se tornan sosegados, su mirada trastornada, susceptible, se torna atenta, incluso equilibrada, asumiendo, aún más, el sacrificio de su vida. La mirada entumecida por el alcohol, o susceptible, de Barbara, es ya una mirada erosionada, exhausta, con cargadas bolsas bajo los ojos, que denota la demolición que ha supuesto para ella la experiencia que ha vivido, como si hubiera ya depuesto sus muros defensivos y dejara asomar su vulnerabilidad acompasada al aprecio de la actitud entregada de Slim, una mirada que la ama.
Aldrich sabe cómo no sobrecargar con la turbiedad, pese a la oclusiva violencia manifiesta (a remarcar la brutal paliza de la madre de los Grissom a Barbara, cuando ésta desprecia el primer acercamiento de Slim). La brutalidad se escancia con secos fogonazos: el asesinato en el urinario; el ametrallamiento del empleado de la gasolinera; el enfrentamiento entre Ed (Tony Musante), y su amante, Ann (Connie Stevens), que antes era amante de uno de los primeros secuestradores, a los que la banda de los Grissom había sustraído su pieza cautiva (Barbara) tras matarles. La brutalidad o la violencia es parte de los integrantes de la banda, como lo era la de los indios de La venganza de Ulzana, o la de aquellos soldados que encuentran, en el uniforme y la circunstancia a la que se ven abocados, la oportunidad para dar rienda suelta a su falta de escrúpulos, desquiciamiento, indiferencia por la vida ajena o crueldad, en Comando en el mar de la China.
La cotidianeidad con que nos muestra a los integrantes de la banda desgarra los fáciles juicios (sus bromas y chanzas entre ellos; la calidez de la madre con su hijo, desarmada, por ejemplo, cuando ve que éste es capaz de matarla si se mantiene decidida en matar a Barbara; la relación cómplice y respetuosa entre la madre y Doc, que no será óbice para que le mate por la espalda cuando decida rendirse a la policía). Por eso, la actitud más atroz es la del padre de Bárbara, alguien incapaz de la mínima compasión y que ve en la tragedia de su hija sólo una mancha, una vergüenza. Tal es su crueldad con su hija, indiferente a lo que haya podido sufrir porque le importa ante todo la imagen que proyecta (como extensión de sí mismo), que consigue que la relación entre el bruto secuestrador y la cautiva al final conmueva por su lirismo, como dos náufragos en un universo corrompido.

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