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lunes, 7 de julio de 2014

Amelie

Amelie Poulain (Audrey Tatou) es como la chica del cuadro de Pierre Auguste Renoir con el que está obsesionado Raymond, un anciano vecino que lleva veinte años sin salir de casa por sus quebradizos huesos. Por eso, le llaman el 'hombre de cristal'. La chica del cuadro está en el centro del mismo, pero al mismo tiempo parece desplazada, como si no encajara en el conjunto. Así es, o así se siente, Amelie, como en su interior también se siente de cristal. Como al 'hombre de cristal', le domina el miedo, aunque aún no lo sepa. Por eso, la protagonista de 'Amelie' (Le fabuleux destin d'Amelie Poulain, 2001), de Jean Pierre Jeunet, aún no se ha asomado, aún no ha salido, al mundo, aunque ayude a hacerlo a otros, aunque les ayude a liberarse de sus atascos y ofuscaciones vitales, de sus aprensiones y opresiones emocionales, mientras ella sigue cautiva entre imágenes, entre los sueños, sin aún hacerse cuerpo en la realidad. Porque los cuerpos son vulnerables, como las emociones, y en los sueños, como en las distancias, se siente inmune. Además, vivir a través de otros, aunque sea de su felicidad, es vivir en la distancia, en las imágenes, como si la realidad fuera un monitor o una pantalla.
En un momento dado, Amelie encuentra, accidentalmente (después de escuchar en la televisión el accidente que causa la muerte de la que fue considerada la encarnación de la princesas de los cuentos, Lady Di), oculta tras una losa de un cuarto de baño una caja con pertenencias infantiles, como si encontrara el tesoro guardado por un niño cuarenta años atrás. Intentar buscar al adulto que fue aquel niño no es sino el inicio, sin que aún lo sepa, de encontrar a la adulta que aún no ha logrado ser, dejar atrás a la niña que aún teme que el mundo paralice sus latidos con la decepción. No padecía, cuando era niña, una enfermedad cardíaca, como pensaba su padre (Rufus), error de apreciación que motivó que viviera una infancia un tanto aislada, pero sí que el miedo dejó impregnado sobre su corazón una capa aislante. Aún no se atreve a desplegarse, a volar, aunque intente ayudar a su padre a salir de su retraimiento, del que ha quedado cautivo desde que su esposa falleció, cuando desde las alturas una suicida cayó sobre ella. También a Amelie le dan miedo las alturas, aunque aún no lo sepa. Prefiere imaginar en las alturas, en las nubes, fantasiosas figuras. El padre no deja de sentirse perplejo por las polaroids que le envían del duende de su jardín retratado en diversas ciudades del mundo. Ignora que las envía una amiga azafata de Amelie. Un enigma con el que quiere despertar la mirada de su padre, para que vuelva a mirar hacia afuera, al mundo, a la vida.
Pero a Amelie le cuesta despegar, aunque lo desee, o aunque sueñe con ello. Aunque ayude a despegar a otros a su alrededor. Encontrar ese tesoro propulsa a la duendecilla Amelie, cuyos ojos son como cántaros que parecen alumbrar como el más potente proyector, a convertirse en la hada madrina de un cuento de hadas que ayuda a los que la rodean. Envía al 'hombre de cristal' grabaciones de sucesos insólitos, una ventana a ese mundo que se está perdiendo a causa de su miedo, por permanecer encerrado en su realidad observatorio, como si la realidad ya fuera una pintura. Ayuda a dos de sus compañeros de trabajo a encontrar el amor en lo inimaginable, en uno y otro. Ambos parecen atrapados en las corazas y costras de sus manías y recelos. Georgette (Isabelle Nanty) vive enajenada por sus hipocondrías, como si hubiera embargado su cuerpo, y su organismo fuera un vulnerable semillero potencial de enfermedades y desgracias. Joseph (Dominique Pinon) vive enajenado por sus celos, por el quiste del despecho, ya que fue abandonado por otra compañera de trabajo, Gina (Clotilde Mollet). Joseph ha embargado sus emociones y sentimientos, como si su mente fuera un susceptible semillero potencial de percepción de negatividades (la realidad es una pantalla en la que siempre acaecerá lo peor). Amelie reajusta sus respectivos desenfoques introduciendo en su campo visual una invención, una perspectiva inducida, un ángulo insospechado, una realidad fabulosa que su necesidad de sentirse queridos, centro de otra mirada, posibilita, como un trampolín, la sugestión sus sentimientos. Inocularles la idea de que alguien desde la distancia les admira y ama en secreto despierta sus sentimientos hibernados o anulados. Se creen la historia proyectada, y la viven (aunque las raíces torcidas no dejarán de tender a lo tortuoso, como demostrará Joseph cuando tiempo más tarde reincida en sus controles suspicaces y posesivos).
Pero, en cambio, por su parte, a la duendecilla Amelie le cuesta abrirse a la realidad. Le gusta soñar. Y perderse en las circunvalaciones de los sueños, aunque no sepa que le gusta perderse, porque sí piensa y siente que quiere llegar al final, donde los sueños se realizan. Por eso cuando se queda cautivada por un hombre que a la vez es un enigma, Nino (Mathieu Kassovitz), una anomalía, como una incógnita, en su pantalla de vida, opta por un recorrido tan sinuoso y alambicado que pareciera que no quiere llegar al final. El hombre es un enigma, porque recoge las fotos desechadas en los fotomatones. Es un enigma que, en principio, como puede transferirse a aquel que nos cautiva, parece algo inquietante, quizá una amenaza, porque la revela en su vulnerabilidad. El hecho de que descubra que trabaja en un sex shop empaña con sombras el recorrido del cuento. Como que trabaje disfrazado de esqueleto en el tren de terror de una atracción de feria. Pareciera que corporeizara los más siniestros miedos de Amelie, el miedo a la decepción, a exponerse a alguien que sólo la verá como un mero cuerpo intercambiable. Las alturas dan miedo, y se ponen freno al ascenso con esos miedos. Se superpone la muerte a la vida, las anticipaciones negativas a la confianza. Por eso piensa que ese rostro que se repite en el álbum de las ímágenes desechadas de los fotomatones, el de ese enigmático hombre calvo, es el rostro de un fantasma, el de alguien muerto.
La imaginación de Amelie se convierte en espacio de fuga, se desplaza fuera del cuadro, la fragilidad de su interior de cristal teme que la imagen que se perfile en la identidad revelada del que ama, Nino, de aquel que le fascina, sea la de la muerte, la de la decepción. Teme sentirse desechada por el amor, por la vida, como la imagen deslustrada, troceada, el residuo del sueño que no se hizo posible. Por eso, cuando le cita para devolverle el álbum con las imágenes desechadas configura y urde no un recorrido directo sino un complicado y zigzagueante recorrido de pistas y señales a través de flechas en el suelo, mimos que señalan visores y otros rastros diversos que Nino debe seguir. Amelie se embarulla en el placer de las expectativas, en el juego escénico de los procesos, en el protector camuflaje de las máscaras, reflejos, representaciones y urdimbres, atascándose en las sombras de las proyecciones (las transferencias de los miedos) y en la confrontación con el rostro de quien también encontró en su mirada lo que ella soñaba en la de él pero temía que no fuera así y superpone sobre ese rostro anhelado las imágenes de sus miedos como escombros de los sueños que siente demasiado elevados para hacerlos realidad a ras de suelo donde los cuerpos se encuentran y se hacen luz sin necesidad de proyectores. Amelie, en ese proceso, debía recorrer un laberinto, un laberinto de imágenes en el que enfrentarse, y superar, sus fantasmas, que no eran sino creación y proyección de sus propios engranajes, como las fotos pertenecían a un técnico que arreglaba y probaba el estado de los fotomatones. Y el cristal se hizo cuerpo, el miedo, sonrisa confiada y la máscara, abrazo desnudo.

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