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viernes, 7 de septiembre de 2012
Regresaron tres
‘Si hay derramadas aquí lágrimas son por la muerte de las buenas sensaciones, si hay horror, es por aquellos que hablan con indiferencia de ‘la siguiente guerra’. Si hay odio, es porque son odiosas las cualidades, no las naciones. Si hay am
or, es porque es lo que exclusivamente me mantuvo viva y cuerda’. Son palabras de la novela o memorias de Agnes Newton Keith, sobre sus experiencias en un campo de concentración japonés en Borneo durante alrededor de tres años, y que Nunally Johnson convirtió en guión para ‘Regresaron tres’ (Three came back, 1950), de Jean Negulesco, una de sus más notables obras en su periodo más fructífero o estimulante, junto, por ejemplo, El parador del camino’ (1948) y, sobre todo, ‘De amor también se muere’ (1946). Luego, a medida que avanzara la década de los 50 su filmografía se convertiría en una celebración del más rudimentario cliché romántico en comedias o melodrama de lujosos escaparates. También la frase condensa los tres aspectos cardinales que vertebran la obra. En primer lugar, las penalidades que debe sufrir Agnes (Claudette Colbert, quien por ciero, por la lesión que sufriría durante el rodaje no pudo aceptar el papel de ‘Eva al desnudo’ que acabó interpretando Bette Davis), como el resto de las mujeres internadas en los sucesivos campos de concentración. Como una mísera comida diaria compuesta de tres cucharadas de arroz, algo de verdura y un poco de té, para resistir los agotadores trabajos forzados, en los que si te detenías unos segundos para recuperar el resuello sufrías unos azotes. O tener que suplicar a medianoche para conseguir un poco de quinina para evitar que algunos de sus hijos muera por algunas de las fiebres contraídas en tal penosas circunstancias. Y, aún más, sufrir un intento de violación que, como reconoce Agnes, si se te ocurre denunciarlo se convierte en el mayor error que puedes cometer, porque en un campo de concentración quien porta las armas es quien tiene razón, lo que deriva en una serie de apalizamientos para que rectifique en su testimonio. En este sentido, aunque nos encontremos dentro de los límites de representación del cine entonces (las actrices no podían ir demasiado desastradas, como no se podían mostrar cuerpos o rostros consumidos, desgastados, degragados) resulta notoriamente contundente a la hora de reflejar tal penosa experiencia (no por ser más gráfico, más verista, se es más elocuente).
En segundo lugar, la hermosa relación entre Agnes y el teniente coronel Suga (Sessue Hayakawa), quien admira a Agnes por el libro que ésta había escrito sobre Borneo, admirando su conocimiento de la mentalidad oriental. Un respeto mutuo que evoca el de una obra más celebrada, ‘La gran ilusión’ (1938), de Jean Renoir, pero no por ello superior (desde luego me ha resultado más emotiva la obra de Negulesco). La obra en lo que enfoca, como era ya el planteamiento de la novela, es en el horror de la guerra, y de unas condiciones degradantes. Puede haber oficiales más crueles, o soldados que intentan aprovecharse de su posición para violar a una prisionera, pero no por ello hay que odiar a la otra nación, o a todos los que integran el ejercito enemigo (incluso se pueden establecer complicidades, o reconocerse en ellos). En este sentido, resulta muy hermosa, en los pasajes finales, la secuencia en la que Suga comparte con Agnes su desolación porque su esposa y tres hijos, dos niños y una niña, han muerto en Hiroshima (añádase la emoción añadida de Suga cuando toma constancia de que Agnes recordaba detalles de la primera conversación que mantuvieron tres años atrás) . Hondamente conmovedora es la secuencia posterior en la que Suga lleva a su casa al hijo de Agnes y otro nipo y otra niño, como reflejos sustitutivos de sus hijos muertos, para ofrecerles una opípara merienda. Es bellísimo el plano de Suga sollozando, tapándose el rostro con el brazo, mientras se escuchan las expresiones de alborozo de los tres niños.
En tercer lugar, lo que nutre fundamentalmente la resistencia de Agnes, y de las otras mujeres, es el ansia de volver a ver a los hombres que aman, confinados en otros campos de concentración. En relación a ese anhelo o nostalgia se pueden destacar algunas secuencias magníficas. La secuencia nocturna en la que Agnes, enferma, bajo la lluvia, se arrastra entre la espesura de la selva para llegar a donde está prisionero su marido, además de llevar las notas de las otras mujeres a sus notas, pero exhausta, débil, implorando el nombre de su marido, Harry (Patrick Knowles) desiste, desesperada, de continuar quedándose postrada boca arriba, hasta que surge una mano que acaricia su mejilla, y acto seguido el rostro de Harry que la besa ( pocos besos más intensamente liberadores he presenciado en una pantalla). Las mujeres y hombres despidiéndose, cuando ellas son trasladadas a un lejano campo de concentración, separados por una zanja. El abrupto cierre de la secuencia en la que los australianos, al otro de la alambrada, intentan convencer a las mujeres de que les permitan acceder a su barracón, sin importarles si de verdad, como ellas les dicen, con sorna, tienen sesenta o setenta años, hasta que ya sin poder contenerse, tal es su ansia de disfrutar de la compañía de una mujer, comienzan a ascender la alambrada, pero son abatidos por la ametralladora de un soldado japonés, quedando uno de los cuerpos tendidos boca abajo. No se incide en planos de reacción de ellos o ellas, horrorizados. El corte es brusco. El porqué de esa efusión emotiva abortada se revela, en un soberano ejemplo de aguda y sutil construcción dramatúrgica, en la siguiente secuencia, tan bella como hirientemente concisa, ya que es un montaje secuencia de breves planos en los que la voz en off de Agnes hace repaso del trágico destino de alguno de los esposos de sus compañeras de penurias, y cómo ella no sabe desde hace tiempo nada de su esposo. Todas las frustraciones y tragedias se conjugan.
El desenlace apura la cuerda de las penalidades, como el más genuino melodrama, para alcanzar la más conmovedora catarsis (llevar a personajes protagonista, y espectadores, hasta el límite del padecimiento, antes de liberarle). No puedo evitar el describirlo: Los hombres llegan al campo de concentración, dándose el feliz reencuentro con sus respectivas mujeres, pero no aparece el de Agnes, hasta que se ve en lo alto de la colina de la carretera que llegan más hombres cojeando; el resto de mujeres que también esperaban se abalanzan sobre esos guiñapos que se tambalean como pueden para reencontrarse con su amor. Sólo queda Agnes, y su hijo, esperando, hasta que ve que otra figura solitaria, que se sostiene sobre una muleta, avanza esforzadamente, cayéndose incluso cuando la ve porque no puede andar más deprisa. Los tres, en el suelo, se funden en un abrazo, ese que funde las lágrimas con la celebración del más anhelado júbilo.
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