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jueves, 14 de septiembre de 2017
El fantasma y la señora Muir
No es fácil definir esta tan singular como bella obra de Joseph L Mankiewicz. ‘El fantasma y la señora Muir’ (The ghost and Mrs Muir, 1947). Es un melodrama romántico de tono realista, y melancólico, cuyos mimbres están entretejidos con la comedia y pinceladas fantásticas. Se delinea un relato sobre un amor que se enfrenta a los límites del tiempo, se realiza el retrato de una mujer que va afirmándose en su autonomía (las limitaciones impuestas por el entorno), y se plantea una reflexión sobre la soledad y el paso del tiempo, sobre la condición fantasmal de la propia realidad dependiente de los velos de nuestras ilusiones y proyecciones (sentimentales), cuando no por la representación que urdimos e instituimos, en nuestras relaciones, sostenidas sobre las apariencias y el fingimiento.
Lucy Muir (Gene Tierney) es una mujer que va a contracorriente. En las primeras secuencias queda bien definido. Se nos presenta en plena encendida discusión con su cuñada y su suegra, porque está decidida, ahora que es viuda, a no depender de nadie, y buscar su propio espacio, llevándose su pequeña hija con ella. Su anhelo de residencia (espacio propio) es una casa junto al mar, aspecto que la define en su condición ensoñadora, inconformista (anhela otros horizontes) y fronteriza (la falta de sintonía con su entorno familiar o convencional): como dirá luego, “a veces sientes más la soledad junto a otros que estando sola”; no tiene inclinación a plegarse a los demás por sentirse integrada: se mantiene firme, obstinada, en ver la casa llamada 'La gaviota' cuando el agente inmobiliario se muestra reticente a enseñársela sin siquiera explicarle el motivo. Incluso, tras visitarla, y pese a escuchar aquellas inquietantes carcajadas que resuenan en sus estancias, para sorpresa del agente, se mostrará decidida a comprarla. Lucy no reacciona como los demás, no es como los demás, su relación fronteriza con la realidad evidencia su singularidad, una mirada que busca ampliar horizontes más que replegarse en la mullida rutina de lo familiar. No es morbidez lo que la mueve o impulsa, tras que el agente comenteque las carcajadas se supone que provienen del fantasma del anterior inquilino, un marino, el cuál dicen se suicidó, sino un sentimiento de identificación con esa casa, esa condición apartada del mundo, y reflejo de su anhelo de encauzar su vida, la cuál sentía hasta ahora detenida, como si hubiera vivido por delegación, a través de los demás, por tanto, una vida que más bien era un lento suicidio, una vida al pairo. Este nuevo hogar, un espejo en construcción de su forma de habitar la realidad, representa una muda y transformación vital, un reinicio.
Lucy se considera obstinada, un adjetivo con el que le gusta que la definan. Esa identificación y esa autoafirmación las comparte, o reconoce, precisamente, con su ‘fantasma’. Quizá haya que preguntarse si no es casual que en el título de la película se destaque la identidad de la protagonista, y la condición de fantasma de su contrapunto, quizá no sólo amoroso. La ensoñación, la proyección de una necesidad, es un aspecto que la une con ‘Jennie’ (1948), de William Dieterle. Ambas obras nos relatan una relación de amor sublime que combate los límites y fronteras del tiempo, entre un vivo y un muerto (en la de Dieterle con un exacerbado romanticismo que cruza abiertamente el fantástico entregado la intensidad feérica). De la misma manera que esa pasión suscitará en el pintor protagonista la recuperación de su creatividad, hasta ahora desperdiciada y anulada, Mrs Muir encontrará en el marino, Daniel Gregg (Rex Harrison), el contrapunto que necesita para afirmarse en su fuerza interior. Apuntar, complementariamente, que estamos en tiempos de posguerra, de 'recuperación' de un trauma que había sumido en un extravío y desconcierto, que urgía necesidad de reenfoque: en algunos casos,los menos complacientes apuntaron cómo en el propio país se padecía parecida infección a la combatida contra los nazis (el antisemitismo señalado en 'La barrera invisible', de Elia Kazan o 'Encrucijadas de odios', de Edward Dmytrick, ambas del mismo año; aunque desafortunadamente derivará, en el orden institucional, dominante, en la implantación, por necesidad, de otro fantasma siniestro, otro enemigo, otra batalla: el comunismo).
Quizás por su estilo menos expresionista, y sí, más contenido, que no neutro, me evoca otra incursión en la fascinación fantasmal, que comparte misma actriz protagonista, la que realizó, dentro de los márgenes del cine negro, Otto Preminger en ‘Laura’ (1944). En esta se jugaba con admirable ambigüedad con el umbral que se cruzaba en el segundo segmento del relato, si podría ser lo que el policía encargado de caso, McPherson (Dana Andrews), fascinado previamente por los relatos ‘mediatizados’ sobre la muerta, Laura (Gene Tierney), pudiera soñar como restitución de una realidad irremisible. La secuencia nodal entre ambos segmentos encuentra una singular correspondencia en 'El fantasma y la señora Muir', en la secuencia que nos narra la primera ‘aparición’ del fantasma, por el empleo que, en ambas extraordinarias obras, realizan del movimiento de cámara, o travellings. En ‘Laura’, la cámara realizaba un ingrávido movimiento que asociaba el rostro dormido del policía con el cuadro de la muerta, hasta que nos descubría en la entrada a la misma Laura, sorprendentemente viva. En ‘El fantasma y la señora Muir’ la cámara realiza ese movimiento desde Lucy, durmiéndose en la butaca, hacia el reloj, su perro (que gruñe a algo), hasta descubrir en su movimiento una figura, de la que vemos solo medio cuerpo de espaldas, aún pues sin rostro, que la contempla. Cuando Lucy despierta se encuentra con que la puerta de la terraza que había cerrado, y con la que se había pillado la mano y hecho sangre, ahora está abierta. Un corte, un fantasma, un sueño que propulse la vida retenida. Puertas que se abren, corrientes de aire que apagan la luz, hasta que el fantasma se dota de presencia, cuando ella, en la cocina, con una vela, alumbra una sombra, y aparece Gregg ante ella.
El siniestro toque fantástico, de incertidumbre ante lo que aún se desconoce (pero se desea que materialice), se transfigura en un tira y afloja, en tono de comedia, un pulso de voluntades firmes que también implica la creación y consolidación de una excepcional complicidad. Ambos crean un pacto de convivencia. Y una de las condiciones, significativa, es que ella traslade el retrato de Gregg ( la primera imagen que vio al entrar en la casa, la cuál le dio la impresión que más que una pintura era un ser vivo) a su dormitorio. Sueño, inspiración, anhelo. Si por un lado, entre ambos, se creará una relación cómplice de mutua admiración (ella cuestiona su lenguaje malhablado, pero lo adopta frente a su cuñada y suegra), al mismo tiempo Gregg no es sino el reflejo proyectado (como el de una linterna mágica, cómo él señala, ya que aparece cuando ella lo desea, mera ilusión que es) de su anhelo de fuerza interior. Es el ‘fantasma’, quien la llama como no la llama nadie, Lucia, que fortalece su empuje vital, que hace que se enfrente a las precariedades de la vida con decisión, independiente y determinada. Es el contrapunto que la alimenta. Un reflejo de su yo interior, aquel que anhela impulsar. No por nada la obra que Gregg la dicta para que ella la publique con su nombre se titula ‘Sangre y Coraje’ Por eso, desaparece del ‘escenario’ cuando ella se siente enamorada de un escritor, porque ella no lo siente necesario, porque ya tiene fuerzas para apostar por la vida.
Pero la realidad está habitada por ‘otros fantasmas’. Aquellos que establecen una relación sobre el fingimiento y las apariencias. Aquel del que Lucy se ha enamorado, Miles Fairley (George Sanders) es una impostura, ya que le había ocultado que estaba casado, y con hijos. Ya anunciado en el contraste entre su actitud cínica y el hecho de que sea un escritor de éxito por su relatos infantiles: ella apunta que, por tanto, su cinismo es una máscara, pero él replica que la máscara es más bien su persona literaria: pero Lucy no deja de mirarle desde la perspectiva que cree que es, por eso le desenfoca, y le sublima, sin ser capaz de discernir su doblez. La realidad propicia la contrariedad y la decepción. Y señaliza que un carácter como el de Mrs Muir lo tiene difícil para encontrar, y amar, en la vida a un igual, un espíritu afín con el que comparta el mismo sentimiento, ya que ella tampoco amaba a su esposo fallecido, con el que se casó porque creía seguir los pasos de una sucesión de escenarios de las fantasías amorosas que la habían modelado: un primer beso en el jardín se suponía el primer paso que derivaría en un matrimonio: pero la expectativa se torno decepción y rutina. Sólo parece que sea posible esa relación sublime, esa conexión cómplice excepcional, con un fantasma, ese que quizá haya creado en la figura de Gregg.
Tras sufrir la decepción con respecto a Fairley, una secuencia contrasta con la que dio paso a la primera aparición de Gregg. Pero ahora no hay movimiento de cámara que asocie los elementos, sino que los planos están ‘separados’ a través de un montaje analítico: fragmentos de la carencia de nexo: Ella sentada en la butaca, el reloj, el perro observándola, la puerta que da a la terraza. Pero Gregg no reaparece. Sólo lo hace cuando el tiempo pase, tras un segmento final que hace de la elipsis de tiempo su nervadura, a través del poste junto al mar, en el que se esculpió el nombre de su hija, como gozne (no hay que dejar de mencionar al guionista Philip Dunne que ya en la sublime ‘Qué verde era mi valle’, 1941, de John Ford, había dado una lección de modulación del paso del tiempo y de reflexión sobre el mismo). El tiempo pasa, Lucy ha vivido afirmada en su soledad, pero carente de esa compañía cómplice. Se sienta para tomar un vaso de leche caliente en la butaca, tras haber estado observando, en penumbras, fuera el mar embravecido. Y muere. Y unas manos entran en campo, para coger las suyas. Las de Gregg. Y ella ya no es la anciana cuyo cuerpo ha expirado sino aquella mujer joven radiante que se independizaba e iniciaba su propia singladura. Y ambos abandonan la casa. Ya por fin pueden estar juntos. O por lo menos el velo brumoso de sus sueños que no adquirieron cuerpo.
Quizás es con la muerte cuando ella haya hecho realidad lo que la vida no le ha dado, aunque lograra mantener su insurgente independencia. Quizás fuera el fantasma de su mente, en quien había depositado y proyectado la imagen en movimiento, el rudo y vivaz marino, del talante con el que ella quería verse: la afirmación de su mirada propia y singular. Quizás fuera ese amor único, imposibilitado porque ambos pertenecían a dos mundos separados. Cómo él le había dicho, cuántas cosas podrían haber compartido si ella hubiera conocido aquellos mares y tierras que él recorrió. Quizás. Quizás sólo es creación de un sueño, pero hay sueños, y fantasmas, que atesoran más vida que la que esta nos ofrece, habitada por otro tipo de fantasmas que no saben de ilusiones, pues sólo fingen que viven o viven en la superficie de la vana simulación. Lucy y Gregg (o el fantasma de la posible emoción sublime) saben de qué está hecha la materia de la vida, de sueños que nos impulsan más allá de la niebla de la realidad.
La magnífica banda sonora de Bernard Herrmann
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Gracias por este amplio comentario a un clásico cinematográfico, merecedor de estos párrafos que nos describen una película que no debemos perdernos.
ResponderEliminarMuchas gracias. Es una de mis obras predilectas.
EliminarUna de las mejores películas de la historia del cine y un milagro de maravillosa bruma. Enhorabuena por esta memorable crónica que destila pasión por esta obra maestra. Saludos
ResponderEliminarMuchas gracias, Francisco. Un abrazo
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