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lunes, 18 de enero de 2010

Quantum for solace

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‘Casino Royale’ supuso un fin de trayecto del personaje de James Bond tal como lo conocíamos, y para el que, en ese film, ahora dotaba de carne, en un sentido amplio, Daniel Craig. Asistimos a un nacimiento que era, a la vez, muerte, en un doble sentido. Bond no era ya ese unidimensional personaje de condición ‘neumática’, invulnerable y tan mecánico como los gadgets que ornamentaban sus, cada vez más, hiperbólicas andanzas. Disponía de una licencia para matar, como para seducir, constituido en modelo deseable de macho acorazado que sin despeinarse lidiaba con cualquier trance, o mujer. Ahora esa licencia se pone en cuestión, y nos encontramos con un Bond que tiene algo de Mr Hyde para el anquilosado icono viril. Gracias a Craig se le dota de una animalidad hecha de ruido y furia, cual adolescente aún preso de la soberbia y la autosuficiencia, y por eso falible. Es un personaje ahora con relieve, tan frío y ‘sumarial’ a la hora de ejecutar la violencia como vulnerable, tanto física como emocionalmente. No sólo se magulla, y sangra, su cuerpo. Sus últimas palabras en ‘Casino Royale’ fueron su famosa coletilla, ‘Bond, James Bond’. Habíamos asistido a la gestación de una identidad, la de una maquina de matar. Los primeros planos de ‘Quantum of solace’ son planos detalle de partes de un coche y de los ojos de Bond. La asociación es elocuente. Las primeras palabras que le oímos decir son ‘fin de trayecto’, tras una tensa secuencia de persecución automovilística. ¿Qué persigue Bond o qué le persigue? Un fantasma, el fantasma de la traición, la de la mujer que amó, Vesper, y que murió ahogada mientras el edificio se hundía en las aguas. Como el solar edificio de las ilusiones, que se habían gestado en Bond, se había derrumbado. Ahora es un espectro, ‘quemado’ emocionalmente, que persigue una restitución, aunque lo niegue. Vengarse del responsable de esa muerte esconde la imperativa necesidad de corroborar si su amada le traicionó. ‘Quantum of solace’ nos relata un trayecto alquímico, un reinicio vital, una purificación. Por eso, las persecuciones salpican la acción en los distintos elementos, por tierra, aire o agua. Y ésta tiene una relevancia crucial en la trama, como sustancia negociable en juego. Es la materia básica del universo. Como la representación de la opera de Tosca de Puccini no es casual como reflejo. La corrupción, la codicia, la traición y la desconfianza en el amado regían su trama, como en el paisaje, o ‘representación’, que aquí se nos describe. La tierra es un tablero donde todo es ya negociable, y que el agua misma ya lo sea revela el extremo de deshonestidad de esta sociedad mercantilista, donde no sabes, o no importa, quién es el otro. En su trayecto de conocimiento, Bond necesitará reconocerse en el Otro, su reflejo femenino, en cuyo cuerpo se visibiliza la cicatriz de esa quemadura interior. Será en las profundidades de una sima donde compartirán su condición de prisioneros del plomo doliente de sus emociones, esa persecución de una venganza que conjure su dolor. Y se enfrentarán a su particular ‘dragón’ en un hotel en medio del desierto, como en uno vital vagan como espectros, donde el fuego hará acto de presencia como signo de destrucción y purificación. La restitución no está en la ciega y visceral venganza sino en la confianza, la asunción del dolor, y en desposeerse del ego y reconocer los errores. Y el símbolo de lo perdido, el colgante de Vesper, quedará en la fría nieve, como quien se desprende de un lastre para reconciliarse ‘solarmente’ con uno mismo, el recuerdo y la ilusión.


Reconozco mi escaso entusiasmo por las películas de James Bond, incluidas las protagonizadas por el excelente Sean Connery. Y reconozco que era nula la simpatía que me suscitaba tal dinousario de la masculinidad,o, sobre todo, el tratamiento de su figura, que ya con Roger Moore lo convirtió en una caricatura. Y que con Pierce Brosnan lo llevó a los terrenos del no va más circense como ciertos thrillers de acción de los 90, léase, la impresentable Eraser. O sea los mismos equipajes del héroe musculoso pero teñidos con la impavidez presuntamente cool. Por eso, resultó una sorpresa el remozamiento de su figura con Casino Royale, y la elección del estupendo Daniel Craig que rompía con el estereotipo marcado. Sin duda, las influencias en el diseño personaje y en el montaje, en su rugosidad e inmediatez, estaba determinada o nfluenciada, en especial, por las dos últimas obras de la saga Bourne. Ahora ya no se duda en mostrar el aspecto antipático de tal personaje, su arrogancia o su frialdad, como su capacidad de equivocarse cual presuntuoso adolescente. Es un personaje con contrastes, matizado, que sufre, ya más marcadamente, en esta segunda entrega, un proceso interior que está señalado con detalles sutiles, como su insomnio, fruto de esa quemadura interior que le está devorando, y que disimula, y que le ha convertido en una maquina implacable. Por otra parte, se puede apreciar elementos que unen esta obra con otras de Marc Foster, narrativa de curación, de personajes que ayudan al otro, como el Depp de Descubriendo nunca jamás, o se realizan al ser capaces de ponerse en su piel, y, por otra parte, de una distancia o fisura entre interior y exterior, o en el uso expresivo de espacios y colores. El proceso de Bond aquí no difiere mucho de la transformación del personaje de Thornton en Monster´s ball. Ambos aprenden a ver al otro, y a crecer emocionalmente.

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