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lunes, 18 de septiembre de 2023

La isla desnuda

 

La isla desnuda (Hadaka no shima, 1960), de Kaneto Shindo puede parecer un documental, pero es ficción, aunque quizás más bien una intersección. Es la trama desnuda del día a día, y es La Vida. Aunque no hay trama (en su sentido más convencional); los acontecimientos son puntuaciones mínimas, como esa diminuto islote, Sukune, junto a la isla Sagishama (parte de Mihara, Hiroshima) en el mar interior de Seto, en el archipiélago de la (repetición ritualizada de la) vida. La narración es la meticulosa y minuciosa descripción de unas acciones, hasta la exasperación, como la que se realiza en el dilatado primer tramo, que describe a los padres que van a abastecerse de agua a Sagishama, cruzan, remando, el mar que las separa, y ascienden una escarpada ladera, acarreando cual bueyes de carga, trabajosamente, con tenso cuidado, para no derramar el agua, los dos cubos de agua sostenidos por un palo, hasta llegar a lo alto donde tienen el cultivo de patatas para el que es necesario el agua. Acción alternada con la acompasada acción complementaria (todas las acciones son funciones a cumplir por este organismo de cuatro miembros medidamente organizado) de los dos pequeños hijos, que preparan la comida y colocan en la mesa (que devoran los cuatro con fruición prontamente) para ponerse de nuevo en acción ( la madre ahora llevando al hijo mayor en barca al colegio en la isla grande) mientras el padre echa el agua en el cultivo.

Las acciones se repetirán, veremos cómo vuelven a ascender esforzadamente la ladera con los barriles de agua (cual Sisifos condenados a realizar ineluctablemente la misma acción). Esa rutina es la vida de esos únicos habitantes del pequeño islote, definido por su aridez. Las rupturas son escasas, aunque haya cambio de estaciones ( y algún viaje para asistir a alguna ceremonia o celebración, narrado en cambio, como contraste, con elíptica síntesis), hasta que acontece un acción que rasga ese repetición exasperante. La esposa tropieza, y se le cae un cubo de agua. El marido la mira con furia, y la abofetea, con tal fuerza que la tumba. Retoman la acción (repetición), y continua la vida ritualizada. Hay alguna ruptura más, como las risas celebrativas cuando ambos hijos pescan un gran pez, que luego venderán en la ciudad (en donde, atónitos, contemplarán una televisión, que parece la conexión a otra galaxia o dimensión, en donde ven a una chica joven bailar desaforadamente), y comerán, como excepción, en un restaurante, tras contemplar la ciudad desde las alturas al bajarse de un funicular.

Hay composiciones, planos amplios, cierta distancia narrativa, que evocan, como la bella música de Hikary Hayashi, al cine de Jacques Tati ( aspecto, o intersección, también apreciable en el cine de Ozu). Kaneto Shindo declaró: "Quise expresar la lucha de los campesinos con la tierra. Mi madre murió sin protestar nunca de su duro trabajo, de su silencioso combate contra la naturaleza. Ese silencio me afectó y por ello concebí este drama sin diálogos". Nunca vemos conversar a los personajes, incluso no escuchamos la oración fúnebre del monje cuando se ha producido el acontecimiento que rasga inexorablemente la repetición, la muerte (se escucha únicamente la música). Pero la árida rutina, el denodado sacrificio, la enajenación de ser una función que ante todo sobrevive, como otro componente de la naturaleza (como remarcan los planos de la familia comiendo que se alternan con los de otros animales también realizando tal acción), la reiterativa prosa de la vida, hábito, inercia, repetición, ritual, se ve desoladoramente quebrada por la imprevista muerte (aun parte de la rutina de los ciclos de la vida es temprana y por tanto imprevista; la muerte puede acontecer en cualquier momento). De ahí que la voz que primero se escuche en la narración, con desoladora intensidad (como la desesperación de la poesía desgarrando la entumecida prosa de la vida), es el grito del Lamento de la madre. Y no deja de ser significativo que sea realizando la acción por la que fuera sancionada, y abofeteada por su esposo. Tras, una vez más, ascender la ladera, antes de regar las plantas coge el cubo y precipita, ahora voluntariamente, el agua en la tierra, arrancando, acto seguido, las plantas (¿para qué tanto esfuerzo?), sin que su marido, que la observa con expresión afligida, intervenga, hasta que ella se arroja al suelo, gimiendo desesperada, estrujando la tierra en sus puños, como impotente protesta. Ambos, en la noche, contemplarán desde lo alto los fuegos de artificio en la vecina isla, celebración que contrasta con su desolación. La frase hecha es que la vida sigue, pero no para los muertos, ni tampoco sigue del mismo modo para los vivos que les sobreviven con una sombra incrustada en sus corazones como un sordo lamento aunque sigan repitiendo, como Sisifo, las mismas acciones, una y otra vez, una y otra vez.

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