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jueves, 2 de mayo de 2024

Magnolia

 

Un aparte en la narración que es un umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad. Una canción que todos comparten, la música que reanima su peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje más centrado, presto a servir, el policía, Kurring (John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces, que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa, aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico. Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).


De ahí ese prodigioso prólogo que interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia (Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall, como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley (Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un programa de presión disciplinaria para que proporcione los resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo, y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo, parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura del verosímil (mediante la musical interconexión de unos travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro, como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente. Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón (Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato (como Stanley con su padre).

Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa (su proverbial sentido del montaje), una música de emociones entrecruzadas, con un refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento encontrado, realizado, en el entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe, porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo, y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial, atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor. Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.

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