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jueves, 13 de abril de 2023

Envuelto en la sombra

 

Estoy acorralado en un rincón oscuro, y no sé quién me está golpeando, expresa con desesperación Galt (Mark Stevens), en una secuencia de la formidable Envuelto en la sombra (The dark corner, 1946). En ese momento, se siente muerto, sin aire, confinado en un callejón sin salida. Envuelto en las sombras, agitándose en un rincón oscuro en el que siente que las paredes se ciernen sobre él y cada vez le oprimen más. Han urdido una inextricable maraña alrededor de él, y no sabe siquiera quiénes ni por qué. Como el engañoso blanco del traje de aquel detective, Foss (William Bendix), que les perseguía en la feria, en las primeras secuencias, a él y su secretaria, Kathleen (Lucille Ball), pensaba que la luz le enfocaba a él como objetivo, pensaba que el pasado resurgía para ajustar cuentas, pero ha descubierto que más bien se pretendía cegarle con la luz, para meramente usarle como peón y chivo expiatorio en una retorcida trama. Con él están jugando al tiro al blanco, pero no como piensa. El espectador pronto sabrá que en la sombra hay quienes traman, manipulan y mueven sus piezas, mientras Galt, ignorante, forcejea en la oscuridad, pensando que el escenario es de una manera cuando realmente es otro. Su confilicto pasado está siendo usado, más bien, como recurso conveniente, en cuanto pantalla de humo, para satisfacer otra disputa. A quien consideraba la amenaza no era sino la víctima. La realidad es un laberinto en que cada nuevo paso acrecienta la oscuridad.

Galt tiene dificultades para expresar sus emociones. Katleen ya lo ha advertido aunque lleve sólo siete meses trabajando para él. Hay algo huidizo, elusivo en Galt, como si cierto resentimiento frunciera su talante. Cuando golpea expeditivo a Foss, para arrancarle las palabras, el por qué de su seguimiento, parece que golpeara su pasado, como si su sospecha abofeteara a un espectro que surgiera de entonces. Y ese engañoso traje blanco se convierte en tela de una pantalla blanca en la que proyecta su confusión, porque el nombre de Jardine (Kurt Kreuger) enciende el proyector de una película inacabada, de un conflicto pendiente que ha quedado mordido en su lengua. Aunque Katleen, con esfuerzo, logra que se lo revele. Y es un pasado con olor a celda y traición, con un rastro de heridas que no ha encontrado su desague. Jardine fue el responsable de la urdimbre que determinó que fuera condenado y fuera recluso por dos años. Galt piensa que el pasado retorna para apuntillar su desgracia, como si su vida siguiera entre rejas, como las sombras de los barrotes de las persianas se reflejan en su despacho de detective, en una nueva ciudad en la que busca reiniciar su vida. Pero siente que las sombras del pasado se lo impiden.

Claro que Galt no sabe que hay quien se está aprovechando de esa herida para utilizarla a su conveniencia, precisamente como pintura que disimule cómo intenta cerrar la propia herida presente, una fuga para la que ha encontrado un arreglo de fontanería, usando a otro como chivo expiatorio, al que cargue la culpa del asesinato del amante de su esposa, que no es otro que Jardine. El autor de tal retorcida urdimbre es Cathcart (Clifton Webb). Y aquí entra en juego otra pintura que tiene que ver con sublimaciones. Webb interpretó a Waldo Lydecker en Laura (1994), de Otto Preminger, en cuyo guión también participaba Jay Dratler. En la obra de Preminger el cuadro de Laura era el emblema y pantalla de unas sublimaciones románticas. En Envuelto en la sombra, Cathcart explica a unos invitados, ante una pintura, cómo se enamoró de su esposa, Mari (Cathy Downs), porque parecía la réplica de la mujer del cuadro. Sus facciones parecían las mismas. Había encontrado en la realidad la encarnación de una imagen, de una idea. La representación de lo sublime se había hecho cuerpo. Pero la realidad se había deteriorado. En la pantalla de la vida las fisuras y rayas emborronaban ya la imagen, o la visión, o quizás está se había quitado las legañas. Quizás la luz del foco también le había cegado por un tiempo. Pero recuperó la visión cuando percibió la fisura en la pantalla de la sublimación, y esa fisura tenía los rasgos intrusos de Jardine. Los barrotes también se interponen en el encuadre cuando escucha cómo Jardine y Mari se besan y planean su fuga.

De nuevo, como en Laura, hay quien no puede aceptar que quien se ha sublimado, no sólo sea de otro, sino que se revele irrevocablemente como alguien vulgar. No puede ser sino en ese espacio, la cámara acorazada donde guardaba su tesoro, ese cuadro representación de lo excelso (fuera de este mundo), donde la realidad derribe, abata, a quien no había aceptado que no se puede recluir a los otros, a quien se ama, en una cámara acorazada. Galt, en cambio, tras recorrer un oscuro laberinto en el que se ha sentido muerto, ciego tanteando la oscuridad, ha renacido, desprendido de los barrotes con los que se mordía y comprimía las emociones (con manchas y garfios del pasado), ahora ya abrazado a quien supo tejer el hilo para que no se perdiera en la oscuridad, y prosiguiera su búsqueda hasta encontrar la luz que quiso cegarle.

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