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sábado, 18 de diciembre de 2021

Forajidos

 


Forajidos (The killers, 1946), de Robert Siodmak, dispone de un inicio que es enigma de sombras. La estructura de su narración es indagación que intenta dar luz a esas sombras que esculpen el cuerpo de El sueco (Burt Lancaster). En los planos de apertura, los faros de un coche alumbran la carretera. Dos figuras en sombras se recortan en primer plano. Sombras aciagas, mensajeros de las sombras. La luz ilumina un letrero: entramos en Brentwood. Los títulos de crédito aparecen superpuestos sobre el plano general de una calle, que tuerce hacia la derecha, y de dónde proviene una resplandeciente, casi cegadora luz, de la que surgen, caminando, los dos hombres, ataviados con sus gabanes y sus sombreros de fieltro. Se dirigen hacia el otro extremo, y se detienen ante el escaparate de una gasolinera cerrada. Se vuelven, y vemos sus rostros, tan inquietantes como gélidamente determinados (los rostros de Charles McGraw y William Conrad). El primero hace un gesto con su mano hacia el interior de su gabán, un ademán que no vaticina nada bueno. Pájaros de mal aguero, sin duda. Se dirigen al local que está en enfrente, una cafetería en forma de caravana, pero no entran por la misma puerta, sino que cada uno lo hace por un extremo distinto. Con un humor afilado, cruel, como quien disfruta jugando con un animal indefenso, empiezan a jugar tanto con el dueño como con un cliente, Nick. Buscan a El sueco. Son meramente los asesinos (The Killers), los ejecutores. La cegadora luz de la muerte.

Mientras se informan de dónde vive el sueco, El chico, Nick, que trabaja en la misma gasolinera que el sueco, sale corriendo por la puerta de atrás, y llega antes a la casa de el sueco. La cámara le encuadra en un angosto patio en el que salta una tapia, y se mueve mediante un travelling de retroceso desde la ventana hasta la figura en sombras que yace en la cama, el sueco, y prosigue hasta la puerta que se abre, y por la que entra Nick. Ya sugiera que será un movimiento inútil. Nick no entiende que no quiera marcharse, pero El sueco ya ha asumido que las sombras le han alcanzado, y ya está cansado de huir. Reconoce que cometió un error una vez, tiempo atrás, y por eso le van a matar. No se mueve de dónde está. Sabe que es el momento. No tiene fuerzas, las sombras le pesan. Su rostro surge de las sombras, cuando Nick se marcha; es un rostro cansado, resignado. Oye los pasos que suben las escaleras Mira la puerta, bajo la cual asoma la luz del rellano. El plano sobre la puerta se dilata. El momento se demora, como si unos segundos contuvieran una eternidad. Su gesto se tuerce de desesperación, como si se enfrentara a lo largamente anunciado, no deseado, pero sí inevitable. Un gesto a la vez expectante, como si necesitara que se abriera esa puerta de una vez, para que la luz entre, y pueda descansar al fin. Ansía que la muerte, que lleva tiempo sobrevolando sobre él como un peso que ha ido minándole, fulmine de una vez su vida, la cuál ya sólo era, por otra parte, una mera sombra anhelante de que le liberen de su condena en vida, la condena de una decepción. Los dos asesinos abren la puerta, y le acribillan. Su mano se agarra al cabecero, y cae. Una mano en la que resalta una cicatriz que asemeja a un sello de lacre, el sello de su fractura interior, la huella de su pasado como boxeador. Concluye un excepcional prólogo sembrado de preguntas. ¿Por qué el sueco no quiso huir?¿Por qué le mataron?¿Quién ordenó a esos hombres que lo ejecutaran.


Esas preguntas se contestarán a través de una prodigiosa estructura en forma de encuesta, acorde a la investigación de un agente de seguros, Jim Reardon (Edmond O'Brien), intrigado por esa actitud, y por un pañuelo con un arpa irlandesa. Diversos flashbacks, correspondientes a los relatos de varios personajes que conocieron al sueco, Ole Anderson, en un momento dado de su vida, irán delineando los ángulos del por qué, aunque esa estructura parcial, fragmentada, siempre desde perspectivas ajenas, determina un singular enfoque que privilegia la sugerencia e insinuación, el fuera de campo de lo inasible, los intersticios del por qué, como sombras que nunca podrán ser alumbradas de modo completo por la luz, a no ser la de la muerte. Lo sustancial, aquello que determinó que El sueco se convirtiera en un espectro de sí mismo se sugiere entre las sombras, cómo él pasó de ser de ser un protagonista en el ring de la vida, como lo fue durante un tiempo, como promesa, en el del boxeo, para convertirse en una sombra ausente. Si en el cuadrilátero boxístico la fractura de su mano derecha determinó que abandonara la práctica del deporte, la fractura de sus sentimientos le condujo a difuminarse en los márgenes de la vida como una sombra que sólo anhelaba su propia desaparición.


‎El productor Mark Hellinger puso en marcha el proyecto, su primera producción, que sería distribuida por Universal Pictures. Anthony Veiler, con la colaboración no acreditada de John Huston (porque estaba bajo contrato de la Warner) y Richard Brooks, adaptó el relato breve de Ernest Hemingway, circunscrito a la situación inicial de la llegada de los asesinos, pasaje que dura aproximadamente veinte minutos. En El Dirigido por nº 401, en el 2010, en un texto sobre Ciudadano Kane titulado Los trucos del mago, dentro de un dossier dedicado a Orson Welles, señalé cómo la estructura narrativa de Forajidos, en forma de encuesta, parecía una variación de la de Ciudadano Kane, incluido la relevancia de objetos con enigma incorporado ( el trineo Rosebud, en un caso, y el pañuelo con lira irlandesa, en el otro). Y también apuntaba cómo me parece que ese planteamiento dramático y narrativo estaba desarrollado con más rigor en Forajidos. En Ciudadano Kane, más allá de que adolezca de cierto espesor narrativo a partir de su ecuador, y de que en ocasiones parezca que el relato lo subordine a la búsqueda del alarde formal, a partir de las evocaciones del personaje de Joseph Cotten, prescinde del rigor de la perspectiva, ya que en muchas ocasiones no estuvo el personaje presente. En Forajidos, cada evocación implica una nueva esquirla a través de la que entrever otro detalle que va agregando una pieza más al rompecabezas de la fractura emocional de El sueco, como en muchas secuencias se sugiere su enamoramiento sin red mediante las miradas que dirige a Kitty (Ava Gardner). Importa tanto lo que se ve como lo que se sugiere.

La primera evocación es la de la mujer a la que le legó su herencia; ella evoca la noche en la que le salvó la vida, cuando él, tras destrozar su habitación, intentaba suicidarse. Si nos es presentado como una sombra a la espera de la muerte, el siguiente añico evocado de su vida será su agonía, el momento decisivo en el que comenzó a gestarse como sombra. La siguiente evocación nos hace retroceder mucho más en el tiempo, pero están vinculadas de modo metafórico (ya que ambas circunstancias están relacionads con dos abandonos y dos frustraciones), ya que será aquella que relata su último combate de boxeo, el inicio de su fin, ya que determinó que, en vez de aceptar la propuesta de su amigo Sam (Sam Levene), teniente de policía, para que ingresara en el Cuerpo de policía, prefirió dejarse tentar por las sirenas de los lujos que proporcionaban las actividades ilegales, escenario en el que, precisamente, conoció a Kitty en una fiesta a la que asistió acompañado de su novia entonces, Lilly (Virginia Christine), luego, con el tiempo, esposa de Sam. Durante esa fiesta, en un encuadre, Lilly observa a el sueco mientras él observa encandilado a Kitty; él se desplaza, y la cámara también, y queda fuera del plano Lilly. Ya no existe para él. En cambio, en el encuadre, entre él y Kitty se interpone una luz (la que le cegará). Esa obnubilación será su perdición. Su primer indicio, su sacrificio, cuando Sam encuentre una joya que incrimina a Kitty. El sueco preferirá inculparse aunque implique tres años de cárcel. Compartirá celda con Charleston (Vince Barnett), quien le hablará de las estrellas y los planetas. Pero para el sueco no hay otra estrella sino Kitty, siempre lejana, aunque él orbite alrededor de ella como si fuera su particular sol. Una luz que no advierte cómo le ciega, hasta que, tras un atraco, ella le engañe para conseguir quedarse con el dinero a costa de los cómplices. Para ella el sueco es un mero instrumento. La excepcional secuencia del atraco en la fábrica condensa el rigor y el ingenio creativo de esta magistral obra. Un plano secuencia acorde a la mirada objetiva del relato periodístico del suceso que lee el jefe de Reardon. Un hecho sin perspectiva subjetiva, por ello, relatado desde la distancia, mediante el desplazamiento coreográfico de una cámara que, desde las alturas, desciende, para aproximarse, y vuelve a alejarse, como el sueco sintió por un momento que se acercaba a la estrella luminosa que representaba Kitty, para luego ser arrojado a la distancia de la nada, como un cuerpo que es mera sombra.

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