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lunes, 14 de septiembre de 2020

La escuadrilla del amanecer

 

El ser humano es un animal salvaje, el cual, periódicamente, para aliviar las tensiones, se dedica a autodestruirse. Una afirmación así no extrañaría escucharla en una de las reflexiones que abundan en La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, que se apoya en el contexto bélico para preguntarse por qué el ser humano no sabe vivir en armonía con la naturaleza, los demás y uno mismo, y, en cambio, tiende, como instinto ciego, a la violencia y destrucción (y no sólo en el contexto más explícito de un campo de batalla, esto parece definir muchas de las dinámicas de las relaciones humanas). No, esa frase la cita el protagonista, Courtney (Errol Flynn), de La escuadrilla del amanecer (1938), de Edmund Goulding. Ambas obras coinciden en el punto de vista o actitud, aunque sus modos expresivos elegidos diverjan. Malick funde la narración, la poesía y el ensayo en un heterodoxo cruce, tramando, ante todo, un curso emocional, donde confluyen diversas voces, tiempos y perspectivas, y en la que hasta la naturaleza tiene su voz, y el tiempo se escancia a veces muy lentamente, con digresiones que aspiran a captar un aliento emocional o sensorial, una estado perceptivo, diríamos agudo, que se sumerge en las entrañas de las emociones en juego (todo duele, y no sólo las heridas físicas, y a la vez, uno se impregna del anhelo de armonÍa y cercanía). El relato de la obra de Goulding, en cambio, se trama sobre canones narrativos más ortodoxos, en cuanto construcción dramática y continuidad, sin excursos narrativos, y como modelo de eficaz condensación, donde los personajes están ajustadamente perfilados, y donde cada situación o elemento tiene su relevancia, nada es accesorio, y como botón de muestra, el recurso al ritornello, o cómo reutilizar situaciones o recursos expresivos, como movimientos de cámara, en distintos momentos del relato, como contraste de significado y amplificación de sentido.

Hay un elemento que puede servir de engarce entre ambas obras, más allá de la clara aseveración de que la guerra es un matadero, y lo encontramos en La delgada línea roja, en el personaje del sargento Stavros (Elias Koteas), un oficial preocupado por la vida de sus hombres, a los cuales hasta dedica sus plegarias a Dios, ya que es judío, suplicando por su buena suerte en el campo de batalla. Incluso, sacrificará, o subordinará, su posición o rango, enfrentándose a sus superiores cuando le dan una orden que él considera que sería fatal ya que con ella perderían sus vidas muchos de sus hombres. Este es uno de los elementos claves en La escuadrilla del amanecer, el sentir de los oficiales enfrentados a la inevitable perdida de los hombres a su cargo, en contraste, o colisión, con sus responsabilidades y capacidad de maniobra al respecto, más allá de lo que sientan, y la asunción de que el sentimiento en tal cruel contexto siempre está supeditado y castrado. Y esto, planteado, dramatúrgicamente, a través de un sucesivo e ingenioso juego de espejos en los que los personajes, al cambiar su posición en el entramado de jerarquías, comprenderán desde otro ángulo a quien antes igual rechazaban o denostaban por su supuesta insensibilidad.

Ya la primera secuencia nos pone en situación con eficaces pinceladas. Estamos en Francia, en la primera guerra mundial, y el mayor Brand (Basil Rathbone), mientras espera que un escuadrón vuelva de una incursión en territorio enemigo, despotrica, furibundo, sobre la insensibilidad de sus superiores, indiferentes a la suerte de los soldados, a los que ven como peones sacrificables; para ellos lo único importante son las ordenes y los objetivos. No duda en calificar de matadero a la guerra que viven. La desolación y cansancio de sobrellevar tanta muerte sobre sus espaldas es palpable. Se ejemplifica en la recurrente tensión que se sufre cada vez que contabiliza los aviones que logran regresar. En la primera, los vemos entrando en el encuadre, en otras secuencias contabilizaremos los que retornan a través de los crispados gestos del mayor que va contando según el sonido de cada avión que llega. Una desolación que se extiende en la obligación de escribir las cartas a los familiares; su segundo oficial, Phipps (Donald Crisp), comenta que quizá varíe de estilo, pero Brand replica que el dolor será igual cuando la reciban. Otro pesar añadido: la incomprensión de sus subordinados, quienes ven en él a un hombre insensible que envía a los pilotos, sin ningún escrúpulo ni remordimiento, a la muerte segura, sin advertir que él se pliega a unas ordenes que no logra cambiar por mucho que proteste y las cuestione.


Quien en concreto más le cuestiona de ese modo es el capitán de escuadrilla, Courtney (Errol Flynn), quien sobre todo le reprueba que cada dos por tres estén recibiendo nuevos reemplazos, de chicos cada vez más jóvenes e inexpertos, cuyo primer vuelo será muerte segura. Courtney es alguien preocupado por sus hombres, a los que consuela y anima, como a Hollister que en el último ataque ha perdido a su mejor amigo. Todos añoran el hogar, como revelan las conversaciones entre Courtney y su mejor amigo Scott (David Niven), un gran personaje con toques excéntricos, que viste camisas de lunares, bebe hasta quedarse dormido, y espera que su hermano no crezca lo suficiente antes de que termine la guerra y así no lo alisten. También los oficiales de más rango tienen esas añoranzas, como ese impagable monólogo de Phipps, en el que expresa qué reconfortante sería disfrutar de la compañía de un perro en ese ambiente tan marcado por la muerte y la pérdida.

Todos sienten casi lo mismo, incluido el enemigo, como más adelante señalará Courtney, y como quedará manifiesto en la posterior secuencia con el oficial alemán, Von Mueller (Carl Esmond), algo que también enlaza con el espíritu de La delgada línea roja: por debajo del uniforme todos somos iguales, con parecidos miedos, afectos e ilusiones. Esto sucede tras la segunda incursión, en la que Courtney es testigo de cómo cae el avión de su amigo Scott, y en la que capturan a un oficial alemán, el mismo que derribó a Scott. En cuanto le ve contiene un gesto como de abalanzarse a él, dolido por la muerte de su amigo, pero al ver cómo se comporta tan cortés, incluso dándole la enhorabuena cuando le dicen que Courtney fue quien le derribó, Courtney cambia su gesto y le da la mano, y esa noche comparten borrachera y canciones. La grata sorpresa se produce entonces, cuando aparece Scott indemne, con su camisa de lunares, y varias botellas de champan, y ya borracho. La cámara realiza un impetuoso travelling hacia Courtney, que expresa claramente su alegría, que es a la vez liberación de un pesar, y se suceden una serie de situaciones de toque distendido ( como ese compás de música que aporta Scott con un eructo cuando están cantando una canción alemana), y que es otra muestra de con qué armonía se alterna situaciones de humor con dramáticas, y en las que, por añadidura, se comprende por qué esta película es una versión de otra realizada en 1931 por Howard Hawks, quién sabía como pocos alternar tonos con tal fluidez, aunque esta nueva adaptación del relato The flight commanderby, de John Monk Saunders me parezca más equilibrada e inspirada, sin la impostura que rezuma la obra de Hawks (un envaramiento que rara vez se puede rastrear en su obra: otro ejemplo sería Peligro: línea 7000, 1965).

Hablábamos de ritornello. La situación, o la perspectiva, cambia para Courtney cuando de nuevo actúa fiel a su impulso, contrario a las rígidas ordenes que abomina, y realiza una incursión, junto a Scott, bombardeando las instalaciones enemigas, con tal fortuna, que el alto mando da la enhorabuena al mayor Brand, pensando que éste ha tenido esa iniciativa, y le traslada a un mejor destino, para alborozo de Brand, ya que ahora Courtney, al asumir el mando, comprenderá muy bien cuáles eran sus padecimientos, y cuán difícil era su cargo, en el que no había componendas, y si muchas contrariedades y pesares. Y así es, Courtney se encontrará en la posición que antes despreciaba, asumiendo los sinsabores y frustraciones que afligían a Brand cuando no podía cambiar las órdenes del alto mando, y encontrando ahora una réplica de su conducta anterior en Scott, que también califica de insensibles sus órdenes, y más cuando implica la vida de su hermano, a quien le han destinado a la escuadrilla. Pero una cosa es lo que le gustaría hacer a Courtney, y antes a Brand, y otra lo que pueden cuando el alto mando hace oídos sordos a sus cuestionamientos y demandas. Y el hermano muere. Y si en una secuencia anterior citábamos aquel travelling hacia Courtney cuando ve que su amigo Scott está vivo, ahora se realiza otro sobre él, cuando su amigo Scott le desprecia culpabilizándole de la muerte de su hermano. No hay nada que hacer, la guerra es un absurdo, sin sentido, y ellos están atrapados en su rígida tela de araña de jerarquías, dependientes de aquellos que deciden guerras y dictan órdenes. Courtney morirá al final, para evitar que eso suceda a su amigo Scott, cuando este se ha presentado voluntario para una misión en la que un solo piloto tiene que hacer una decisiva incursión 60 kilómetros dentro de las líneas enemigas. Y ahora será Scott el que ocupe el cargo y posición de Courtney, y antes Brand, y habrá alguien que le descalificará por ser insensible, sin saber que está atrapado en la sinrazón de la rígida política de guerra, en la que las pérdidas son números sin rostro, excepto cuando los tienes delante, y tienes que bregar con la reprobación y recuerdo de rostros, que igual un día desaparecen, porque no puedes lograr que el sentimiento derrote a las inclementes órdenes.

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