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lunes, 29 de marzo de 2010

Wendy and Lucy

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Hay ciertas películas que ya contando su argumento, pueden dar una aproximada idea de lo que ofrecen, como, a la vez, de sus limitaciones, porque no ha transcendido su planteamiento. Es cine casi notarial, o ilustrativo. O lastrado en convenciones. En otras no sería posible si quisiéramos apreciar y discernir sus resonancias expresivas. Las hay que se deslizan entre nuestros dedos, ya que es la sinapsis narrativa entre sus imágenes y sus intersticios, entre lo mostrado y lo sugerido, lo que crea un sentido, como ejemplifica la magnífica y conmovedora ‘Wendy and Lucy’ (2008), de Kelly Reichardt. La cineasta logra dar carne dramática a los espacios vacíos y a las fisuras de la narración, a los tránsitos y a las transiciones. Son sobre los que está ‘Wendy and Lucy’. Es una obra de desplazamientos, su trama es la errancia, o la orfandad de un movimiento que de pronto se ve desubicado, e inmovilizado o atrapado, como si girara sobre sí mismo. Y se convierte en eficaz metáfora de una forma de vida que crea seres periféricos, perdido su lugar en la sociedad de la opulencia. Wendy podría asemejarse al protagonista de ‘Hacia las rutas salvajes’ (2007), de Sean Penn. Se dirige hacia Alaska, rompiendo con su vida anterior.
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Pero poco tienen que ver. Como ambos estilos no pueden ser más disimiles (Penn cortocircuita la narración con un atropellado montaje; la no convencionalidad de su planteamiento entra en colisión con la convención de sus recursos formales). Wendy era ya un personaje desplazado pero no por diferente visión de vida (como la que busca el protagonista de la obra de Penn) sino porque, como tantos otros, se encuentran sin lugar para sobrevivir. De ahí que la pérdida de su perra se convierta en reflejo de esa intemperie vital. La cual se ve amplificada por la confrontación con el talante de un entorno ajeno a los demás, en donde el gesto generoso ( como el que encuentra en el anciano guarda de seguridad) despunta con tal rasgante resonancia. Wendy está en ninguna parte, en una tierra intermedia en su tránsito, en un pequeño pueblo en el que, de repente, como consecuencia de un gesto mezquino (el de un empleado de un supermercado que la sorprende llevándose sin pagar una lata de comida de perros, el perfecto epítome del esbirro, que sin piedad propicia que la detengan durante unas horas) su perra desaparece. Su búsqueda guía el relato, hecha de encuentros, tránsitos, desplazamientos. Un espacio y un tiempo de intemperie. Sólo cubierto provisionalmente por el gesto generoso.
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Reichardt hace de esos estados latido de narración (una narración que 'fluye'), apoyada en el gesto de la eficaz prestación de Michelle Williams, desamparada, a la vez que determinada. Con la desgarradora conclusión de que en esta sociedad sólo queda el tránsito, pues el hogar, la condición acogedora del otro, no es más que una ilusoriedad, una carencia permanente. El gesto sacrificial generoso se revela como la única respuesta (auto)afirmativa de la dignidad. Un desolado pero combativo gesto de protesta.

Desafortunadamente, esta bella obra, 'Wendy and Lucy (2008), una de las propuestas más sugerentes que ha dado el cine en los últimos años, aún no conoce estreno en nuestras pantallas. Es la tercera obra de esta cineasta (editora y guionista en 'Wendy and Lucy' también) que recupera el real aliento del cine independiente, de lenguaje alternativo, el de los 80, el que representaron Jarmusch o cineastas como Sara Driver y Eric Mitchell, y que aún se puede apreciar en cineastas como Gus Van Sant o David Gordon Green.

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