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jueves, 21 de marzo de 2024

Fanny y Alexander

 


Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1983), de Ingmar Bergman, comienza con un plano de Alexander (Bertil Guve) jugando con la miniatura de un escenario teatral (y recorriendo las estancias vacías de la casa, como un fantasma en su propia realidad; la realidad y sus velos, como cuando es encuadrado mirando al afuera a través de la ventana; realidad difusa, realidad escurridiza), y finaliza con Alexander, en el regazo de su abuela, Helena (Gunn Wallgren), escuchando leer a ésta unas frases de El sueño, de August Strindberg: 'Todo puede suceder, Todo es posible y probable. Tiempo y espacio no existen. En un fino armazón de realidad, la imaginación gira, creando otros patrones'. La realidad como escenario, como lo es la mente. La realidad se conjuga entre el afuera y las tramas de la mente, las expectativas y proyecciones, las inferencias que buscan ajustar la realidad a un modelo, los miedos y las frustraciones, las contradicciones y deseos. Los límites de lo real se difuminan, como en los sueños. Ser o no ser. Identidad y cuerpo, rituales, gritos, susurros y silencios. Marionetas, personajes, y carne que se duele, carne que se degenera, carne que exuda y tiembla, carne que se agita en sensaciones y pulsiones. Rostros que son máscaras, múltiples máscaras o quizás sólo una que si se arrancara extraería la carne con ella. Somos actores y personajes. Somos una sucesión que papeles que interpretamos (somos la hija, la madre, la esposa, la abuela, y somos según nuestra labor y nuestra posición, entre otros personajes para los otros o incluso para nosotros mismos según cómo interiorizamos esa identidad o función) y somos mejores o peores actores según nos ajustemos a un papel.

La obra se abre con un ritual, el de una celebración, la cena de navidad, en el hogar de Helena (Gunn Wallgren). La cristiandad colorida, exuberante, epicúrea, pagana; la que acepta la diversidad, como Helena invita a su mejor amigo, el judío Isak (Erland Josephson), cómplice con quien comparte sus intimidades, su fragilidad al sentir como ya se acerca el fin de una vida. En este escenario confluyen buena parte de los principales personajes. Uno de los tres hijos de Helena, Gustav Adolf (Jarl Kulle), hombre de negocios de éxito, vive ajustado a su rol de hombre al que se permite sus devaneos con otras mujeres, dando rienda suelta a su vivaz epicureísmo, porque lo considera impulso incontrolable (y en el que no deja de haber cierto afán de afirmación); una virilidad simple, risueña, casi infantil. De algún modo se ajusta a un personaje social instituido (las prebendas del hombre). Su esposa lo acepta de acuerdo a esa convención instituida, y porque lo contrarresta que sea hombre tan generoso; aunque le disguste, como refleja, aun sonriendo, su bofetada a la nueva amante, Maj (Pernilla August), la criada que cuida de los niños; las formas sociales como sonrisas que camuflan las contorsiones de las disconformidades. El segundo hijo, Carl, es el hombre frustrado, aquel que no ha encontrado su lugar en el mundo, que se siente fracasado, en la periferia del escenario. La liviandad irresponsable del primero se contrasta con la dolorosa gravedad del segundo. Bergman lo refleja en dos secuencias consecutivas, aquella en que Gustav Adolf vive una noche de amor con la criada (con elementos cómicos que apuntan a su irrisoriedad, como la cama desmoronándose en pleno trance sexual o su pronta eyaculación) y aquella en la que Carl expresa todo el desgarro de su desolación vital con su esposa, entre reproches, lamentos y espasmos de furia.

El tercer hijo es Oscar, el padre de Fanny y Alexander, actor teatral. A través de él Bergman explicita esa frágil línea entre lo real y el escenario, entre el ser y el no ser, una realidad difusa en sus límites. Oscar interpreta en la obra al fantasma del padre de Hamlet. Durante uno de sus ensayos es cuando se sentirá indispuesto. Tras fallecer se aparecerá en repetidas ocasiones, como fantasma, a su hijo, pero también a su madre, cuando solicita su ayuda para que los rescate de la pesarosa circunstancia que viven con su padrastro, el obispo Vergerus (Jan Malsmjo), con el que se ha casado Emilie (Ewa Fraulin), de algún modo para cauterizar su dolor por la perdida de Oscar (cuya muerte grita con desgarrada desolación la noche de su muerte; tan obscena, en cuanto descarnada, en la representación del dolor como es la de la desesperación de Carl). El hogar de Vergerus se contrapone al del prestamista judío, amigo de Helena, Isak (Erland Josephson). El primero es un espacio despojado, ascético, que refleja el fracaso de un ansia de transcendencia en la supresión de lo accesorio; es el cristianismo austero de la privación. Vergerus intenta que la realidad se ajuste a su modelo de realidad, y su fracaso lo convierte en un personaje trágico. Uno de los grandes aciertos de la obra es este complejo personaje que reconoce que sólo tiene una máscara, y que si se la arrancara extraería su carne: la falta de receptividad de Alexander, que no se doblega a sus designios (cual Hamlet que se rebela ante su padrastro), la vive también con desesperación, como algo inconcebible para lo que cree unas convicciones justas: por ello su muerte, será desazonadoramente trágica, abrasado; abrasado por su incapacidad de ver, por querer que sea la realidad la que se amolde a su mirada. No es solo alguien que se impone (como cuando remarca a Emilie que cuando se traslade a su casa no traiga absolutamente nada de sus pertenencias, y lo mismo en el caso de sus hijos; quiere que inicie su vida compartida con él como si fuera un bebé recién nacido; exige que borre toda su vida pretérita como si fuera a ser una extensión de él, de su vida, de su modo de relacionarse con la vida). Es también alguien que sufre. La contrariedad cuando no se ajustan a sus concepciones se torna desesperación y por tanto furia (su forma de agarrar la nuca de Alexander, o de sacudir su cabeza con fuerza, o de castigarle con azotes). Para él la imaginación colinda con la mentira; no puede aceptar sus relatos, la necesidad de fuga y sublevación que representan sus historias (cómo cuenta en el colegio que se escapó con un circo o cómo mantuvo presas a su anterior esposa e hijas). La noción de verdad pero también la de honestidad se convierten en escenario de disonancia y combate.

La tienda de Isak es el espacio de lo mágico, donde la realidad deja asomar sus inciertas fronteras. Un espacio de decoración abigarrada, rebosante, colorida (en contraste con la blancura de la casa de Vergerus). Y a diferencia de la simplicidad del espacio de Vergerus, acorde a su cuadriculada concepción de la realidad, un espacio laberíntico con múltiples recovecos (en el que Alexander se pierde en la noche) donde viven Aron (Mats Bergman), marionetista y mago, y, sobre todo, Ismael (Stina Ekblad), de aspecto andrógino (es el cuerpo diverso y ambiguo en contraste con la privación o violencia corporal que representa Vergerus), en cuya misma identidad incierta se corporeiza esas difusas fronteras (es lo incierto, es lo otro, es el mismo Alexander), ejemplificado en su encuentro en la noche con Alexander, donde conjuga los deseos de Alexander con su materialización ( la muerte de Vergerus, cuando su hermana en llamas se abalanza sobre él). ¿Coincidencia o los deseos de Alexander se han realizado gracias a la intervención de Ismael? Claro que es difícil desprenderse de los fantasmas del pasado, o los fantasmas de la mente que han calado en la misma dejando sus residuos, como refleja la aparición de Vergerus en el pasillo de la casa de la abuela, golpeando a Alexander, y diciendo que nunca se librará de él. Porque las sombras de la vida siempre acompañarán, aunque al mismo tiempo se celebren los nacimientos de una nueva vida, del mismo modo que convivirán las decepciones con los anhelos de la ilusión.

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