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jueves, 1 de abril de 2010

Los vikingos

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Hay secuencias que se convierten en enseña del más genuino y exultante aliento del cine de aventura. Da igual cuántas veces la haya visto, y cuántas décadas hayan transcurrido desde la primera vez que uno quedó cautivado, y las entrañas y la piel se encendieron como si se elevaran. Siempre es una primera vez, siempre me suscita la misma emoción arrobada. La primera llegada del barco vikingo al poblado, al son de la música de Mario Nascimbene, en 'Los vikingos' (1958) de Richard Fleischer, siempre será 'la secuencia' que condensa ese aliento. Su modélica modulación, el barco surcando los fiordos, los acordes de la música de la banda sonora enlazándose con los del del cuerno que les recibe, cómo los habitantes del pueblo se ponen en movimiento como parte de una compartida emoción coreografiada para recibirles con alborozo, la música, con más exuberante energía, que vuelve a dominar la banda sonora. Es y será siempre un momento único en una película, una obra maestra, que mantiene ese aliento y pulso en todo su metraje. Un modélico ejemplo de lo que es cine de aventuras, tan exultante en su plenitud de emociones y fisicidad como rebosante de claroscuros.
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Porque es difícil encontrarse con dos personajes protagonistas tan complejos como poco ejemplares o poco simpáticos, y ésto rasga y desestabiliza los resortes de identificación. Einar (Kirk Douglas) es arrogante y vanidoso, una fuerza bruta depredadora que no tiene miramientos ni con las mujeres, acostumbrado a que todas se subordinen a sus encantos o capricho (gran detalle que sea el único que no porte barba), ni con aquel que no es de los suyos (el desprecio con el que recibe al aliado inglés) o hacia aquel que contraríe su voluntad. Y no hay otro que la contraríe más que Erik (Tony Curtis), un esclavo que en la primera secuencia juntos le lanza el águila al rostro, dejándole tuerto. Erik quizá sea el héroe más sombrío o taciturno que ha dado la pantalla, su mirada parece estar siempre poseída por unas esquirlas de furia u odio. Lo que no saben ambos es que son hermanos de sangre ( y para quién lo sabrá, en las últimas secuencias, Einar, tendrá consecuencias fatales ese conocimiento). Ese es otro de los grandes atractivos de esta obra. Lo que los personajes no saben pero el espectador sí: los personajes combaten y se desprecian, o se conducen a la muerte, ignorantes de los lazos que les unen. Porque Erik es hijo bastardo del rey vikingo, Ragnar (Ernest Borgnine), fruto de la violación de éste a la reina británica, hecho que él ignora ( otros personajes son lo que lo sabrán gracias a la empuñadura que porta en el cuello), y por eso no sabrá, cuando entregue a Ragnar a los ingleses, para que sea lanzado al pozo de los lobos, que está enviando a la muerte a su padre.
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Ambos, Einar y Erik, desearán y amarán a la misma mujer, la princesa galesa Morgana (Janet Leigh), la prometida al rey británico Aella (Frank Thring), tan cruel y bárbaro, e incluso más mezquino, que los vikingos. Einar habituado a que toda mujer ceda a su voluntad no logra comprender que ella le rechace, y los celos serán otro elemento añadido de odio hacia Erik, a quien Morgana ama. Una de las secuencias, precisamente, más brillantes en el inicio es aquella de la prueba de adulterio (de una mujer que ha sido amante de Einar) en la que el marido debe cortar las tres trenzas con su hacha (Einar ante su torpeza las corta las tres; al mismo tiempo, en un hilarante e ingenioso diálogo, el aliado británico, Lord Egbert (James Donald) pregunta a Ragnar sobre el sentido de la prueba si le mata a la esposa en el intento o no corta ninguna: en el primer caso ella es culpable y en el segundo el ahogan al marido). La película da muestras de su elaborada documentación sobre las costumbres vikingas, pero ésta es una invención, como lo es otro gran momento, aquel en el que el barco de Einar llega tras secuestrar a Morgana y los vikingos saltan de remo en remo. Otro aspecto que incide en ese absurdo o paradojas entre lo que los personajes son pero no saben otros, que se rigen por lo que representan, lo tenemos en la relación entre Morgana y Erik: para ella él, aunque le reconozca que le ame, es un vikingo, un esclavo y un pagano, sin saber que tiene también sangre inglesa y que es hijo de reina: como le dice él, sus almas deben sentirse tranquilas de que sepan cada una lo que son, pero deben dejar que sus pieles se dejen llevar por lo que se reconocen la una en la otra. Algo de ésto palpita en las miradas de Erik y Ragnar cuando éste le pida que le deje una espada antes de lanzarse al pozo de los lobos (ya que un vikingo para acceder al Valhalla debe morir portando una espada). Pese a las advertencias del rey Aella, Erik se la da, y acabará perdiendo incluso una de sus manos. Y como señalaba antes, en el duelo final entre Einar y Erik, en ese magnífico escenario escalonado,que no por casualidad es en lo alto del castillo inglés conquistado, Einar, al que acaba de decir Morgana que Erik es su hermano, duda cuando puede matar a Erik, postrado en el suelo ante él, instante de duda fatal que supondrá la muerte a manos de un Erik perplejo por esa vacilación. Este espacio en las alturas, un espacio despejado aunque sinuoso, revela el conocimiento, el mar venenoso, ese mar dominado por la niebla, representa esa niebla que domina a los personajes que no saben ver al otro más allá de lo que representan.
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Hay otro plano magnífico, que, una vez más, revela el prodigioso sentido de la composición de Fleischer, y que condensa las complejas entrañas de esta excepcional obra, aquel en el que vemos a la izquierda del encuadre,en primer termino, a la hechicera que lanza las runas, Kitala (Maxine Audley), la que ayuda y guía 'en la oscuridad' a Erik, y a la derecha, al fondo del encuadre, los barcos vikingos que marchan hacia las islas británicas, hacia el último enfrentamiento. El destino, la revelación, no exenta de misterio, el impulso del instinto y las nieblas del conocimiento.

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