miércoles, 30 de diciembre de 2009

Donde viven los monstruos

No pude evitarlo. Me he tragado bodrios enteritos a espuertas. Pero hay ocasiones en las que uno deserta, y abandona. Ayer me ocurrió con ese pestiño de nombre 'Donde viven los monstruos'. 50 minutos ya eran suficientes. La sensación es que navegaba en la nada, y encima intentándome hacer creer que era una fábula o alegoría de peso. Su prologo con este niño caprichoso, quejumbroso y fantasioso ya incita a preguntarse cuál es la consistencia de lo que uno está presenciando (aparte de ganarse a pulso el trono de niño repelente). Tiene una pataleta, o berrinche de proporciones elefantisíacas, se escapa, coge un bote, y aparece una isla con muñecos gigantes. Vale. Estupendo. Un momento, ¿se juega con algún contraste? ¿Hay algún tono, atmósfera? ¿esa indefinición en el tratamiento de lo real y lo fantasioso sin diferenciarse aporta algo? ¿Narcolepsia, estupefacción? No dejaba de tener la sensación de que estaba entre aquellas imágenes con las que empezaba Barrio Sesamo. Pero aquí no estaban Coco ni el monstruo de las galletas. Todo me resultaba inane, y lo peor, pretencioso. Mr. Spike Jonze había rodado dos obras que adquirieron su dimensión de culto, pero, francamente, sus méritos tengo la impresión de que provenían ante todo de los guiones de Kauffman. Al menos, aquí, en los primeros minutos sale esa excelente actriz que es Catherine Keener. Algo es algo.

Catálogo de deserciones cinematográficas

La deserción que realicé ayer de la soporífera 'Donde viven las cosas salvajes' me ha hecho recordar otros hastiados abandonos pasados. Unos cuantos ejemplos:
-Este es fácil de comprender. Dure diez minutos con la segunda parte de Transformers ( lo que me libra de acercarme a la primera). El señor Michael Bay tiene el dudoso honor de disponer de la filmografía más pródiga en bodrios aburridos y diría que nocivos. Se le podría llamar el Ed Wood de los grandes presupuestos. A ver quién es el guapo que logra realizar una serie de películas de la catadura de Armaggedon, La isla, La roca o Dos policías rebeldes. No es fácil aunque uno se esfuerce en realizar tales pestiños. Porsiblemente el señor Tony Scott tendría todas las papeletas para ser el subcampeón, también entusiasta del hipertrofiado montaje de velocidad speedica (se podría establecer un juego a ver quién es capaz de retener lo que muestran sus planos vistos y no vistos). Su filmografía es un páramo de creatividad: El asalto al Pelham, El ansía, Top gun, Días de trueno, Fanático, El último boy scout o Amor a quemarropa.
- Esta será más polémica. No soporté Kill Bill. Al de media hora opté por acelerar su final dándole al forward. Tal me parecía el despropósito de filigranas formales cual canto al vacío y congratulación en la violencia. Lo que no me incitó a ver su segunda tarde. Eso sí, me tragué enterito su siguiente engendro, Death proof. Ah, Pulp fiction no me parece deleznable pero sí muy sobrevalorada. La mejor de este director me sigue pareciendo aquella en la que menos se nota su rúbrica o firma, Jackie Brown.
-Bela Tarr está de moda en los circuitos cinéfilos festivaleros. Intenté aguantar pero no pude pasar de la media con su Man on a train. Quizá no tenía el día, pero para degustar las epifánicas lentitudes mejor recuperar a Tarkovski.
-Tampoco pude con una de las obras preferidas de la modernez. Aguanté veinte minutos Requiem por su sueño, porque me estaba dando sueños y mareos. Eso sí, hay que reconocerle a Arronofski las excelencias de la posterior El luchador. Y The fountain aun sufriendo indigestión de simbologías tenía su cierto encanto ( o una sublime banda sonora).
- Está considerado un genio por muchos, como el citado anteriormente Tarantino, pero deserté recientemente de dos obras de Orson Welles : No pasé del cuarto de hora de la afectación de su Macbeth, y poco más de media hora pude con Campanadas a medianoche. Aguanté La dama de Shangai pero también me parece muy desequilibrada.
-Un cineasta que antes admiraba mucho, Godard. Mis recientes visitas a algunas de sus obras se han saldado con la decepción. No pude pasar del cuarto de hora con Alphaville, y Nuestra música. Y poco entusiasmo me causaron El desprecio o Masculin femenin. Quizás sean rachas.
-Sí llegué a la hora de Pollock, de Ed Harris, pero ya no pude más. No lograba transmitirme la crispación de su personaje, o me crispo su estilo tan indefinido y extraviado, más que el del propio Pollock. Pero su siguiente obra Apaloosa, sí me pareció notable.
- Manuel de Oliveira es otro totem sagrado de cierta cinefilía. Tres cuartos de horas de El valle de Abraham de sus tres horas me parecieron suficientes. Intenté de nuevo sumergirme en su universo con El convento, pero la narcolepsía que me suscitaba era demasiado fuerte. No he vuelto a sentir el impulso de acercarme a sus obras. Algo parecido me ocurrió con Lars Von Trier tras padecer su enfermizo via crucis Rompiendo las olas. Aunque me interesaran sus obras anteriores, fue tan contundente el rechazo vital que me supuso esta película que me impelió a no querer ver más de él. Aunque por casualidades acabará viendo Bailando en la oscuridad, que me causó parecida impresión, y refrendó en el poco interés en ver más películas suyas. Que Ant¡cristo la vea su abuela.
- No pasé de los tres cuartos de hora con El viento que agitó la cebada ( y mis neuronas) de Ken Loach. Pedrestre en su realización hasta decir basta, parecía española. Y me quitó las ganas de realizar otra incursión en su cine. Hace poco probé con En un mundo feliz, pero al de una hora y algo ya le dí al forward. Qué decir tiene que no tengo mucho entusiasmo en ver su última obra, Buscando a Eric, aunque salga Cantoná.
Seguro que me dejo algún otro pavoroso viaje cinéfilo, pero si lo recuerdo lo reservo para algún nuevo capítulo de Catálogo de Deserciones u Horrores. Ahora enfundo la espada hasta nuevo aviso. That's all folks.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Avatar

Se puede decir que la vivencia del avatar es reencontrarse en un territorio familiar aunque sus ropajes puedan parecer novedosos. Sorprende pero no sorprende. Cameron, como en Titanic, sostiene su admirable músculo narrativo, sobre convenciones y clichés, o personajes con un perfil psicologico de escaso relieve, y un discurso bienintencionado pero elemental. Es ameno cine convencional, con algún momento, en su primer trampo, de deslumbrante magia ( los primeros momentos de incursión en ese otro mundo). En sus mimbres se aprecia un cruce de estereotipos o arquetipos ( elijase lo que más guste) vistos mil veces, como el de Espartaco o Pocahontas ( aunque compárese con la utilización que hacía de esta última en la sublime 'El nuevo mundo de Malick). Esa línea de la trama, de sugerentes posibilidades, la del contraste entre las dos realidades, o dos personalidades, real y virtual, y en un personaje que como humano es paralítico, no está aprovechada lo suficiente. Cuando llegan los 'avatares' de la narración al punto de un conflicto, entre esas dos realidades, y lo que provoca o condiciona en ambos mundos, opta por la elección cómoda, la del espectáculo de acción, brillantemente resuelta, pero que define el alcance de este Avatar. No se sume en la mediocridad, ofreciendo un superficial pero ameno viaje, cautivador en ocasiones, pero tampoco se eleva en alturas dramáticas complejas. Y al salir de este viaje uno se ha olvidado casi de lo que ha vivido. Es un avatar demasiado standard, como si uno hubiera acabado viajando entre formulas clonadas que le distancian de una experiencia que debería haber sido arrebatadora.

viernes, 25 de diciembre de 2009

El pueblo de los malditos

Algo misterioso sucede en Midwich. Todos sus habitantes, a un mismo tiempo,parece que pierden el conocimiento. O no se sabe muy bien qué les ha pido ocurrir. Intrigante, por otra parte, es que en cuanto se traspasa cierto límite invisible, se pierde el sentido, como si se cruzara un umbral. Pero de repente, todos despiertan. Y al de poco tiempo, se descubre que todas las mujeres han quedado preñadas. Y cuando nacen las criaturas todas parecen disponer de cualidades excepcionales de inteligencia, y un poder mental capaz de manipular y dominar las mentes de los otros. Incluida cierta inclinación a acabar con la vida de todo aquel que quiera enfrentarse a ellos. O contrariar su voluntad. Su aspecto semejante, con ese cabello rubio, de claras resonancias arias, introduce unas resonancias siniestras a estos elegidos nacidos por un inexplicable misterio que poco tiene de salvador para las llamadas criaturas humanas, sino espejo de la oscura tendencia humana a dejarse llevar por la pulsión de poder.

'El pueblo de los malditos' (1960), de Wolf Rilla, con el insigne George Sanders, es una excelenta muestra del cine fantástico británico. Sugerente la desconcertante atmósfera que se crea en las iniciales secuencias con el extraño fenómeno que nadie puede explicar, como sutilmente sobrecogedoras las siniestras acciones de estos niños que son capaces de provocar que alguien se estrelle con su coche o se dispare con una escopeta. Impecable ese final en el que Sanders se enfrenta a ellos, interponiendo ese muro mental,para que no descubran que ha colocado una bomba para acabar con ellos. La elegancia del más refinado y transgresor cine fantástico.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Boogie nights

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'Boogie nights'(1997), nos muestra cómo se crea una familia disfuncional en un espacio considerado anómalo socialmente, el equipo de rodaje de películas pornos. Uno de los elementos más sugerentes de esta pelicula es esa mirada luminosa, en su naturalidad, que revelaba que daba igual a lo que se dedicaran, como la mirada natural sobre el sexo, los cuerpos. No aplica una mirada extrañada de retratar un universo anómalo, lo anómalo son las relaciones enquistadas o de desencuentro, y estas pueden darse en este contexto o en una familia natural o en una labor legitimada socialmente.Por eso, se constituye en espejo de lo denominado normalidad, un espejo más que distorsionado revelador por contraste, a través de esos afectos que se creaban entre los personajes, y que ponía en evidencia cómo se crean los mecanismos de dependencia o afinidad en cualquier ambiente, y cómo su perturbación o cortocircuito son aquellos derivados del ego, de la vanidad o de la soberbia. Todo es cuestión de actitud. Además, es un fascinante y corrosivo retrato de una época, los finales de los 70 y los inicios de los 80. O cómo se estigmatiza al que es diferente, por ejemplo, para darle un crédito bancario. Y, sobre todo, todo un derroche de creatividad de este excepcional cineasta, desde el soberbio largo plano secuencia inicial. Estos abundan, musicalizados, en la línea Scorsese, pero incluso superándolo, o realizando varia secuencias de montaje alterno tan desgarradoras como insuperables. O creando secuencias aparte que son un film en sí mismo como la tensa y alucinatoria secuencia en la casa del traficante de drogas. Su remate es ese largo primer plano sobre el rostro de Wahlberg, una refinada manera de reflejar una toma de consciencia, cómo ese personaje ha cruzado un umbral en el que se da cuenta de hacia qué abismo se había conducido por su pueril vanidad. Y es que, de nuevo, todo es cuestión de actitud, no de tamaño, ni de la posición que ocupas ni del valor de imagen del que dispones.

'Boogie nights' (1997), con un fabuloso reparto, Mark Wahlberg, Burt Reynolds, Julianne Moore, Philip Seymour Hoffman, William H Macy o John C Reilly, es la segunda obra de Paul Thomas Anderson, su primera obra maestra, aunque ya su opera prima, Sidney, era estupenda. Cada secuencia para construida y rodada por un orfebre. Alternando los tonos de modo ejemplar, desde el irreverente sarcasmo al desgarro emocional, o el toque sombrío. Y demuestra que hoy en día pocos cineastas tienen tal dominio expresivo con los movimientos de cámara. Un gran maestro.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Enemigos públicos

Hay que reconocerle al cesar lo que es del cesar. Michael Mann consigue lo que pocos hoy en día, hacer de la narración pura experiencia de nervatura a flor de piel. Ha depurado ciertos amaneramientos formales que podían lastrar, sobre todo cuando enfocaba a los personajes, caso de Heat donde las brillantes secuencias de acción destacaban sobre ciertas secuencias íntimas donde pesaba un cierto toque postal visual. Con Collateral logró su obra maestra, prodigio narrativo de sutil tramado conceptual, el equilibrio entre las partes, integrando en su universo expresivo esa herencia del cine del gran Jean Pierre Melville. En Enemigos públicos traza un escueto retrato de dos mundos opuestos que no son tan lejanos, el mundo de la delincuencia y el de la ley, incluso retratando como más siniestro éste último. No incurre en idealizaciones románticas tampoco del bandido enfrentado al orden en unos tiempos de precariedad económica. Todo es más sutil y contenido. Precisado en magníficos detalles como esa figura secundaria del canoso representante del la ley, que sabes que adquirirá una relevancia final, que culmina en esa extraordinaria secuencia final con la novia de Dillinger. Sublime plano final de Marion Cotillard, que define lo que entre líneas nos han estado narrando mientras nos deslizábamos en un portentoso carrusel de secuencias de acción y de trazos tenebrosos sobre un mundo de pesadilla donde no hay refugio, ni el orden ni en el espacio exiliado de su transgresión.

'Enémigos públicos' (2009), con Johnny Depp, Christian Bale y Marion Cotillard. Qué dominio del espacio, de la composición, de la modulación graduada de los tempos. Chapeau para secuencias como el asalto de los hombres de la ley al hotel.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Annie Hall

Annie Hall (1977) es como la nave nodriza del cine de Woody Allen. Supuso su afianzamiento como uno de los escasos cineastas que han logrado dar lustre aún a la comedia norteamericana. Y es uno de sus puntales en cuanto ingenio creativo. Allen se inspira en el Amarcord de Fellini para evocar no el espacio de recuerdo mezclado con lo imaginario de la infancia y el pueblo natal, sino el de las relaciones sentimentales y una mujer en concreto. No hay límites para la imaginación como para los recuerdos. En una discusión en la cola de un cine se puede recurrir al instante a Mcluchan para que arbitre la misma ( a su favor, claro). Y es que,como dice Allen en ese instante, qué diferente sería la vida si eso pudiera ocurrir. La realidad parece que siempre se queda a la zaga con lo imaginado, como esa duplicación fantasmal borrosa de ausencia en espíritu de Annie cuando hacen el amor, porque no puede implicarse si no fuma un porro. La vida es una extraña montaña rusa ( y más aún para quien ha vivido su infancia debajo de una). Pero siempre nos quedará el Paris de los ingeniosos gags. La escena en la que Allen estornuda sobre la cajita de cocaina que ha costado 2000 dolares esparciéndola completamente.La conversación con el hermano de Annie, sobre la tentación que siente cuando conduce en la noche de estrellarse contra los coches que vienen en la otra dirección cuando ve la luz de sus faros ( y el plano de Allen en el viaje posterior mirando temeroso al rostro impávido del hermano conduciendo). Y la secuencia con los niños con los que compartía clase de pequeño, y el remate de algunos diciendo a lo que se han dedicado de adultos, cerrándose con la niña que dice 'Yo trabajo en cueros'.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El silencio de un hombre

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'El silencio de un hombre' (1967), de Jean Pierre Melville. Un hombre cuyas acciones son rituales. El interior de su casa asemeja un rostro humano. Su compañia, un pájaro en una jaula. Ruedas de reconocimiento, persecuciones en el metro, desplazamientos, gotas de lluvia sobre parabrisas que difuminan el rostro. Un samurai. Un lobo solitario en una realidad de jaulas y rituales. Gestos que buscan un silencio que no responde.

El hombre que mató a Liberty Valance

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Una flor de cactus, un bistec, un látigo, un nombre en un trozo de madera, una desvencijada diligencia cubierta de polvo. Objetos que narran historias, y condensan hondas emociones.Como el gesto repetido tres veces de encender un cigarrillo por un hombre, Doniphon (John Wayne) que rescata a otro, Ransom (James Stewart), el cuál no podrá encenderlo (en la secuencia final) porque el hombre que mató a Liberty Valance no es él, aunque lo diga la leyenda, sino aquel que da lumbre a las sombras (y luz a la verdad).
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'El hombre que mató a Liberty Valance' (1962), de John Ford, es, ante todo, pura emoción. Cómo logra en sus primeras secuencias hacer palpable el pasado compartido por los personajes que se reencuentran después de muchos años, y la doliente y tierna emoción que vibra en sus miradas y gestos. Se puede hablar de cómo pone sobre el tapete lo dificil que es conseguir el equilibrio entre naturaleza y civilización, porque lo indómito puede manifestarse en forma de caos y barbarie y las leyes ser un entramado de mentiras y conveniencias, un mero teatro. De ahí la ironía de que ese representante del caos se llame Liberty Valance (fonéticamente, el equilibrio de la libertad) y que el tres veces 'rescatado', representante de la ley y la razón, se llame Ransom (rescate). A ambos mata y rescata el mismo, el hombre que quedará en las sombras aunque haya propiciado esa transformación radical del paso de la barbarie a la civilización

El hombre del brazo de oro

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El hombre del brazo de oro lo es por su buena mano con las cartas. Lleva la banca en el juego, pero no domina la de la vida. Depende de los demás, de su mezquindad. Y su brazo se doblega, como ante la heroina a la que se hace adicto. Su ilusión es ser batería de jazz, pero su brazo no responde, porque esta inmovilizado, atrapado en la falsedad de su esposa que finge necesitar silla de ruedas cuando puede andar.

'El hombre del brazo de oro' (1955), de Otto Preminger es una obra áspera, sin concesiones, que deja en pañales a moderneces vacuas como 'Requiem por un sueño'. Fue todo un hito, porque Preminger doblegó a la censura y, por primera vez, en una obra de un gran estudió se mostró sin ambages la adicción a las drogas, incluidas dolorosas, y sobrecogedoras, secuencias del personaje de Frank Sinatra enfrentándose al 'mono'. Pero, ante todo, es una obra sostenida sobre una aguda reflexión sobre las dependencias que nos creamos o que nos sojuzgan otros con sus aviesos intereses o miserías, como su esposa (interpretada por una esplendida Eleanor Parker) que se aprovecha de la culpa que él siente del accidente de coche que la dejó postrada en una silla de ruedas, cuando ella, realmente, está bien. Sí, es un ejemplo de que cómo el infierno pueden ser los otros. Otra variante del 'vampiro ( o más bien, parásito) emocional' que tan bien sabe hacer uso del victimismo como estragetegia.

Los profesionales

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'Los profesionales', de Richard Brooks reconcilia con la confianza en lo posible.Cabalga entre el exultante espiritu vital y sentencias sobre si las revoluciones aún son posibles, y si no derivan en otra revolución sucesiva,y el valor de la vida.¿Está destinado uno a ser un mercenario o un escéptico al márgen dado que el poder siempre estará en manos de los obtusos prepotentes o aún quedará el pequeño gesto disidente?

'Los profesionales' (1966), con Lee Marvin, Burt Lancaster, Robert Ryan y Jack Palance, es pura celebración vital. Además de toda una alegoría con carga de profundidad sobre el intervencionismo imperialista (son lo años de la guerra de Vietnam) representado en ese cacique que quiere recuperar a su esposa mejicana (porque es de su propiedad), hay toda una serie de incisivas reflexiones sobre las derivas de las revoluciones. ¿Cambian algo, o sólo quién detenta el poder?¿Queda el sustituir una revolución por otra, porque es necesaria una causa por la que luchar?¿Y si te domina la desilusión?¿No queda sino plegarse ante lo inevitable? Esta es una década pletórica para Richard Brooks: 'El fuego y la palabra', 'Lord Jim', 'A sangre fría' o 'Con los ojos cerrados' componen un ácido retrato sobre las ilusiones como combate inconformista y la vida instituida como engaño.

Alice y Martin

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No es fácil encontrar el centro de gravedad de los sentimientos, y más el acompasarlos a los de otros en unos fluidos pasos de baile que broten espontaneos sin coreografía predeterminada. No hay tampoco centro de gravedad en la narración de Alice y Martin, o permanece subterranea como las emociones que no se revelan, o...cultas por un miedo al que no se quieren enfrentar, o que se desbocan en fuga, confusas. Las olas del mar conjugadas con el pálpito de un feto en las entrañas de la mujer que amas pueden conjurar la trama enmarañada de emociones dolorosas del pasado. Las contracciones nerviosas que te paralizaban al dar a luz un sentimiento entregado pueden convertirse en paso de baile de un tango compartido.

'Alice y Martin' (1998), de Andre Techiné, con Juliette Binoche, Mathieu Amalric y Alexis Loret, se trenza sobre emociones, o su forcejeo, entre la de los personajes o en uno mismo. Un secreto trágico, que permanece en fuera de campo, es el emblema de lo que un modo u otro define al resto, los recovecos secretos del corazón que permanecen camuflados para no sufrir más. Alice y Martin son dos errantes figuras en busca de la reconciliación con el sentimiento luminoso, sin rasgones del pasado que enmudezan un posible nuevo dialogo amoroso.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Buenos días, tristeza

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El presente de 'Buenos días, tristeza'está empañado en blanco y negro.El pasado vibra con colores que son fulgor,pero no es sino apariencia a punto de descascarillarse.La inconsciencia puede generar la tragedía.Jean Seberg era una adolescente que ignoraba que la materia de la vida no se puede moldear en tramoya con intrigas.Ahora esos hilos son lágrimas secas en un rostro que es doliente máscara de tardía consciencia.

Además esta obra de 1958 es un nuevo ejemplo de la refinada sutilidad de la puesta en escena de Otto Preminger. Cómo juega con los pequeños detalles y gestos. Y el plano final del rostro de Jean Seberg dándose la crema facial es demoledor.

Ser o no ser

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Vida y teatro funden sus límites.El artificio puede rasgar las sombras de la realidad con un fulgor de más honda autenticidad.La vida puede habitarse como un escenario de enmarañadas dramaturgias.Lo irrisorio convive con lo trágico.Un hombre puede morir,al abrirse el telón,como si fuera el último acto de una obra.Otro recitar el monólogo de Shylock ante quienes deberían sensibilizarse por la sangre de sus palabras.

'Ser o no ser' (1942) es una de las grandes joyas de la comedia.Punto. En su momento, por ejemplo, quiso censurarse la frase que le suelta el oficial nazi al protagonista, Tura (Jack Benny), actor que está suplantando otra identidad: 'Tura hace a Shakespeare lo que nosotros hemos hecho a Polonia'. Define su aflilada y nada complaciente irreverencia (valga la paradoja, pero sobre paradojas se construye en vibrante y ejemplar armonía funambulística).

El camino de la vida (Pather panchali)

En 'El camino de la vida' no hay trama, sino un tapiz donde cada instante, cada figura, es parte de un conjunto,ya sea un insecto desplazándose por el agua,o dos hermanos corriendo emocionados al escuchar que llega el hombre de los dulces. El tiempo es fugacidad y acontecimiento, como ese tren que ven pasar en el campo de juncos.La accidentalidad de la Muerte y la celebración de la vida se entreveran en cada momento.

El camino de la vida' (Pather Panchali,, 1955), de Satjayit Ray, es la primera de las que componen la denominada 'La trilogia de Apu', al que aquí vemos ya niño, aunque su aparición sea ya avanzada la narración, puesto que él es un componente más de esta visión panteista donde todos son parte de un conjunto, como la hojas de los árboles, o las gotas de agua de un rio. Esa armonía y equilibrio que destila su narración puede evocar la del cine de Ozu.

Pickpocket

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Robar es un acto de desobediencia contra un mundo que no reconoce las mentes especiales. O así se ve Michel. Como se siente un fantasma que aún no logra habitar el mundo, como su despojada habitación en la que dominan los libros, su mente. Robar carteras es buscar el tomar contacto con el mundo, el querer sentirse presencia. El cuerpo que es reconocido, porque el tacto es el umbral en el que nos realizamos.

Puede parecer una contradicción, pero Pickpocket (1959), de Robert Bresson, se sostiene sobre una paradoja que es revelación. Es una fantasmagoría que logra conjugar acción y esencia. El espacio está contenido en el encuadre, porque el encuadre es el que revela y define. Cada gesto, cada elemento del decorado, como un diseño de sonido que rehuye el naturalismo, es parte de un conjunto que dota a la forma de realización. Lo concreto se funde con lo abstracto. El tiempo se hila con una musicalidad que proviene del interior, de una forma de habitar el mundo, o de sentirse extaraño a él, Las acciones son coreogradías en la que la materia pugna por concretarse, su transcendencia es que un ánimo se destila e su concreción. La representación del mundo depende de la mirada, y las hay que lo revelan.

Spione

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En Spione (1929), de Fritz Lang, la realidad es un espejismo socavado por conspiraciones subterráneas ocultas bajo las envenenadas apariencias de máscaras, disfraces, un baile incierto de identidades que son números. Trenes que colisionan, bancos gaseados, peleas de una crudeza sangrante, sacrificios por amor. Una agitación que busca rasgar ese telón en el que se camuflan los que quieren asaltar la realidad.

'Spione' (1929), no será la obra más afamada de la época muda de Fritz Lang, pero la considero su obra mayor en este periodo, por encima de obras de gran poderío visual, pero más endeble dramaturgia, como Metropolis o Los nibelungos. Spione es un alarde de vigor narrativo, ya su inicio es percutante con un montaje desenfrenado de diversas situaciones que nos situan en un mundo al borde del colapso. Como en su saga de Mabuse, bajo sus atavíos de obra de género, hay todo una carga de profundidad que es anuncio de los horrores por venir. El tablero del mundo se tambaleaba inestable. La realidad estaba escondida, hasta que brótó con toda su malevolencia. Lang no da respiro con esta obra, y crea momentos de gran fuerza dramática, como los dos suicidios, uno por honor y otro por amor.

Esplendor en la hierba

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Cómo se hacen palpables en 'Esplendor en la hierba' los cambios del escenario de la vida por el paso del tiempo. O cómo sentimos éste por cómo varía nuestra forma de habitar la vida. Lo que fue ya no es, pero aún permanecen los rescoldos. La adolescente que agarraba feliz la mano de su amado en los pasillos del colegio aún late en la que mira, años después, al hijo de éste como el que pudiera haber sido el suyo.

La hermosa 'Esplendor en la hierba' (1961), de Elia Kazan, con una magnífica Natalie Wood y Warren Beatty, te empapa con emociones y sensaciones a flor de piel, te hace sentir el paso del tiempo como desgarro, en parte por la consciencia de esas decisiones que no se tomaron en el momento preciso, mezcla de imposición e indeterminación, y que tiempo después contemplas como lo que hubiera podido ser. En pocos obras he podido sentir la física consciencia de cómo pasa el tiempo, y de cómo esa consciencia proviene de lo que uno fue y ya no es, de lo que hizo y no es recuperable porque tomó otras sendas, pero sigue acompañándote en tus entrañas. El final, el reencuentro de ambos, es de lo más bello que ha dado el cine.

En bandeja de plata

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De 'En bandeja de plata',se podría hablar de su vitriólicas invectivas sobre una sociedad a la caza de la adecuada 'galleta de la fortuna'.O de su rasgante melancolía,que brota de una ternura arrasada por el ácido de la codicia.Pero homenajeemos a Walter Matthau,quien crea uno de los más grandes personajes que ha dado la comedia,un leguleyo pícaro y cínico que se crea su particular galleta de la fortuna,por si cuela.

'En bandeja de plata' (1966), de Billy Wilder, es famosa, o popular, porque en ella se gestó una pareja protagonista inolvidable, la formada por Jack Lemmon y Walter Matthau. Aunque ésta sigue siendo la mejor de todas. La risa, fruto de su afilada agudeza, se congela por sus rasposas cargas de pofundidad. Como en 'El apartamento', vuelve a señalar que la integridad queda fuera de juego, o en un ssolitario campo de juego aparte (como queda claro con la secuencia final). La grisura de su blanco y negro no deja resquicio ya que se retrata una sociedad de fantasmas avidos de la depredación, que hasta sacan dinero de un cubilete donde se depositan monedas para ayudar a las madres solteras. La burlona y pegadiza música evidencia el patetismo implicito.

Eldorado

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Para llegar a El Dorado no hace falta ser el más hábil sino saber portar tus muletas. Los héroes son caballeros que pueden equivocarse, que pueden perder pie, pero que siempre saben reírse de sí mismos. La vida puede dispararte una imprevista bala que te paralice, pero también te la puedes disparar tu mismo por no saber afrontar una decepción amorosa. No falta el toque excéntrico, un joven de extraño nombre y sombrero que recita versos de Poe, mientras en la noche los caballeros lidian con su corazón para descubrir sus horizontes.

'El Dorado' (1966), de Howard Hawks es un western, o una comedia que es cuento moral. Y es de esas obras con las que cuando las revisa de nuevo es como si se reencontrara con unos viejos amigos. No se sabe quién lo tiene más claro, si los jóvenes o los adultos. Son extraños los azares y los caminos que uno toma, o a veces el camino le toma a uno. El humor es el jugo de whisky que recorre las imágenes, con diálogos que hacen del absurdo trama reveladora. Momentos inolvidables como cuando intentan 'reanimar' a quien se ha hundido en la bebida porque ha perdido su horizonte. Quizá estemos en el mundo de los dibujos animados de Tex Avery. Pero, desde luego, qué vitalidad contagiosa exuda esta obra

Guerra y paz

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En 'Guerra y paz' Pierre y Natasha se confrontarán a los reflejos quebrados de sus ilusiones. Los sueños, los anhelos elevados, se verán aplastados en la nieve como los cadáveres que la guerra siembra. El paisaje es temblor encarnado de cuerpos agitados en el fragor de la decepción. La luz y el color son trazos táctiles en los que forcejean el aliento de un sentimiento pacífico que palpa las superficies gélidas y el vapor fugitivo de la insensatez humana convertido en afilado hielo.

'Guerra y paz' (1956), de King Vidor es un ejemplo de cómo el cine conjuga todas las artes en su más elevado refinamiento. Pictóricamente es una de las obras más bellas del cine, tanto por su cualidad caligráfica como por su sentido. La música no sólo la compuesta por Nino Rota, sino por el depurado ritmo narrativo. Y su densidad literaria tan compleja en cuestiones sobre la relación del ser humano con sus sueños y la realidad. De nuevo, las aspiraciones elevadas chocan con una realidad áspera, la de las pulsiones destructivas del ser humano.

Doce hombres sin piedad

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La piedra angular de 'Doce hombres sin piedad' es ese término tan poco aplicado, y no sólo en juicios, llamado 'Duda razonable'. Es la razón reflexiva, la que no se deja emborronar por las movedizas y ambiguas apariencias ni ofuscar por los sanguineos prejuicios. La razón se interroga, y está hecha de piedad, porque sabe que toda decisión tiene sus consecuencias, inclusive la vida de otro. El respeto y comprensión del otro pasa por ponerse en su piel y saber mirar desde el ángulo de sus circunstancias.

'Doce hombres sin piedad' (1957), de Sidney Lumet, es excelente, pero ante todo, más allá de su incisivo planteamiento reflexivo, por cómo, con una tensa planificación y montaje,y pertinente uso de los movimiento de cámara, nos introduce en la atmósfera cargada de la situación que viven estos doce hombres encerrados en una habitación, cuyo proceso encuentra su proceso paralelo en el cambio de la meteorología, del calor asfixiante,congestionado, del principio a la lluvia liberadora de la parte final. Es un canto a la mirada abierta, además, al valor de ser capaz de enfrentarse a la opinión unánime aunque sea con la duda y la interrogante. El único hombre con piedad inicial es el que va empapándo con su duda razonable, y razonada, al resto de los componentes del jurado. Otra gran obra de Lumet, y un reparto asombroso.

Navidades en julio

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Una pareja en el tejado. Dirimen sobre si sus sueños se realizarán o como sus padres serán supervivientes del día a día. El horizonte de neón. La apuesta de él para salir su trabajo uniformado y maquinal es ganar el premio al mejor slogan de una marca de café. La confusión. Una broma de unos compañeros hace creer a la pareja, al empresario y a los comerciantes que es el ganador. Conclusión: Un argumento hilado con ingenio y vivacidad que no ha perdido actualidad. Y es que desgraciadamente hay ciertas cosas que no han cambiado.

'Navidades en julio' (1940) es la segunda obra del gran Preston Sturges. De nuevo demoliendo los valores y costumbres de una sociedad que tiene poco de seño americano y que más bien facilita el éxito de unos pocos y el fracaso, o la resignación, de otros. Y, de nuevo, demuestra porque ha sido uno de los mejores guionistas y dialoguistas que ha dado el cine. Diálogos a velocidad supersónica, y perfilado hasta el secundario más secundario.Una delicia.

Las llaves de casa

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Las llaves de casa son el símbolo del paso a la madurez, cuando los padres otorgan al adolescente la confianza en su sentido de la responsabilidad. En 'Las llaves de casa', de Gianni Amelio, no está claro quién es el que necesita dar ese paso. Quizá más que el adolescente con minusvalía física y mental lo sea el padre, quien debe afrontar su cuidado por primera vez, ya que huyo del 'problema' cuando murió la madre al darle a luz. Esta es su odisea para recuperar el sentido de la responsabilidad. El saber dar afecto, el comprometerse, exorcizando las comodidades de los miedos e inseguridades.

'Las llaves de casa' (2004), de Gianni Amelio, es una delicada obra que sabe rehuir el sentimentalismo, que transpira autenticidad, captando los momentos de ese crecimiento emocional del protagonista, de la Tarea de enfrentarse a la responsabildad, a la dependencia de un cuidado,de no rehuir lo incómodo de ver la sangre que extraen, metáfora de su dificultad para afrontar los aspectos ásperos y dificiles de la vida. Sencillez para hablar de modo directo de lo que es saber amar, de cómo es saber amar. La larga duración de algunos planos, la priorización de los tránsitos que apuntan a esa falta de dirección que debe encauzarse, nos hace sentir el vivir una experiencia inemdiata, que es catarsis. El asumir el vivir en la intemperie de la vida, y el saber cómo abrazar con esa consciencia con la mirada despejada y determinada.

Cleopatra

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'Cleopatra' es la magneficencia quebrada. Su deslumbrante, hasta ostentoso, lustre visual, se ve rasgado por las fisuras de los debates y dilemas íntimos. Entra en colisión un decorado, un plano general de ansía de dominio y de espejos buscados de grandeza, con el rostro, el primer plano de los temblores de los corazones expuestos al desgarro de un sentimiento que no puede habitar los magneficentes salones de la pulsión de poder. El amor no habla la misma lengua, es exilio de la máscara, la sencillez despojada de dos miradas que se encuentran desnudas.

'Cleopatra' (1963), de Joseph L Manckiewicz, es una notable obra que supuso un colapso financiero. Sus elevados costes, por encima de lo previsto, llevaron a la productora a la quiebra, pues lo que ofrece no es un espectaculo convencional sino una obra de cámara de poderosos conflictos en magníficos decorados, los cuáles, en este caso,cobran relevancia de sentido por su contraste con los conflictos amorosos, que chocan en un espacio donde dominan las reptiles ansias de poder, encarnadas en Octavio (Roddy McDowall), el reverso de Julio Cesar (Rex Harrison) y, aún más, Marco Antonio (Richard Burton) cuya apuesta por el sentimiento les situa en posición vulnerable. Tres grandes personajes, y tres extraordinarias interpretaciones.Y, por añadidura,el doloroso influjo de la sombra alargada de Julio Cesar sobre Marco Antonio, ante quien siempre se ve como pálido reflejo. Sus desgarros íntimos en el último tramo son sobrecogedores.

Mientras Nueva York duerme

Photobucket En 'Mientras Nueva York duerme' (While city sleeps, 1956), de Fritz Lang, los diversos directores (de prensa, agencia, televisión o gráfico) de un emporio mediático se lanzan a una competición para conseguir el puesto de director jefe, ofrecido como carnaza por el heredero de la empresa, quien no sabe nada del medio, y qué mejor decisión, cual cesar romano, que plantear que ese puesto de responsabilidad sea conseguido por el 'gladiador periodista' que sepa vencer a sus contrincantes arribistas. Todos manipulan en mor de su propio provecho, y cualquier pieza es sacrificable en el proceso en busca de la 'primicia' de la noticia del momento, esto es, los crimenes que realiza un asesino en serie, el 'asesino del lapiz de labios'. Los límites que separan a éste de los periodistas quedan difuminados ya que la falta de conciencia o escrúpulos les equipara. Photobucket 'Mientras Nueva York duerme' (1956) es otra de las grandes obras maestras de Fritz Lang. Aquí sus reminscencias visuales expresionistas no están presentes, quizá porque ya es suficiente tenebroso el panorama moral que presenta. Ese despojamiento visual evidencia más la parada de monstruos de la que somos testigos. Y qué gran elenco actoral, desde Vincent Price que interpreta al vesánico nuevo jefe a Thomas Mitchell, Dana Andrews, George Sanders e Ida Lupino. Antológico el momento en que el asesino, encarnado por John Barrymore jr, contempla atónito en la televisión cómo hablan de él (cómo lo descalifican, para provocarle y enrabietarle más). Aparte, la ironía implicita sobre el difuso juego de representaciones y espectadores en los que se plantea esta sociedad. Y cómo se asocia sutilmente al protagonista, el periodista que interpreta Dana Andrews, con el asesino, por su misma forma de irrumpir sin forzar la puerta en el piso de la novia del primero.

La gran evasión

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'La gran evasión' es la exultante vitalidad hecha celuloide. Es la experiencia de la narración como puro viaje, trance de avatares del hombre enfrentado a su circunstancia, su ingenio y dinámica determinación como ese tunel que socava los obstaculos y restrictivos límites de la realidad. Su impulso de acción frente a una realidad que es rígida prisión. Y también es una sutil reflexión sobre el azar y el destino, sobre la voluntad en colisión con los imponderables y los propios límites, no sólo los condicionados por los otros. Aquel que suministra el camuflaje, las vestimentas que portarán en la huida, será el que accidentalmente hará visible su fuga. Aquel que excava los tuneles será el que dificulte el proceso de huida por sus ataques de ansiedad por la claustrofobía. Ironías del destino o del azar. O quién sabe con qué materiales está tramada la vida.

'La gran evasión' (The great escape,1963), de John Sturges es un preclaro ejemplo de cómo conjugar el dinámico desarrollo de una trama pautada con precisión y el afinado trazo a la hora de perfilar los personajes, y más siendo una obra con tal amplitud de caracteres. Su exuberante vitalismo está escanciado con afilado y subterraneo sentido de la fatalidad. Hay quienes saldrán a los espacios abiertos de la libertad, quienes perecerán en su propósito y quienes se quedarán literalmente a un palmo de cruzar esas alambradas que le separan de su liberación. Y qué asombroso reparto,Steve McQueen, James Garner, Richard Attenborough,James Coburn, Gordon Jackson, James Donald, Donald Pleasence...

domingo, 1 de noviembre de 2009

El manantial

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El manantial de la integridad. Howard es un creador, un arquitecto, firme en sus convicciones de que lo fundamental es la obra que se crea, no la fama ni el prestigio ni el dinero. Es un visionario además, sus creaciones rompen los patrones establecidos, aquellos que conforman los parasitos que aprovechan de su posición de poder justificándose en el gusto colectivo. Por eso, Howard no hace concesiones para ser uno más, no deja que le anulen, perseverante en su sueño, que es su integridad, el realizar su obra. Prefiere ser obrero antes que ceder a que desnaturalicen su creación, y no le importa ceder la fama y los dispendios a otro arquitecto si así puede hacerse su obra. Su coraje le enfrenta a todos los intentos por anularle y menoscabarle. Es lo que ha pasado desde el principio de los tiempos con los que tienen una visión diferente.

'El manantial' (1949) de King Vidor, con Gary Cooper, Patricia Neal y Raymond Massey, es una obra adelantada a su tiempo, o una obra que en su discurso no dejará de tener su actualidad por ese conflicto entre el creador al que le importa su obra, y aquellos a los que le importa el nombre, y cómo la sociedad machaca o exilia al diferente. Más allá de esto, está la poderosa sensualidad, de emociones desgarradas entre Howard y la mujer que nos es presentada lanzando al vacio una estatua de un dios griego porque piensa que la belleza y la grandeza no tienen sitio en este mundo. O no dejarán que lo tengan. Además, la visión inclemente la prensa, la mediatización de los gustos y opiniones de una masa sugestionable y manipulable.Una gran obra maestra de uno de los más grandes directores.

La octava mujer de Barbazul

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Consternación en unos grandes almacenes. Un cliente quiere solo comprar la chaqueta de pijama. Si uno usa los pantalones, para qué comprarlos si no hay necesidad. El dilema se va trasladando a los sucesivos escalafones en la jerarquía, hasta llegar al dueño, que no acepta esa venta parcial, aunque él duerma también sólo con la chaqueta de pijama. Solución: una clienta está dispuesta a comprar sólo los pantalones. Consternación para el cliente, millonario acostumbrado a que las cosas sean como él quiere: ¿Para quién serán esos pantalones? Consternación para la clienta: Si se convierte en la octava mujer de ese hombre caprichoso, ¿en qué se convierte ella, en una adquisición más de usar y tirar? La lid o pulso entre ambos está servida, y se dilucidará con una camisa de fuerza de por medio.

'La octava mujer de Barbazul' (1938), de Ernst Lubitsch, es otra de sus grandes y agudas comedias, con Gary Cooper, Claudette Colbert, David Niven y el gran secundario Edward Everett Horton. Atención al uso como fuente de gags, aparte su ironía implicita, de una bañera de la época de Luis XV. O al uso de leer la palabra Checoslovaquia al revés para poder dormir. O a la habilidad de cómo sacar jugo a un gag en tres tiempos o repeticiones, otra de las recurrencias aparte del ingenioso uso del fuera de campo o de las elipsis, de este gran maestro del cine.

El rostro impenetrable

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La singularidad de 'El rostro impenetrable' queda evidente desde su primer plano. Brando comiendo un platano, y dejando la cáscara sobre uno de los platos de una balanza, y en el otro unos guantes. El plano se abre y vemos que junto a sus dos secuaces está atracando un banco. En ese gesto queda manifiesto el recorrido de alguien que se desliza por la vida sin escrúpulos, como demuestra seduciendo a mujeres, a las que regala un anillo, para quitarselo bruscamente cuando tiene que huir, hasta convertirse en un caballero. Brando mismo porta esa figura con el aire maldito de un personaje salido de El Conde de Montecristo, un espectro ávido de venganza, con un toque Lord Byron, que porta el poncho como una capa, y lleva un largo pañuelo. La presencia del mar colabora en esta extrañeza, y en esa condición romanticismo fronterizo de alguien que recupera su corporeidad por el amor.

'El rostro impenetrable (1961), es la única obra que dirigió Marlon Brando. Y otra obra que, afortunadamente, como Inteligencia artificial, no acabó haciendo Stanley Kubrick. Un admirable uso del color, y de la profundidad de campo, y con un genuino aire romántico. Y que culmina con un duelo separados por una fuente, porque el agua es el símbolo de la liberación.

sábado, 31 de octubre de 2009

Operación Cicerón

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En el cine de Manckiewicz Las estrategias de la aguda inteligencia siempre entra en colisión con los imprevistos del azar y la interferencia de los otros. El cálculo y la previsión, la artera manipulación y la capacidad de improvisación no están exentos de ser resquebrajados por el más ínfimo detalle o la más inconsciente intrusión en sus afinados planes. Cicero es el nombre que se adjudica a un espía que pone en jaque a alemanes e ingleses en la neutral Ankara de 1944. Nadie sabie quién es, sus maneras son las de un prototípico caballero inglés, pero nada más lejos de la realidad. Cicero teje su red con precisa habilidad. Ningún sentimiento visceral le mueve,y menos el patrio. El dinero es su objetivo. Claro que la codicia tiene que considerar la de los otros a la hora de establecer el jaque mate.

'Operación Cicerón' (1952), de Joseph L Manckiewicz contiene otra de las memorables interpretaciones de James Mason como este refinado espia. Impecablemente elegante y astuto, sin dejar de mostrar las fisuras de la vulnerabilidad. mankiewicz desarrolla con fluidez este juego escénico trabajando la escena como pulso entre unos personajes que son a la vez actores y directores de escena

Como un torrente

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Un hombre (Frank Sinatra) despierta y descubre que ha regresado a su pasado. Ese espacio del que huyó, la raiz del porqué de su errancia, incluso en si mismo, porque ya ha perdido el rumbo en su motivación para escribir,como si hubiera extraviado su propia voz. En el autobús le acompaña una mujer (Shirley MacLaine) que no recuerda haber conocido, nublada su mente por la resaca del alcohol, y que representará es inocencia, esa carencia de doblez, en la que había dejado de creer, porque en cualquier lugar siempre hay alguien como su hermano (Arthur Kennedy) movido por la codicia y por preservar la imagen conveniente, aunque su hogar sea un semillero de frustración y desencuentro que debe permanecer oculto tras la fachada. Como indica el gesto final en el cementerio, ante esa inocencia que es incondicional entrega, hay que quitarse el sombrero.

'Como un torrente' (1958) es una de las mejores obras de Vincente Minelli, con Frank Sinatra, Shirley McLaine, Dean Martin, Arthur Kennedy y Martha Hyer. Un refinado sentido de la composición que incide en los contrastes de ideas o distancias de hogar y relación. Y una narración contenida que explosiona, como el mismo color, esos desbordantes rojos, en la brillante secuencia del climax en la feria, porque una feria de apariencias es esa sociedad falaz.

Pánico en las calles

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Al realizar la autopsia del cadaver de un hombre asesinado, se descubre que estaba infectado por la peste. Se desconoce su identidad, sólo se sabe que es un inmigrante, y se hace necesario el encontrar a los asesinos en un plazo de 48 ahoras antes que empieze a propagarse el contagio. No deja de ser una maliciosa ironía que sea inmigrante, y más cuando el doctor protagonista (excelente Richard Widmark) brega con la frustración de su vida precaria y sin haber logrado cumplir sus sueños. El ambiente precario, descrito con una física inmediatez, de los barrios de inmigrantes serán el espejo en el que se confronte para que asuma cómo su amargura la estaba descargando en lo demás.

'Pánico en las calles' (Panic in the streets, 1950), de Elia Kazan, puede que no sea una de sus obras más renombradas,pero la considero una de sus más notables películas. Narrada con nervio, ya desde la primera secuencia del crimen en los muelles, hasta la magnífica persecución final en el almacen que acaba en las aguas bajo el mismo, conjuga las rugosidades del cine negro y sus subterráneas radiografías de una crispada sociedad, con la inmediatez del documental, incluida la cotidianeidad que transpiran las secuencias de conflictos domésticos de la familia del protagonista. Entre sus imágenes queda registrada las convulsiones de una sociedad en crisis que empezaba a estigmatizar al diferente.

Paris, Texas

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Una sombra errante en el inmenso y alienigena desierto de Monument valley. Un hombre, Travis (Harry Dean Stanton), que se autoinflinge una condena que es mudez y exilio del mundo. ¿Por qué se ha sumido en tal abandono de sí mismo durante cuatro años? El azar determina su regreso al hogar, su reconciliación consigo mismo, a través de su pequeño hijo, y la búsqueda de la que fue su esposa, Jane (Natassja Kinsky). Las antológicas secuencias compartidas en el peep show revelarán el porqué de su verguenza, el porqué de su exilio. Su preterita actitud de hombre posesivo que llevó a términos desquiciados su compulsión de control hacia su esposa. Su autocastigo fue el perderse en la errancia, pero se necesitaba el reencuentro para reconocer su falta, reconciliar la familia que él fracturó, y hacer verbo de su ausencia, aunque vuelva a sumirse en un exilio que ahora será sereno.
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'Paris Texas' (1984) es una de las últimas grandes obras de Wim Wenders, que en las últimas dos décadas parece convertido en una sombra de lo que fue., si exceptuamos algunas de sus incursiones en el documental. Inolvidable es la banda sonora de Ry Cooder, la fotografía de Robby Muller, y el uso de los espacios, que parecen encarnaciones del interior despoblado de Travis, un émulo de Odiseo que retorna al hogar para recomponer lo que él quebró.

viernes, 30 de octubre de 2009

Seven

La maestría del cine, aún no suficientemente reconocido, de David Fincher ya queda palpable en las primeras secuencias de sus obras...cómo nos marcan un tono, una atmósfera, y cómo ubican con precisión, y sutilidad, la circunstancia del protagonista, definiéndolo con concisos rasgos, a la par, que sugerir esa 'vulnerable' circunstancia vital que durante el resto del relato se desestabilizará en un proceso que le afirmará enfrentandose a sus fantasmas, asumiendo la fragilidad de la existencia, y los ilusorios cimientos sobre la que la sostiene...En Seven, las primeras escenas nos muestran a William Somerset (Morgan Freeman) en su hogar, una atmósfera nocturna, en la que apreciamos su carácter metódico, como quien quiere equilibrar ese caos que se hace sentir a través de esa ruidosa cacofonía que entra por la ventana, un ánimo objetualizado en ese diapasón que marca su intento de conciliación con el descanso del sueño cuando se dispone a dormir...en la siguiente escena le vemos en el lugar de un crímen, y ya se contrasta su actitud vital, empática, con la de un compañero, cuando pregunta si el hijo de la asesinada fue téstigo del crímen, a lo que su compañero replica, con virulento hastio, como no dando crédito a que se preocupe de ese 'detalle', qué contentos les dejará con su pronto retiro, lo que ya señala la 'anómala' actitud del personaje de Freeman en un contexto indiferente con los problemas ajenos...acto seguido entra en escena el personaje de Brad Pitt, y en su diálogo con Freeman, en una calle lluviosa, entre edificios sucios y desvencijados, con verjas ( de la que no vemos el un plano abierto del entorno, el espacio visto ya define el espacio alegórico o 'interior' que aprisiona a los personajes , y cargando o marcando la atmosfera) se aprecia la diferencia entre ambos... el veterano, con demasiado conocimiento, el cual ya le pesa, y el joven iluso, aún con el lastre de la arrogancia de quién cree que puede cambiar todo, y de quien no sabe de qué está hecha la materia de la realidad...Los títulos de crédito aparecen, como si fueran la trasposición de la mente del asesino al que se van a enfrentar, que no es sino al expeditivo espejo de una sociedad corrupta, indiferente y apática...

viernes, 23 de octubre de 2009

Notas sobre Andrei Tarkovski

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Un joven se propone la ímproba tarea de forjar una campana de gran tamaño en el desolado paisaje de una Edad media quebrada por la carencia, el abuso de poder, la superstición y la violencia más cruenta. Un hombre se esfuerza en cruzar lentamente una piscina vacia y abandonada, mientras porta una vela encendida, decidido a realizar el recorrido de ida y vuelta sin que se apague. Un guía acompaña a dos intelectuales, un científico y un escritor, a un lugar llamado la Zona, donde se supone que ha ocurrido algo extraordinario, y está convencido de que podrán realizar ahí todo deseo o esperanza que tengan.

Un niño, pacientemente, cruza cada día los campos, transportando un pesado cubo de agua, para regar un árbol, tras que su padre haya sacrificado todo lo que tiene y es, su hogar en ese paisaje paradisiaco de Gotland, su familia, su trabajo, sus pertenencias, tras arrodillarse ante un Dios en el que no creía suplicando que sacrifica todo lo que es y tiene si no se hace realidad el cataclismo inminente fruto del lanzamiento de proyectiles atómicos.

Gestos que aún creen y confían en un universo bárbaro, ya sea medieval o tecnificado. Acciones que son impulso de acción, aliento de fe en las aptitudes creativas y sensibles de un ser humano que parece tender más a la destrucción, a la incapacidad de amar, a la enajenación de su naturaleza y de la propia naturaleza. Es el cine de Andrei Tarkovski, ese escultor del tiempo, de quien Ingmar Bergman dijo que había logrado realizar en su cine lo que él no había logrado, hacer tiempo y emoción de unas ideas. Su cine es epifanía a la vez que protesta lírica y desolada.

Estos cuatro personajes, en ‘Andrei Rublev’ (1966), ‘Nostalghia’ (1983), ‘Stalker’(1979) y ‘El sacrificio’ (1986), cuatro sublimes obras maestras, son la encarnación y representación de esa lumbre de forja, esfuerzo y confianza en lo posible, en una armonía, que es empatía, que el ser humano aún no ha logrado materializar, ni parece desear. Pocas veces el arte, como en el cine de Tarkovski, nos ha ofrecido un espejo de tan honda belleza transgresora en el que nos evoca lo que pudiéramos ser. Crucemos con la vela este espacio abandonado, reguemos cada día el árbol de la vida, forjemos esa campana que ilumine el canto de celebración, soñemos que aún somos capaces de tener esperanza en una Zona que hará nuestros deseos realidad si creemos en ello.

The international y Valkyrie

Thrillers sobre conspiraciones. Hay una variante del género que se ‘encajona’ bajo el concepto ‘thriller político’, en el que más allá de su ánimo de denuncia o intencionalidades críticas, la trama gira, o se enmaraña, en intrigas, a veces conspirativas, alrededor o dentro de un espacio institucional o empresarial, gubernamental o corporativo. La estructura narrativa suele ser radial, como si descentrara en un laberinto de vías muertes, callejones sin salida, y encrucijadas inciertas. En ocasiones, suele ser un gripo el que se enfrenta a ese poder en la sombra, o manifiesto, en otras, el protagonista, aun con aliados, se transmuta en el adalid heroico que buscar rasga el telón de los siniestros poderes fácticos, aunque, fácilmente, puede convertirse en un Sísifo que no dejará de combatir a una gran roca imposible de someter.

‘The international’ (2009), de Tom Tywker, y ‘Valkyrie’ (2008), de Bryan Singer, son dos variados ejemplos que podrían encajar en esa ecuación. Unos conspiran contra el poder nazi, tramando un atentado contra Hitler, y en el otro caso, un hombre, sin dejar de tener un puntual apoyo, lucha, empecinado, contra las aviesas conspiraciones en las sombras de un poderos banco, epítome del poder corporativo que rige hoy el mundo. Dos tiranías, dos dictaduras que pretenden que el mundo se acople a sus visiones o intereses, sino amoldándose, siendo eliminados. El fanatismo ideológico llevado al extremo de purgar a todo aquel que no encaje en sus ondeados valores, y el imperialismo económico que manipula el mapa geopolítico en mor de su propio beneficio.

No es de extrañar la existencia de una obra como ‘The international’, y más ya apreciando de modo manifiesto lo que está ocurriendo estos días con ese colapso financiero mundial. Puede que choque más la de una obra como ‘Valkyrie’, aunque igual no tanto si la contemplamos como una alegoría de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, y de la necesidad de un cambio. Ambos dictatoriales extremos, ideológico y corporativista, iban de la mano, y el primero camuflando al segundo en este simulacro de democracia. Y ambas películas comparten, ya cinematográficamente, cierta característica, o condición. Una cualidad que es, a la vez, su limitación. Son dos obras realizadas con tiralíneas, narradas con sobria eficacia, y con un depurado sentido de la planificación, de la progresión temporal y de un ajustado trabajo del espacio. Pero faltas de un brillo que supere el nivel de la eficiencia.

Su precisa y cartesiana planificación evoca el thriller de los 70 (que parece renacer como modelo referencial, como ha quedado manifiesto en otros ejemplos citados anteriormente), pero se inclina más hacia el modelo de obras como ‘Los tres días del Condor’ (1975), de Sidney Pollack, u ‘Odessa’ (1974), de Ronald Neame, que de la turbia ominosidad de ‘La conversación’ (1974), de Francis Coppola o ‘El último testigo’ (1974), de Alan J Pakula. Carecen de la lacerante abstracción que alcanzaban éstas, pese a que ‘The international’ parece buscar esa senda con esa primacía de espacios desvitalizados representados en esos edificios de vidrio y líneas rectas, o en espiral (como el interior del Guggenheim), pero no acaban de adquirir el necesario ‘cuerpo’. Quizás sea una cuestión de tono.

Y ahí es donde se resiente el alcance de ambas obras. La falta de atmósfera. Cuerpos narrativos impecables pero con un punto de refinada simetría que atrofia sus rugosidades. Como si una se contagiara de esos espacios con los que define a ese inclemente emporio y la otra de esa rígida estética de correctas formas congratuladas en su elitista y marcial diferencia. La misma ‘The international’ hubiera necesitado de otra modulación, o exasperando su lentitud, o crispando su rítmica. Se agradece que no recurra a esa narrativa de atropellada planificación y desaforada acumulación secuencial de directores como Tony Scott o Michael Bay, pero se quedan en un termino medio, bordeando la impersonalidad. Y otro punto que lastra su alcance, el limitado perfil de caracterización de los personajes, que más bien se constituyen en vehículo de la acción. Piezas dentro de un puzzle narrativo que se sostiene, sobre todo en ‘Vlkyrie’, en la puntillosa ejecución del puzzle de la trama.

Ambas se benefician de unos solventes actores, dotados de un notable carisma o dominio escénico. Ya sea Tom Wilkinson, Bill Nighy, Thomas Kretchsmann, Terence Stamp, Eddie Izzard, Kenneth Branagh o Christian Berkel (con la excepción de un Tom Cruise que no logra crear esa necesaria pregnante presencia con su personaje). O Clive Owen, Naomi Watts, Armin Mueller Stahl o Urich Thomsen. Pero carecen de la suficiente dimensión, descritos con sucintos trazos o sustentados en la densificación que el intérprete logre pulsar con su labor. O se echa en falta el trabajo con los detalles o matices de caracterización. Tanto en una como en otra, las breves secuencias familiares, relacionadas con el personaje de Cruise en unas, o con los de Watts y Thomsen, en la otra, se diluyen en la irrelevancia, sin poseer algún rasgo que hubiera ejercido de contraste o significación.

Sí, Clive Owen logra insuflar, a través de su gestualidad y mirada, de su talante cansado y enérgico, esa rabia desesperada que alimenta el empecinamiento de su personaje, Salinger, en destapar las actividades de esa Banco que busca en la Deuda la nutrición de sus beneficios, ya sea financiando tráfico de armas o levantamientos en países del tercer mundo. Ya no es que no tenga vida propia (a diferencia del de Watts), detalle que en sí ya dice bastante sobre él, pero tampoco se trabaja sobre ello, aunque sea de modo indirecto. El único detalle es su falta de sueño. Se puede decir que no duerme ( y sobre eso se crea uno de los mejores momentos, cuando sube en ascensor con el personaje de Watts, y esta le señala qué mal aspecto tiene, y cuándo es la última vez que ha dormido, o que se ha acostado, o, por último, que se ha acostado con alguien, a lo que él, irónico, contesta si se está ella ofreciendo).

Detalle que, curiosamente, comparte con el James Bond de ‘Quantum for solace’ (2008), de Marc Forster. En este radicalizado, y reconocido abiertamente su insomnio. Había perdido su Sueño, no sólo tras la muerte de su amada, sino, sobre todo, con la sospecha, o temor, de que ésta le hubiera traicionado. Salinger no duerme porque es consciente de que vive en una realidad que es una pesadilla, bajo esos siniestros designios corporativas, cuya falta de escrúpulos es la antimateria del Sueño. Pero Foster, bajo su fulgurante narrativa en precipitación, como si fuera una persecución (en consonancia con lo que guiaba emocionalmente al protagonista), dotaba de una sutil abstracción en la elección de los espacios y concisos detalles de caracterización ( y, de este modo, de una esquiva emoción), ‘The international’ se resiente de no dar cuerpo en su narración de ese interior vaciado y crispado, disidente y desesperado que impulsa a Salinger. La simetría, impecablemente ejecutada (sobre todo, en las ejemplares secuencias de acción) anestesia a la tumultuosa asimetría, a las emociones desgarradas.


La severidad narrativa de ‘Valkyrie’ asemeja más a la de una impoluta vitrina. El resorte de la afinada ejecución, haciendo honor a la fama de la implacabilidad rigurosa de la mente alemana, se superpone a las resonancias pesadillescas o angustiosas de las emociones puestas en juegos, en los personajes, y en las circunstancias que se vivían. Las sombras se ausentan en un decorado de (re)presentación museística (evoquemos el corrosivo y elocuente uso, como contraposición, que hace Eastwood de ellas en ‘El intercambio). En ambas obras el escenario ( el espacio delineado con tiralíneas, que no deja asomar sus fisuras), y el metrónomo de una narración de metódica precisión, difuminan y diluyen las tenebrosidades latentes que pretenden denunciar. Como quien mira desde la distancia, no acaban de asomarse al abismo. La ortodoxia poco se puede conjugar con la subversión, porque es cuando puedes verte engullido por aquel abismo que te resistes a mirar directamente a sus ojos.

Trenes de cine

El tren ha estado unido al cine desde sus mismos albores. Desde que aquel documental de los hermanos Lumiere, 'La llegada del tren a la ciudad' (1896), asombrara a los primeros espectadores, e incluso, asustara, pues pensaron que se les venía encima desde la pantalla. Ese tren de sombras al que alude el título de la película de José Luis Guerin, 'Tren de sombras' (1997), exquisita rara avis, la obra y el mismo cineasta, en la clónica e impersonal producción media de este país.
Realicemos un recorrido por el mundo del celuloide, destacando algunas de las más sobresalientes, o significativas, obras en las que la presencia del tren ha cobrado una relevancia singular, de un modo u otro. Porque las hay en las que el tren es una figura crucial manifiesta en toda la narración, o de modo puntual pero influyente, ya sea para la misma narración, como por la belleza y resonancias de esas secuencias específicas.
En cuanto a las primeras, son diversas las obras cuya acción transcurre en buena parte de su metraje, sino en todo, a bordo de un tren, o en torno a su escenario, elementos y entorno, vías, estaciones, vagones, locomotoras. Es el caso de la obra con la que empezaremos la serie, 'El tren' (1965) de John Frankenheimer ( y que mejor que empezarla con una obra, además excelente, en cuyo conciso título se destaca esta figura). En el terreno de la comedia la obra más conspicua es sin duda 'El maquinista de la general' (1927) de Buster Keaton y Clyde Bruckman, rebosante de gags ingeniosos, en esta odisea, de ida y vuelta, que realiza el protagonista, al rescate de su amada.
Sin olvidarnos de delicias como la inglesa 'Los apuros de un pequeño tren' (1953), de Charles Crichton, de la productora Ealing, en la que un pequeño pueblo no acepta que les cierren la línea ferroviaria en detrimento de una de autobuses, y roban una antigua locomotora para demostrar que aún es eficiente la comunicación por tren, o 'Viaje a Darjeeling' (2008), de Wes Anderson', un excéntrico, y melancólico, viaje de tres hermanos por la India en la busqueda de la reconciliación consigo mismos. Tras sus simétricas y estilizadas imágenes late el poso de que la familia es un peculiar 'tren' compuesto de 'asimetrías'.
Es dentro del género de intriga, o thriller, donde se ha recurrido al tren con más asiduidad como escenario principal de la trama. Desde esa potente muestra de cine negro que es 'The narrow margin' (1951), de Richard Fleischer, con remake incluido, la inferior aun sólida, 'Testigo accidental' (1990) de Peter Hyams, hasta la reciente, no brillante pero sugerente, 'Transsiberian' (2008), de Brad Anderson, nos encontramos con títulos de diversa índole.
Sin ser demasiado exhaustivos, la sombría, y para mi gusto, la mejor adaptación de una obra de Agatha Christie, 'Asesinato en el Orient express' (1972), de Sidney Lumet, la rugosa parábola, basada en un argumento de Akira Kurosawa, de 'El tren del infierno' (1985), de Andrei Konchalovski,la estilizada incursión en la maraña del espionaje de 'El expreso de Shangai'(1935) de Josef Von Sternberg, o la reivindicable 'The tall target' (1952), de Anthony Mann, en la que el protagonista se ve envuelto en otra maraña cuando intenta evitar el inminente atentado a Lincoln, y en donde se juega con habilidad con el hitchockiano recurso narrativo del 'falso culpable'.
En cambio, la disparatada intriga de la simpática 'El expreso de Chicago' (1976), d Arthur Hiller, intenta emular el cine hitchcokiano, quedándose en la cáscara. Realmente prescindibles son 'El tren de los espías' (1979) de Mark Robson, y, en plena fiebre del cine de catástrofes, la deleznable 'El puente de Cassandra' (1977), de George Pan Cosmatos. Punto aparte merece el contundente retrato de los años de la depresión, en ese duelo entre los vagabundos que se cuelan en los trenes y los agresivos guardianes de estos, en 'El emperador del norte' (1973) de Robert Aldrich. Dentro del marco del género del terror, la curiosa 'El tren del terror' (1980) de Roger Spottiswoode, o la española 'Pánico en el transiberiano' (1972) de Eugenio Martin. Y en el de aventuras, la cruenta y recia 'Ultimo tren a Katanga' (1967), de Jack Cardiff, o la discreta 'La india en llamas' (1959), de J Lee Thompson, que atesora algún buen momento como el cruce del puente sobre el precipicio.
Pero el momento inolvidable lo encontramos en 'Lawrence de Arabia' (1962), de David Lean, en el asalto al tren, culminado con ese paseo de Lawrence sobre los vagones, en el que se resalta su sombra, pues en sombra se está convirtiendo. En el género bélico los vagones de trenes dirigidos a campos de concentración se han convertido en todo un tenebroso icono. Más que la sobrevalorada, e irritantemente maniquea, 'La lista de Schindler' (1993) de Steven Spielberg, mejor recordar, por ejemplo, la desconocida, y emotiva, 'El triunfo del espiritu' (1989), de Robert M. Young.
Dentro del género, Lean realizó una de sus obras más populares, pero, a mi modo de ver, más descompensadas, 'El puente sobre el rio Kwai (1956), centrada en la construcción del citado puente, por parte de prisioneros ingleses, para que puedan transitar trenes japoneses.
Más afortunados son los pasajes del tren, que transporta a los que no son afines a la revolución bolchevique, en la maravillosa 'Doctor Zhivago' (1965).Y ya que estamos con el drama, hay que evocar las intensidades, de agitada crispación, como si se tensaran las cuerdas del pulso entre movilidad y retención, que destila el viaje de los finados al funeral de un amigo artista en 'Los que me aman cogerán el tren' (1998) de Patrice Chereau.
En la obra de Hitchcock el tren ha sido una presencia constante, ya sea centrando la mayor parte de la trama entre sus vagones, como en una de sus obras maestras, 'Alarma en el expreso' (1938), o en puntuales pero decisivas secuencias. Lugar de encuentro que detona la acción o el conocimiento de los protagonistas, como, por ejemplo, en 'Sospecha' (1941),'Extraños en un tren' (1952), 'Con la muerte en los talones (1959) y '39 escalones' (1935), o como espacio del desenlace, como en 'La sombra de una duda' (1943). Y no olvidemos los descarrilamientos de 'Número 17' (1932), o en 'Agente secreto' (1936). Los movimientos impredecibles, las huidizas apariencias, cambios que quizás invoquen al abismo, o te saquen de la inercia, cuando no te 'esposen' (gratamente) a un destino imprevisto.
Personajes que cruzan sus destinos, como bien se reflejaba en el título español de la obra de Cukor, ese excelente melodrama de identidades cruzadas en la India en los años finales de la ocupación británica que es 'Cruce de destinos' (1956), relatada en flashback desde un tren, precisamente, y en la que destaca la secuencia en la que los hindúes adeptos a la resistencia pacífica se tumban en las vías para impedir llegar el tren. Identidades en conflicto. Quizás encuentres el amor en aquel que tiene otras señas, aunque primero hay que averiguar cuáles son la tuyas, o si hacen falta, como le pasa a la protagonista. O quizás en el vagón que compartes se produzca un crimen, como en 'Los raíles del crimen' (1965), de Costa Gavras, y que determinará las pesquisas posteriores ya en el espacio de la ciudad, incógnita que cargará de turbiedad el relato.
Sí, nunca sabes con quien te vas a encontrar, y cómo va a cambiar quizá tu vida, y a la de quién quedará unida. Algo manifiesto en 'Mentira latente' (1950), de Mitchell Leisen (de la que hablé recientemente).
Como le ocurre a las parejas que tienen su primer contacto en las delicadas 'Antes de amanecer' (1995) de Richard Linklater, dos corazones tanteándose y descubriéndose en un fugaz encuentro en tierras extrañas, donde los mapas son tan desconocidos e inciertos como los del corazón, o en 'Te volveré a ver' (1943) de William Dieterle, en la que un hombre y una mujer quieren olvidar de donde vienen, uno traumatizado de la guerra, y la otra de permiso por unos días de la cárcel, y les cuesta reconocérselo a aquel que les hace sentir algo vivificante que sí quisieran recordar.
En el western también se convirtió en figura capital. Recuérdese la importancia de la construcción del ferrocarril, que tiene eco en 'Caballo de hierro' (1924) de John Ford, 'Union pacific' (1939), de Cecil B. de Mille, 'El camino del pino solitario' (1936), de Henry Hathaway, 'The big land' (1957), de Gordon Douglas, o 'La conquista del oeste' (1961) de Hathaway y George Marshall, entre otras. Y el conflicto que supuso, por la usurpación de tierras para construir la red vial, y que en buena medida determino el bandidaje como respuesta.
Los ladrones de trenes son una afamada variante del forájido, y ya se dejó constancia de ellos desde 1900, en 'El gran robo al tren'. Memorable, aunque sea un trance puntual en esta gran obra maestra, es la secuencia del robo en 'Grupo salvaje' (1969), de Sam Peckinpah, coreografiando los movimientos de los asaltantes al son de los sonidos del tren detenido mientras carga agua. No es la obra de Burt Kennedy, 'Ladrones de trenes' (1973), la más destacable, ni la popular 'Dos hombres y un destino' (1969), de George Roy Hill. Más notable es 'Tierra de audaces' (1939) e interesantes son las versiones que también se han realizado despues sobre la figura de Jesse James, ya sea la de Nicholas Ray o, sobre todo, la reciente de Andrew Dominik.
Cuántas veces el tren no habrá sido esa presencia anunciada y esperada que culmine el conflicto dramático en un western. Quizás la más reconocida sea 'Solo ante el peligro' (1951) pero considero superiores la crispada y fibrosa 'El último tren de Gun Hill' (1958), o la tan siniestra como lírica 'El tren de las 3'10 (1957), esta, desde luego, mejor que su reciente versión, 'El tren a Yuma' (2008) de James Mangold. O el tren que llega, y trae el futuro ( para desempolvar el pasado), como en otras dos obras maestras, de esquirlas expresivas fantasmales, como son 'El hombre del oeste' (1958), de Anthony Mann y 'El hombre que mató a Liberty Valance' (1962), de John Ford.
O en ese notable western moderno que es 'Conspiración de silencio' (1955), de John Sturges, donde el tren se detiene en un perdido poblado en el desierto por primera vez en años. La llegada puede contrastar radicalmente con la marcha como refleja el trance que vive el pistolero encarnado por Richard Harris en 'Sin Perdón' (1992), de Clint Eastwood. O ser el tren el espacio representativo del poder (de sus abusos) como aquel en el que el potentado les encarga la misión de 'rescate' de su esposa a un grupo de 'profesionales' en la formidable y vital parábola sobre las revoluciones perdidas o añoradas, y el dilema de la integridad, en 'Los profesionales' (1966), de Richard Brooks
También parece un personaje del oeste el hombre que llega al pueblo en 'El hombre del tren' (2002), de Patrice Leconte, con vistas a realizar un robo, pero un accidente del azar propiciará que establezca relación de amistad con alguien que parece su opuesto. Leconte hace de la extrañeza cercanía inopinada. Singulares giros, o relaciones, que se reiteran en las mejores obras de Leconte. No olvidemos la hermosa secuencia del tren de 'La chica del puente' (1999), en la que el protagonista interfiere en la impulsiva relación sexual de ella con otro pasajero que acaba de conocer, con esa última burlona apostilla al perplejo chico, 'sí, soy un hada'. A veces las vías se transforman en puentes.
Sí, son muchos los momentos centrados en un tren que quedan como recuerdos imborrables de momentos mágicos. Por ejemplo, El deslumbrante e hipnótico inicio de 'Dead man' (1995), de Jim Jarmusch, con esos fundidos en negro que puntúan el paso del tiempo del viaje, acompasado a la música de Neil Young. O cómo puntúa, la presencia del tren, y los diversos viajes, el desarrollo dramático de esa obra magna que es 'Pozos de ambición' (2007), de Paul Thomas Anderson, signo del progreso, y contrapunto de las derivas de sus afectos, en concreto la relación con su hijo adoptivo.
O ese tren que tiene que coger el protagonista en las emotivas secuencias finales de 'Picnic' (1955), de Joshua Logan, cuando se tiene que despedir, o más bien es un hasta pronto, de su amada. O el de la marcha en tren del único de los amigos que logrará salir (o escapar) del pueblo, en 'Los inútiles' (1955), de Fedérico Fellini, con esa hermosa idea de alternarlo con los travellings de retroceso de cada uno de sus amigos en sus hogares, o prisión de provincias de la que no saldrán.
Inmovilidad o movimiento vital. Algo que también late en las imágenes de los viajes de 'Alicia en la ciudades' (1975), de Wim Wenders, con esa relación entre el fotógrafo y la niña, la cual insuflará, o hará recuperar, sensación de movimiento al primero, como señaliza ese travelling aéreo sobre el tren con el que finaliza la película. Del mismo modo los personajes de las tres historias de 'Mistery train' (1989), de Jim Jarmusch, se debaten entre expectativas y desilusión, en un emblemático espacio de la ilusión como es el Memphis donde destaca el museo dedicado a Elvis Presley, un espacio varado en el tiempo. Los personajes también parecen varados en sus movimientos desconcertados. Un tren llega en sus primeras imágenes, otro sale en sus finales, mientras los personajes aún siguen en incierto tránsito.
Pero a veces desear salir ciegamente de la 'inmovilidad' vital, de la desilusión puede propiciar la siniestra aparición de ese tren que 'surge' de la noche (nunca el pitido de un tren fue tan inquietante), trayendo un circo que tentará a los sueños no realizados que compensen las frustraciones de los habitantes del pueblo, en la mágica y no suficientemente reconocida 'El carnaval de las tinieblas' (1983), de Jack Clayton. Como ser el tren recordatorio 'periférico' de la posibilidad de marcha, caso de los planos de trenes que contrapuntúan la narración de 'All the real girls' (2003), de David Gordon Green. O definir tránsitos sin movimientos reales, de personajes atrapados en su vida, como el tren que coge el protagonista de 'La tormenta de hielo' (1997), como emblema de la inercia de su vida, o el tren en el que su hijo queda detenido por la tormenta en cuestión.
Dentro de la comedia, hay que dejar constancia de las hilarantes secuencias de algunas obras de Preston Sturges, como la simpar cacería entre los vagones de 'Un marido rico' (1942), o la, para él, 'infernal' noche de bodas, en la que ella se inventa pasados amantes como lección para el cuadriculado millonario que no sabe que es la misma que abandonó tiempo atrás, o despreció por ser ladrona sin saber discernir su amor, de 'Las tres noches de Eva' (1941), y como remate, al salir del tren apresuradamente, cae de bruces sobre el barro. O, podemos decir, cae en el propio fango de sus ciegos prejuicios.
Y, como guinda, en 'Los viajes de Sullivan' (1941), la 'excursión' del director protagonista haciéndose pasar por vagabundo de ocupa en los trenes de transporte, encontrándose con que la aventura para conocer cómo sufren los desheredados del país tiene sus 'incomodidades' y contrariedades. Señero es también el final de 'Los hermanos Marx en el oeste' (1940) de Edward N Buzzell, con el famoso 'más madera' que gritan mientras van desmontando el tren en marcha, o el viaje (porque todo un 'viaje' supondrá para ambos protagonistas el hacerse pasar por mujeres de una orquesta), de esa incisiva mascarada que es 'Con faldas y a lo loco' (1959), de Billy Wilder.
Como espacio de tensiones creadas, hay que reseñar, en una antología, la fuga del recluso en 'Círculo rojo' (1970), o el encuentro en los pasajes de la estación de 'El silencio de un hombre (1967), ambas, de Jean Pierre Melville; el asesinato en 'Berlin express' (1948), de Jacques Tourneur; o el que se realiza en los baños en 'El amigo americano' (1976), de Wim Wenders, potente y larga secuencia que culmina con ese plano aéreo que nos aleja de la maquina a través de cuya ventana saca la cabeza el desolado protagonista, obligado a matar porque necesita dinero; la tensa persecución en busca del maletín robado en 'La huida' (1972) de Sam Peckinpah
O la pelea en el vagón de 'Desde Rusia con amor' (1962), de Terence Young (uno de los pocos momentos destacables de esa insípida y caduca serie de James Bond, hasta las dos últimas estimulantes propuestas con Daniel Craig); el robo final de la apreciable 'El gran robo del tren' (1979) de Michael Crichton, o la persecución que tiene lugar en 'French connection' (1971), entre el coche, en el que va el policía, y el tren metropolitano en el que viaja el sicario mafioso. El metro se puede convertir en presa de un secuestro como en 'Pelhalm, 1,2,3' (1973), de Joseph Sargent, o ser el espacio en tránsito del músico protagonista de 'Falso culpable' (1956),de Alfred Hicthcock, soñando con la suerte sin saber que el azar le traerá una respuesta contraria. O espacio idóneo para carteristas, como en 'Manos peligrosas' (1953), de Samuel Fuller, y 'Pickpocket' (1959), de Robert Bresson. Y espacio de seguimientos o persecuciones como en la soberbia secuencia de 'El silencio de un hombre'
Como la estación puede ser un espacio revelante, de tránsitos, cruces, esperas. Más que en una obra en la que es aludida en su título, la apagada, aunque nos narre un encuentro pasional, 'Estación Termini' (1954), de Vittorio Da Sicca, cobra mayor fuerza en la conmovedora y bella 'Breve encuentro' (1945), de David Lean, en la que los destinos de los protagonistas se cruzan para dejarles una huella indeleble, aunque rasgados por su indeterminación. O en los diversos encuentros entre hermanos, en estaciones urbanas o rurales, que jalonan, en el tiempo, la sobria y cruda visión de la emigración a la ciudad en 'Cosi ridevano' (1999), de Gianni Amelio. O como vibrante metáfora de estados emocionales, como esa estación abandonada de 'The station agent' (2003),de Tom MacCarthy o aquella en la que espera no se sabe qué, quizás una forma de habitar la vida que no encuentra, la desubicada Virginia Woolf de la subvalorada 'Las horas' (2002), de Stephen Daldry.
Hay otras obras en las que el protagonista es ferroviario, caso de las dos versiones de la obra de Zola, 'La bestia humana' (1938), de Jean Renoir, y la poderosa 'Deseos humanos' (1954), de Fritz Lang en una trama de pasiones y fatalidades. O conductores enfrentados a la accidentalidad de la vida cuando siegan una vida, como en las interesantes 'Rail and ties' (2007), de Alison Eastwood y 'Three and out' (2008),de Jonathan Gershfield.

El tren puede ser, por último, (parte de) un espacio futurista, fantástico, o imaginario, o donde la realidad ve difuminados sus límites, como en la mejor obra del sobrevalorado Lars Von Trier, 'Europa' (1991), en 'Metropolis' (1925), de Fritz Lang,o en esas obras maestras que son '2046' (2003) de Wong Kar wai, 'Stalker' (1979) de Andrei Tarkovski, 'El silencio' (1963), de Ingmar Bergman, o 'Una noche, un tren' (1968), de Andre Delvaux. Como un tren de feria, como en la sublime secuencia de esa asombrosa obra (clasicismo y modernidad, la puesta en escena conjuga la alquimia de la emoción y la reflexión en su estado más depurado) que es 'Carta de una desconocida' (1948), de Max Ophuls, otro tren de sombras.
Como la protagonista de esta obra sin parangón, así soñamos, con viajes que puedan hacerse posibles, escindidos entre lo real y lo ilusorio, entre lo que proyectamos y discernimos. A veces, la quietud es movimiento, y a la inversa, el movimiento mera fuga. Tránsitos, movimientos, en espacios de ensueño. Muchos me he dejado en el tintero, pero sirva esta aproximación como 'arranque de viaje' hacia la presencia de los trenes en las 'vías' del celuloide.




Centrémonos ahora en la áspera y contundente película de Frankenheimer. El dilema que palpita en 'El tren' es claro. ¿Valen igual las vidas humanas que unas obras de arte, y más cuando estas, se convierten en emblema de un tesoro nacional, en representación de una identidad patria?. El conflicto surge cuando el ejército alemán, ya en retirada al final de la guerra, debe abandonar Paris. Y el coronel Von Waldheim (Paul Scofield), un amante apasionado del arte, decide llevarse todas las pinturas del museo del Louvre en un tren hacia Alemania. Las fuerzas de resistencia francesa están decididas a impedirlo. Claro que el sabotaje se complica porque el tren no puede ser destruido, lo que conlleva que se haga doblemente difícil la misión, sobre todo, y he ahí el dilema, porque supondrá poner más vidas en peligro para impedirlo, asumiendo que son sacrificios inevitables.
Quien será el encargado de comandar tal misión, Labiche (Burt Lancaster), no lo ve tan claro. Son demasiadas vidas las que se han perdido ya en la lucha, y no está tan convencido de que se deban subordinar, o sacrificar, más vidas por ese supuesto fin elevado. Pero acaba aceptando. John Frankenheimer realiza una de sus más grandes obras, quizás junto 'Siete días de mayo' (1963) y 'Yo vigilo el camino (1970). La fotografía parece esculpida en un severo blanco y negro que dota de esa textura que parece apresar a los personajes en una 'representación' que es una prisión, marcada por un sesgado fatalismo, como por una determinación que parece ciega.
Un peso que parece alentar cada imagen que encuentra su correspondencia en el rostro de un magnífico Burt Lancaster, que ejecuta decidido su misión, pero como si fuera él mismo un engranaje. Una misión que es pesar, una obligación dolorosa, que, para mantener su determinación, debe afrontar con el gesto circunspecto, el rostro de alguien dispuesto ya de entrada a encajar las dolientes pérdidas de las que será testigo por el camino. Un héroe pétreo, paradójico, como una máscara en movimiento. La importancia de una maquina como protagonista, y objetivo, de la trama, impregna a la misma narración, tramada como un afinado mecanismo de relojería, en la que las estrategias y tácticas son las que hacen avanzar la acción, en ese duelo, o partida de ajedrez a contrarreloj, entre los intentos de la resistencia por impedir que ese tren salga de Francia, y las previsiones alemanas para dinamitar y eliminar sus propósitos y a quienes colaboran.
Ironías, la resistencia encima tiene que impedir que un bombardeo aliado lo destruya cuando sale de la estación iniciando su viaje, o Labiche y un par de compañeros son bombardeados, en la persecución, por aviones aliados ( en una secuencia de modélica tensión). Esa condición de escenario en el que ya se ha convertido este pulso, o misión, en donde los humanos ya son actantes, encuentra su correspondencia en cómo la resistencia usa la táctica de hacerles creer a los alemanes que el tren va en la dirección que creen, cambiando los letreros de las estaciones, pero desviándoles de su trayecto.
Al final, Labiche se convertirá en la implacable 'sombra' del tren, otra entidad, determinada, que no cejará en su propósito, cuál autómata espectral. Las imágenes finales alternando planos de las pinturas y de los cadáveres de los sacrificados es el remate elocuente de una obra ejemplar en su modulación narrativa y seca como un fustigazo en su rasgón de un tenebroso y doliente dilema, donde el escenario se superpone a la vida.

La duquesa

Georgiana (Keira Knightley), la duquesa de Devonshire, se encuentra atrapada en una ‘jaula dorada’ del siglo XVIII. Su prisión es una ostentosa mansión, su uniforme, una variada y ostentosa colección de vestidos, pelucas y maquillajes. Su celda, unas amplias estancias de refinada decoración y mobiliario. Su carcelero, el duque de Devonshire. Las leyes que han establecido su condena, un matrimonio concertado, en el que ella, ante todo, debe cumplir su función de suministradora de varones herederos, y aceptar una descompensación de privilegios: el duque puede tener su amante, e, incluso, acogerla y convertirla en una cotidiana comensal delante de las narices de la esposa. Pero si a ella se le ocurre lo mismo, la represalia será contundente. La duquesa debe aceptar su lugar, su función y papel. Y no puede intervenir en ese inflexible guión de costumbres y normas sociales por mucho que se enfrente a las mismas.

Y, por otro lado, este tipo de obras, centradas en periodos pretéritos, también suele correr el riesgo de quedar atrapado en una ‘jaula dorada’, como ocurre en este caso. La ‘jaula dorada’ de su exquisita escenografía. El escenario devora a sus habitantes. El decorado difumina la voz del drama, prisionera de una preeminencia de estilo. Hace unas semanas hablaba de ciertas tendencias dentro del cine inglés. Mencionaba tres obras recientes, ‘Boy A’, ‘Control’ y, aún más radicalmente, ‘Hunger’, como ejemplos de un cine de construcción heterodoxa, que se revelan como afinados modelos de las palabras de Dreyer, cuando se refería a que el cine debe reflejar una realidad interior, más que exterior. Y la realidad interior no sólo relacionada con la de un particular mundo indiidual, sino la de una situación o circunstancias. Materializar una esencia.

‘La duquesa’, en cambio, es prototipo de ese tipo de obras que se centra en la realidad exterior. Como si lo primordial fuera recrearse en las propias pinceladas, más que en el motivo de la representación. Los contornos desdibujan la sustancia. Por mucho que se sostengan sobre dramaturgias, adaptaciones de notorias novelas de prestigio o best Sellers, o no, estas se diluyen en esa refinada y minuciosa caligrafía que reproduce el contexto externo de una época. Una fascinación, para los creadores y para un segmento de espectadores, que propicia una escisión, a veces irreconciliable, entre el placer degustativo de unas impecables y bellas formas, el fulgor de unas apariencias y la densidad dramática de las situaciones o conflictos puestos en juego.

De ahí que se hayan aplicado a este tipo de obras términos como ‘académico’ o ‘ilustrativo’, porque parecen obras ‘museísticas’, un refinado catálogo, como esos libros de cuidado diseño que adornan las estanterías de una biblioteca, y que como una buena marca de prestigio, son referentes de elevada cultura. Hablan de grandes temas, tienen unas deslumbrantes tapas, un papel de fino tacto, pero, son ante todo, adorno y seña de distinción. Y al final lo único que se contempla son sus cubiertas, no sea que leyéndolo se manchen las páginas. Algunos sí han superado estos riesgos, esta autocomplacencia, o regusto por el refinado diseño. Como preclaros y distinguidos ejemplos, las obras de Max Ophuls o David Lean, exponentes de un puro cine moderno que a través de su complea puesta en escena propiciaban la reflexión sin dejar de descuidar las implicaciones emocionales.

O ‘Tess’ (1979), de Roman Polanski, que hacia del distanciamiento mirada analítica y descarnada. O ‘La edad de la inocencia’ (1993), de Martin Scorsese, que hacía de la efusión emocional comentario de cómo se vive el sentimiento amoroso tanto como representación como desgarradura interior, y dentro de una representación, la de las convenciones sociales, que anulan a la emoción. Hay un cine que ha optado por unas formas que pongan en evidencia los engranajes de la representación, y sus límites, a a la vez que se interrogan sobre ellos, como ‘El contrato del dibujante’ (1983) , de Peter Greenaway, o ‘Tristam Shandy’ (2006), de Michael Winterbottom. Pero hay una tradición, como vuelve a demostrar ‘La duquesa’, que se conforma con esa discreta línea intermedia.

Hay un telón de fondo, como queda manifiesto en las circunstancias a las que me he referido, de conflicto dramático con reverberaciones críticas, servido con una exquisita caligrafía. La composición es lo prioritario, y la narración se limita a su más elemental funcionalidad. No es un cine vacío, pero sus sanguíneas corrientes se atrofian y paralizan dentro de es vitrina refinada donde parece faltar oxigeno dramático. El cine de James Ivory, con la excepción de la estupenda ‘Lo que queda del día’ (1993), fue un recurrente emblema durante un par de décadas. El mismo Ang Lee no logró superar esos corsés en la que puede ser su obra más fallida, ‘Sentido y sensibilidad’ (1995). Pese una planificación de raigambre televisiva que limaba su alcance, Stpehen Frears dotó de intensidad la narración de ‘Las amistades peligrosas’, apoyado en una eficaz adaptación de Chirstopher Hampton y la atinada elección de los interpretes.

Precisamente, la interpretación, o encarnación, de Ralph Fiennes como el Duque es lo que dota a esta obra del fulgor intenso del que es un pálido reflejo el resto de sus componentes. Su ajustado, preciso dominio de los gestos y las miradas, de su forma de expresarse con el cuerpo, entre la desidia y la arrogancia, insuflan de una rasgante y sombría turbiedad al relato. Esa indolencia usando un mero mondadientes en la cena con los políticos es todo un detalle de cómo saber jugar con los intersticios, con lo no dicho, con las sombras de las apariencias. Como su forma de desvestir a Georgina la primera noche que fornican, gélida, ajena y sumarial, que tanto dice de cómo considera esa relación, un mero intercambio contractual. Esa sutilidad es precisamente de la que carece esta tan correcta como desvitalizada obra. Una hermosa ‘jaula dorada’ para admirar, pero que no nos deja habitarla.