domingo, 25 de octubre de 2020

Mishima

                         

"Pronto descubrí que la vida consta de dos elementos contradictorios: uno eran las palabras, que pueden cambiar el mundo. El otro era el propio mundo, que no tiene nada que ver con las palabras." De acuerdo a esas palabras, a esa visión, de Yukio Mishima, Paul Schrader estructura su admirable Mishima (Mishima: a life in four chapters, 1985) a través de diferenciadas visualizaciones del presente (reflejo del difícil equilibrio entre la serenidad y la convulsión), del recuerdo y de la imaginación. El presente, con tenues colores ( como si se anunciara que la vida se va a apagar); la planificación, la sucesión de encuadres de espacios del hogar de Mishima (Ken Ogata) la mañana del 25 de noviembre de 1970, el último despertar de su vida, evoca la armonía serena, la completitud que emana del cine de Ozu (espacios, objetos, cuerpos, pétalos de un mismo racimo de vida); en cambio, un encuadre agitado, convulso, es el que refleja la pérdida de centro en el trance final, cuando, junto a cuatro acólitos de su ejército personal, toma como rehén a un general, y suelta una soflama ante las tropas, con la que cuestiona el materialismo que domina a la sociedad japonesa, en detrimento de sus tradiciones, y les incita a que se levanten para proclamar de nuevo la soberanía del emperador, recibiendo como respuesta la burla y el desprecio. El mundo no tiene que ver con sus palabras, no responde, el encuadre desespera, se desequilibra, no hay armonía, sino escisión. Su muerte, el seppuku, también se tiznará de temblores que enturbian la glorificación, o la condición sublime con la que quiere dotar al Gesto que es culmen (los temblores de la indecisión de quien debe rematarle y matarse a sí mismo; el retrozoom que disloca las perspectivas, con los músculos de su cuello tensándose en el momento de abrirse el vientre, como si lo orgánico borrara a la idea o dejara en evidencia que no es como la poetización del gesto en la obra literaria, en la conclusión de Caballos desbocados, que luego se visualiza con un bello crepúsculo de colores dorados: la muerte no es poética sino convulsión).


El recuerdo, el espacio de las evocaciones de su propio pasado, se representan en blanco y negro, un mundo sin color que no pareció corresponder a los anhelos de Mishima, aunque a la vez tampoco él mismo respondiera a lo que anhelaba ser, preso también de indecisiones y contradicciones (anhelaba servir en la guerra, y morir como un héroe pero opta por exagerar los síntomas de su enfermedad para parecer tuberculoso, y no ser dado como válido). El espacio de la imaginación, en cambio, desborda de color, como si desplegara una arrolladora exuberancia (excepcional dirección de fotografía de John Bailey, una de las más inspiradas y elaboradas de las últimas décadas). Tres son las obras que acompañan cada uno de los tres primeros capítulos, cada evocación de un tiempo de su vida. En el primero, Belleza, El templo del pabellón dorado, priman los colores verde y dorado. En el segundo, Arte, La casa de Kyoko, el rosa y el gris, y en el tercero, Acción, Caballos desbocados, predominan el negro y el naranja.

Los (fascinantes, prodigiosos) decorados, obra de Eiko Ishioka, en ocasiones rodeados de una honda negrura, evidencian su condición artificial. Logran dar cuerpo espacial a lo sublime, y son comentarios o reflejo de un estado o una circunstancia emocional (o idea). Los objetos distorsionados, oblicuos, como salpicaduras en la negrura dominante, del espacio que representa la habitación del prostíbulo donde pierde la virginidad, en El templo del pabellón dorado; reflejan su desajuste emocional (su tartamudeo vital que se siente incapaz de estar a la altura de la belleza a la que aspira). Su realidad es asimétrica. A veces los espacios se modifican, para ser rasgados, como un escenario que se desea eliminar y reemplazar, como en Caballos desbocados, en la habitación del gobernante se transparenta la pared, el fondo, con otro escenario que irrumpe, como el protagonista, fanático nacionalista, que rasga con su cuchillo la tela del decorado que ya no es pared, para irrumpir en la habitación y matar al gobernante que quiere derrocar (reemplazar con el escenario de realidad que desearía fuera predominante). A veces, se retiran, para ser sustituidos por otros, como si se hubiera producido un desmoronamiento vital, como cuando el protagonista de La casa de Kyoko es golpeado en el bar, tras intentar defender, infructuosamente, a la dueña (también amante), después de que haya alardeado ante ella de los músculos que ha cultivado en el gimnasio. La tarea del héroe culmina en lo patético, en el fracaso.

Al protagonista de El templo del pabellón dorado, la belleza le superaba, inalcanzable para su tartamudez vital, como si nunca pudiera lograra ser parte de ella, disfrutarla, encogido espectador cuyo gesto se paraliza ante la contemplación de lo admirado, divinizado/idealizado; ese imponente retrozoom que distorsiona, confunde, perspectivas, cuando intenta tocar el pecho de la chica., en primer plano, con el pabellón al fondo(que se puede equiparar con el retrozoom sobre su rostro cuando Mishima se suicida); por eso el templo/la representación de lo ideal, debe ser arrasado, incendiado, para no sentir las propias carencias y limitaciones; como él mismo, Mishima (con la recreación del martirologio de San Sebastián), buscaba el castigo, infligirse daño, por no ser como quisiera ser, por no rimar en belleza con lo que anhelaba (el ideal); la sublimación en el dolor. Mishima se confronta con otra derrota anunciada: el cuerpo se degrada lentamente, el vigor del mismo, por mucho que se cuide, degenera, como  por mucho que el arte despliegue su cuerpo expresivo, como una pluma de resplandeciente trazo y aguda frase, la realidad siempre tumbará su ímpetu con su grisura, con su violencia, con su degradación, física, moral.

El último capítulo se titula La armonía de la pluma y la espada. Si el mundo no respondía, si las palabras no lograban transformar el mundo, ni hacer del ideal cuerpo, como este sería derrotado por el tiempo, se hacía necesario unir ambos, hacer de la acción obra de arte, la culminación de una actitud de vida, plegar el mundo a una voluntad. Aunque, como última derrota, se encontrará con el escarnio como respuesta, y su gesto quedará deslucido por lo grotesco, por el sudor del miedo que descascarilla las glorias, por la suciedad de lo real que interfiere en lo sublime.

Paul Schrader quería haber utilizado como referente el libro Colores prohibidos, pero su viuda se negó porque se centra en el matrimonio de un homosexual con una mujer, por lo que Schrader optó por utilizar una de las cuatro partes que conforman La casa de Kyoko. La película aún no se ha estrenado en Japón por la incomodidad que suscita la figura de Mishima, sus ideas políticas, y por la película en sí misma (cuando se proyectó en un festival estalló una bomba que hizo desistir de la idea de estrenarla: solo se ha emitido en televisión, aunque sin la escena del bar gay; tampoco se ha editado en ningún formato, por lo que se debe recurrir a importar ediciones de otro país). Entre sus obras, Mishima es aquella de la que Schrader se sentía más orgulloso, la que consideraba su principal logro, donde había conseguido afinar su pluma. Quizás sí, aunque en filmografía abunde logros equiparables como Blue collar (1977), Hardcore (1979), American gigolo (1980),  Patty Hearts (1988) y, en especial,  El placer de los extraños (1990), Posibilidad de escape (1992), Aflicción (1997) y El reverendo (2017).

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