Master and commander
(2003), de Peter Weir, nos sitúa en el espacio incierto del mar, y del
horizonte. Porque éste es real, material, a diferencia del de su obra
precedente,
El show de Truman
(1998), un horizonte que era decorado, con el que chocaba la proa del barco en
el que huía Truman (Jim Carrey) de la prisión de ficción de vida en la que
había estado sumido con una identidad y estructura y concepción de realidad
condicionada (asignada). Se rebelaba contra esa imposición de escenario de vida
y cruzaba el umbral hacia una realidad aún no prefigurada, en busca de la forja
su propia forma de habitar y de relacionarse con la realidad. Asumía la naturaleza
líquida e inestable de la realidad, en la que se puede perder pie porque es
vulnerable, pero afrontaba la confrontación con esa oscuridad incierta de la
vida (ese espacio en negro en el decorado), paradójico papel en blanco, como
una singladura en la que navegará cual explorador en un territorio que es
dinámico (como el
territorio desconocido
de los mapas de la antigüedad) y no estático como la prisión de la ficción en
que vivía, donde todo estaba ajustado en su sitio, programada realidad mecánica
e inercial donde todos y todo cumplía su función preestablecida y previsible.
¿Pero en esa búsqueda de lo verdadero, en ese discernimiento de un propósito
propio, cual funambulista en ese medio líquido, puede uno desprenderse de los
lastres de los espejismos, sin quedar atrapado en la telaraña ficcional de lo
que se convierte en un propósito o misión que puede ser tanto obsesión como posesión,
preso de un papel que inconscientemente encorseta, con un enajenado afán por
dominar y controlar las coordenadas o circulación la realidad?
En Master and
commander nos encontramos con un navío estratificado como una reglamentada
sociedad en donde todos saben el lugar que ocupan, y que asumen (como en la
ficción de realidad predeterminada en El show de Truman). El inicio es
revelador, es el despertar de esa nave. Sonámbulos en un sueño, a la espera de
cumplir su función, que quizá también sea un sueño. Navegan entre la bruma. Y
es entonces cuando aparece lo que se revela como su propósito. Un adversario,
cuya presencia (en el horizonte difuso) movilizará la nave para que se ponga en
marcha, y realice su función. Sin ese enemigo no es nada, navío a la deriva. Como
las apariciones de los maoríes en La
última ola (1977), como la inicial
aparición fantasmal del arquitecto en los maizales en Sin miedo a la vida (1993), el navío enemigo aparece en la bruma indiscernible. ¿Es real, o es una fantasmal proyección?
¿Existe, o lo creamos porque lo necesitamos para ponernos en movimiento? El
trayecto de esta admirable obra relata la persecución de ese otro navío, ese
contrincante, esa nave escurridiza y espectral, que aparece cuando uno menos lo
espera, fuerza más poderosa por las capacidades de las que dispone, casi como
si fuera aquella ballena que poseía atributos sobrenaturales, más por
proyección, en el Moby Dick de
Herman Melville. Y el trayecto nos plantea varias preguntas, condensadas en las
dos figuras principales, contrapuestas, el capitán del navío, Aubrey (Russell
Crowe), y el médico cirujano, Maturin (Paul Bettany).
Aubrey acata su papel, lo asume como su afirmación, es lo
que debe ser, por lo que respeta las reglas y leyes de lo que representa el
navío, que es a una sociedad, una forma de estructurar la visión de la vida, y
de las funciones que cada uno cumple, y él sabe cuál es la suya, y da por
sentado que es la que debe cumplir, cada uno tiene su sitio, y todos saben que
es lo que deben hacer para que la nave, la sociedad, se ponga en movimiento. Es
un rígido orden que suministra una certidumbre, una mecánica de previsiones, y
nadie puede cuestionarlo. Excepto Maturin. El médico es un anarquista que
cuestiona toda noción de autoridad, poder y jerarquías. Él es librepensador que
cuestiona el sinsentido y arbitrio de lo que Aubrey considera como lo que es o
debe ser. Aubrey tiene clara su identidad así que los cuestionamientos de
Maturin son una irreverente disidencia, que necesitaría de una reprimenda o
castigo. Pero no todo es simple o maniqueo. Entre ambos, tan contrapuestos,
existe una poderosa amistad, definida hermosamente en los conciertos de música
que ambos interpretan con sus instrumentos de cuerda. Más allá de los rígidos
corsés de la identidad social les une algo tan inasible e indefinido como el
arte, la música. Una comunicación más auténtica e íntima.
Tener tan claro el papel que uno cumple no exime de no
enfrentarse a circunstancias dolorosas en donde no se sabe si se ha tomado la
decisión idónea, como no se está exento de cometer errores. La realidad,
líquida, inestable, imprevisible, no puede dominarse, por mucha capacidad y
dominio de la función que uno tenga, por más que sea uno capitán de un navío,
esto es, disponga de cualidades y conocimientos para saber controlar la
realidad con las adecuadas maniobras y estrategias. Y a eso se enfrenta Aubrey
en los diferentes avatares del relato, narrados con tal prodigioso dominio de
la genuina aventura, su trance físico, su lucha con los elementos (desde una
tormenta hasta el padecimiento de la inmovilidad de estar al pairo). Por otra
parte, su propósito, aquello que debe hacer y que le afirma en su identidad,
propósito y función, puede convertirse en una obsesión, y por pasiva, revelarse
su condición ficcional. Su persecución de ese enemigo supera lo necesario,
poniendo en peligro al propio navío, llevando más allá de lo razonable su
propósito. Ese espectro se convierte en lo que dota de sentido a su vida, su
persecución sin fin, porque sin nada que perseguir uno se queda varado. O es el
reverso de quién tan rígidamente está preso de su papel o representación. La
vida parece necesitar de esa representación, de esa condición de relato, donde uno
debe perseguir algo de modo empecinado, aunque ciegue su mirada y discernimiento.
Por añadidura, los frágiles límites de la realidad, o de su percepción, se
enrarecen cuando entran en juego los miedos cervales, el pensamiento mágico.
Las supersticiones, las reacciones ante aquello que no se entiende, y que
pueden determinar la transferencia en alguien la condición de gafe o chivo
expiatorio de las desgracias que acaecen (la ignorancia crea monstruos;
fantasmas de certezas que son ofuscaciones de la impotencia). El sentido que se
transfiere al reglamento rígido que guía su vida o singladura se entrevera con
un neblinoso sentido que procede de fuerzas irracionales (como en cualquier
sociedad los reglamentos sociales y las supersticiones religiosas). Ambas
coordenadas rigen la vida de estos marinos, de estos habitantes o pasajeros de
la singladura vida, ambas igual de obtusas. ¿Y dónde queda la razón y la
reflexión, que cuestiona la falta de rigor de ambas?
Maturin, el verdadero explorador, ansia el conocimiento, se
hace preguntas y desvela las inconsecuencias de esas visiones de la realidad.
Es el elemento extraño, el pensamiento indómito. Pero sabe dónde está, como
debía asumir el arquitecto en Sin miedo
a la vida cuando perdía pie tras sobrevivir al accidente aéreo y se
cuestionaba el fundamento de lo que consideraba su estructurada vida de hábito.
Maturin no está fuera de la realidad ni de la sociedad, es parte de ella, en
donde tiene una función que cumplir, dentro de la cual se rebela, es decir, no
deja de plantear su voz propia y disidente. Y, punto que da una definitiva vitola
de rica complejidad nada maniquea a esta asombrosa obra de arte, Maturin no
está exento de sufrir los espejismos de la realidad, del propósito velado en
obsesión (como también los sufría el protagonista de Sin miedo a la vida). Hay algo más que le une a Aubrey, no sólo la
música, sino una revelación que suscita en él una sonrisa que define su
sabiduría. Maturin, una y otra vez, contrapone, frente a esa irracional y
obtusa misión de perseguir al barco enemigo, la visita a las Islas Galápagos en
donde tiene la posibilidad de descubrir criaturas hasta ahora desconocidas para
la ciencia. Contrapone el ansía de conocimiento del espíritu explorador
científico al inercial cumplimiento de unas ordenes, que además sólo implican
destrucción. La acción constructiva frente a la destructiva, la actitud
anhelante de conocer más, de descubrir, a la que repite lo ya conocido como
seña de identidad mecánica.
Pero Maturin descubre en su paseo por la isla recolectando
esas especies nunca vistas que no está tan lejos de Aubrey en su obsesión, ya que
su ansia puede cegarle, convirtiéndose en un empecinamiento que subordina otros
aspectos u a otros a la consecución de lo que busca. La búsqueda pierde su
condición esencial que es la búsqueda misma, el proceso de conocimiento pierde
foco, la misma navegación se adultera, cuando el logro se convierte en obcecada
cuasirreligiosa persecución. Cuando Maturin cree entrever ese peculiar pájaro (de
alas cortas) que busca tan denodadamente, ese espejismo le ofrece a cambio que
descubra en la bahía más allá de las alturas donde se encuentra, el navío que
persigue Aubrey. No se diferencian tanto su pájaro del navío, su búsqueda, de
la de Aubrey. De nuevo desde las alturas, toma consciencia de su obnubilada
presunción, de su ofuscada misión en nombre del conocimiento. Y sonríe. La búsqueda
nunca puede terminar, es la esencia del movimiento del conocimiento. Es el
impulso de acción, como decía Goethe en Fausto lo que nos define como criaturas
en movimiento. Siempre habrá espectros que perseguir, pero hay que saber que lo
son, que son proyecciones, figuras en la niebla (de las incógnitas y las
ficciones proyectadas) que uno intenta discernir en esta singladura que es la
vida. Y así termina la película, o empieza, porque a lo que se persigue,
escurridizo, nunca se le puede capturar, ya que uno se quedaría varado. Y suena
la música. Y el barco vira y surca el mar.