martes, 16 de noviembre de 2021

Que no te quiten la corona (Acantilado), de Yannick Haenel

                               

Siempre he vivido en una jaula, y seguramente vivimos todos encerrados en nuestra propia jaula; realmente nadie tiene ganas de salir, nos gusta vivir en una jaula porque no tenemos ni coraje ni imaginación – me dijo -, no queremos que ocurra nada y nada nos ocurre, no vivimos de verdad, nos pasamos la vida mirando atentamente un ojo y nos convencemos de que estamos vigilándolo, cuando no solo es el ojo el que nos vigila a nosotros, sino que encima es un ojo muerto. Esto es: vivimos bajo el yugo alucinado de un ojo muerto. Que no te quiten la corona (Acantilado), del escritor francés Yannick Haenel (1967), es una obra en la que el protagonista, un hombre, que acaba de cumplir cincuenta años, vive la mayor parte del tiempo recluido en un apartamento, casi de tránsito porque tiene que abandonarlo en pocas semanas, y que pasa la mayor parte del tiempo viendo películas, porque piensa que a través de ellan circulan una serie de secretos que pueden posibilitar esa confrontación con nosotros mismos que nos revela en nuestra desnudez sin relatos convenientes de intermediación. La paradoja de las ficciones desnudando nuestras ficciones. Es un hombre que intenta bordear de puntillas el endeble tabique que me separa de mí mismo. Por eso, es una obra sobre la resurrección, como comenta que lo eran todas las obras de Herman Melville, sobre quien ha escrito un guion que se lo pasa al cineasta Michael Cimino porque al igual que Melville, que había saboreado en sus inicios la gloria fácil para hundirse en el fracaso cuando empezó a escribir ‘desde la verdad’ (dando voz al gamo blanco que llevaba dentro), Cimino había conocido la verdad intrínseca que hay en el fracaso, y sin duda a partir de entonces había dejado de distinguir el fracaso de la verdad, para considerar la verdad sólo en relación con el fracaso que la revela, como un gamo blanco atemorizado que atraviesa, indemne, ese bosque criminal que llamamos humanidad. En un caso la ballena blanca que Achab persigue, como quien quiere rectificar su sensación de fracaso, en Moby Dick, y en el otro el ciervo al que no dispara el personaje de Robert De Niro en la secuencias finales de El cazador (en el título original, The deer hunter/El cazador de ciervos), tras haber mirado de frente el horror en la guerra. La verdad sin filtros, la verdad que duele mirar, la verdad que no se suele mirar y se prefiere cubrir con pantallas que no se asumen como pantallas.

La puerta del cielo es el apocalipsis ahora. Tanto La puerta del cielo (1980), de Cimino como Apocalipsis now (1979), de Coppola, fueron dos obras que miraron de modo descarnadamente directo a la esencia de lo que somos, lo que es Estados Unidos como país (y por extensión occidente) y nuestra propia naturaleza. Pocos cineastas han mirado de modo más directo el horror. Ambas fueron películas que retomaban, sin red, un planteamiento de producción cinematográfica característica de los sesenta, de la que las extraordinarias tres obras que realizó David Lean, Lawrence de Arabia (1962), Doctor Zhivago (1965) y La hija de Ryan (1970), fueron su máxima expresión (y su insigne precedente); obras que conjugaban espectacularidad y complejidad, y que dejaron de realizarse a principios de los setenta por sus elevados costos (sustituidas por las más económicas producciones del cine de catástrofes). Por la envergadura de su producción La puerta del cielo y Apocalipsis now eran su equivalente, pero con la actitud del kamikaze, o la de quienes, amparados en sus previos grandes éxitos, El cazador y El padrino, aprovechaban esa circunstancia privilegiada. Un cine que era el yo desnudo intentando desnudar a la sociedad estadounidense, sus entrañas y mitos, su estructura de clases y sus crímenes, y la misma naturaleza humana. O la catástrofe humana. Sin duda, fue una catástrofe financiera para la sublime La puerta del cielo. Cimino vivía al borde del crepúsculo, allí donde se perciben el origen y el final de todas las cosas, y donde quien consigue aprehender se ve imbuido de una lucidez aterradora, pero también de la inocencia que todo el mundo ha perdido hoy en día. Pocas obras con tal luz cruda reveladora y con tal inocencia, tal es la pureza sin autoindulgencia ni componendas de su planteamiento. Fue el principio del fin para la carrera de Cimino, como poco después, tras el fracaso de Corazonada (1982), también Coppola opto por reclinar la cabeza por el fracaso de su intento (sublevación) y plegarse a las coordenadas de producción establecida. Cimino dejó de hacer cine poco más de diez años después, tras otras cuatro películas. Un año separa ambas producciones, pero aún hoy en día, su singularidad es la de dos obras fuera del tiempo que a la vez definen su época como el fracaso y la catástrofe de la evolución de nuestra sociedad, atrapados en nuestras jaulas o burbujas o cápsulas, como todos aquellos que a través de nuestra soledad no podemos percibir más que de lejos, de muy lejos, como en un sueño remoto, como en un espejo inventado por la frustración y la nostalgia. La realidad se hunde mientras nos cegamos con múltiples pantallas.  “ La armadura hace a los caballeros, la corona a los reyes, ¿Qué somos nosotros?” Quien pronuncia estas palabras, Irvin (John Hurt), como una interrogante que destila causticidad y desolación, en una de las secuencias brecha, por su condición de reveladora ruptura fantástica, de La puerta del cielo, se desvanece en el humo, o como humo. El humo le cubre como esa misma interrogante, y cuando se despeja, ya no está: la respuesta es: nada. O un vacío rebosante de arrogancia y suficiencia. La Oligarquía, La Asociación de ganadores, debe imponer orden en su feudo. Han decidido eliminar a 125 inmigrantes, porque son agricultores que estorban con el cultivo de las tierras los territorios de paso de ganado y porque son extranjeros que pretenden hacerse un huevo en un territorio que los que dominan el escenario consideran que es propio. Los cimientos de un país y de un sistema socioeconómico definido por la estructura de clases.

No me queda más remedio que asumir el carácter laberíntico de la historia, y creedme que es involuntario. Habría preferido que el relato fuera transparente, aunque soy de la opinión de que la transparencia no es más que una etapa: su perfección es el resultado de una limitada capacidad para ver que hay más allá del horizonte. Esta reseña dispone del Mismo desarrollo laberíntico que esta singular novela en la que las películas adquieren tal relevancia en su desarrollo narrativo y conceptual, como el cineasta Cimino o la actriz Isabelle Huppert, que trabajó en La puerta del cielo. Lena me dijo que Isabelle Huppert había sentido cuán deseable es lo fugitivo; y cómo el encanto de lo que se nos escapa se adentra en una luz milagros: la de los sotobosques y las orillas de una noche que no pertenece a nadie. Es una obra también sobre lo que resulta difícil aprehender, en lo que se intuye la luz más valiosa de la experiencia, sea en la película de la pantalla o de la vida. La cautivadora materia de lo escurridizo, de lo frágil y transitorio. Es esplendor que no se sabe cuánto puede durar. Esas brechas que nos dotan de aliento en la plantillas (de rutinas y programas) con las que tapiamos la vida. Esas olas en las que se perdía el protagonista de Le llaman Bodhi (1991), de Kathryn Bigelow, que no dejaba de ser otra variante del viaje de Apocalipsis now. ¿Qué hacemos con nuestras vidas? Nuestra existencia está llena de agujeros; intentamos evitarlos, pero no es una buena idea, porque los agujeros nos muestran ese otro agujero inmenso que permite respirar el mundo. Y ese agujero inmenso puede convertirse en un lago donde nos bañamos desnudos tras lograr bordear de puntillas el endeble tabique que nos separa de nosotros mismos.

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