En las primeras secuencias de Spencer (Id), de Pablo Larraín, Diana Spencer (Kirsten Stewart) es
una figura perdida en un paisaje que debería resultarle familiar, porque es el
de su infancia. Y es una figura que llega con retraso a la mansión de la reina
de Inglaterra en Norfolk, la mansión Sandringham, en la que la familia real
celebrará las navidades de 1991. Es una figura fuera de lugar, una figura en
desajuste con su entorno. Spencer
dota de cuerpo narrativo a ese desajuste. Spencer
es una obra impresionista sobre un malestar vital, el que siente quien se
siente prisionera en un escenario en el que todo se encuentra codificado, o
embalsamado en rituales, como si meramente fueran autómatas que se ajustan a un
engranaje. Diana es el personaje que desentona y discrepa. Siente que habita
una tiempo detenido, una vitrina, en la que no existe el futuro y el presente
es igual que el pasado. Se siente como un insecto tras un cristal, y sus
aleteos son contorsiones desesperadas. La excepcional banda sonora de Jonny
Greenwood dota de cuerpo musical a la exasperación de quien se siente asediada
por la imperturbabilidad de unos carceleros que actúan como si su convulsión
fuera una avería a resolver, pero siempre de modo discreto, como las cortinas
son cosidas para que ningún fotógrafo realice una indiscreta instantánea; para
Diana son otros barrotes que rasgar, como las alambradas que le separan de la
mansión en la que residió cuando era niña son otros obstáculos que superar. La
mansión de su infancia es una arquitectura dañada, abandonada, y la mansión del
presente, la de su prisión vitrina, disimula en la compostura de las
formalidades y rituales el abismo de su vacío y su impostura.
lunes, 15 de noviembre de 2021
Spencer
La también espléndida
Jackie (2016) era un musical de fantasmas, como lo es Spencer, en la que un cuerpo quiere liberarse de esa mansión de
espectros envarados que se han convertido en impávidos quistes sebáceos de su
escenario privilegiado. Buena parte de
Jackie transcurría en los contornos blanquecinos de la Casa Blanca, como Spencer transcurre durante los días
navideños en la mansión de largos pasillos y amplias estancias que representa
el encierro de Diana, el forcejeo en el que se ha constituido su vida porque no
quiere resignarse a ser una más de esos espectros ni tampoco su cautiva
resignada (la secuencia de la comida, en la que nadie emite palabra alguna,
resulta más perturbadora por sí sola que todo el metraje de la tan sobredimensionada
como insulsa La semilla del diablo,
1968, de Roman Polanski) . En Jackie,
la excelente banda sonora de Mica Levi se ajustaba también al cuerpo de la
narración como si reflejará el interior del fantasma de una mujer que sintió
que no podía seguir viva si él, el presidente Kennedy, había muerto. Era una
mujer que parecía ser más un reflejo que un cuerpo, porque parecía habitar
entre vitrinas y espectáculos, o emanar de vitrinas y espectáculos, como si
fuera parte integral de una pantalla, como cuando mostraba con orgullo y
satisfacción en un programa televisivo las estancias de la Casa Blanca. Diana
se niega a convertirse en un mero reflejo, en la figura popular que fotografían,
esa que llaman Lady Di. Se niega a ser esa doble personalidad que debe aceptar,
según su marido, el príncipe Charles (Jack Farthing), la que es y la que posa
para los medios (y el público), y por ello, por ser una imagen para los demás,
debe asumir que hará cosas que detesta, porque se debe a su personaje, lo que
es decir a su condición de figura de la realeza. Un diálogo que mantienen en
una sala de billar, cada uno en un extremo de la mesa, como contrincantes en un
juego en el que no son precisamente las bolas las que se introducen en un
agujero.
Jackie se vio precipitada al vacío, a su condición de mero
cuerpo a la deriva, cuando la cabeza del hombre que amaba estalló junto a ella.
Portaba un vestido rosa. Y sintió de repente que no sabía cómo vestir la
realidad. Su vestido estaba rasgado por las manchas de sangre, como el telón de
un escenario que se desgarra. Diana, en cierto momento, jugando con sus dos
hijos, dice que su color favorito es el color rosa. No quiere que sus hijos se
manchen con la sangre de los faisanes, porque, según su padre, deben ajustarse
al ritual de la caza del faisán como otro rito de paso en su conversión de
autómata de la realeza. Diana se siente un faisán que quieren cazar, una pieza
que se muere lentamente en el interior de una vitrina por el ralentizado
impacto de un disparo amortiguado cuya trayectoria se alarga en el tiempo, como
ya son diez años los que dura su matrimonio con Charles, cuyos amoríos debe
aceptar, pero también sus recelos sobre el motivo de su tardanza. Diana se
siente como un espantapájaros. Por eso, portará la chaqueta del que se
encuentra en la tierra de su familia para enfrentarse a quienes siguen
disparando con sus privilegios de clase. Ni los faisanes merecen ser abatidos
por una cruel tradición ni ella ser la víctima de un sistema o modo de vida que
pesa la categoría de los individuos, como pesan a cada uno de los asistentes antes
de las celebraciones navideñas, para así comprobar, cuando finalicen, que han
engordado el correspondiente kilo y medio por las opíparas comidas, emblema de
su vida de arrogante derroche. Diana se revela porque no es un peso muerto sino
alguien que quiere dejar de sentirse perdida en una mansión de fantasmas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario