sábado, 31 de julio de 2021

Secretos y mentiras


Secretos y mentiras. Todos sufrimos. ¿Por qué no compartimos nuestro dolor? Son las exasperadas palabras de Maurice (Timothy Spall) en las secuencia climax de Secretos y mentiras (Secrets and lies, 1996), de Mike Leigh, cuando, en su familia, ha reventado la caja de pandora de las revelaciones, aunque más bien como espasmos violentos que evidencian tanta congestión emocional y frustración vital como resentimiento y falta de autoestima. Son revelaciones extemporáneas o forzadas por la circunstancia (imprevista), no intencionales. Maurice es alguien amable y empático. Se ha esforzado en hacer feliz a los que le rodean, del mismo modo en que en su trabajo de fotógrafo busca provocar la sonrisa de los que posan ante su cámara (ejemplificado en varios montajes secuenciales; mordaz detalle: en varias sucesivas fotografías no logra que una de las dos personas que posa sonría, o se muestra remisa por un motivo u otro). Cuando expresa esa sentencia, que condensa el planteamiento de la obra, ha llegado a su punto límite. Durante demasiado tiempo se ha plegado a la pesadumbre de su esposa, Monica (Phylis Logan), quien no ha superado el hecho de que sea estéril (hecho, por lo tanto, que no puede compartir, por vergüenza, con los otros). Una cosa es la empatía y otra ser indulgente con el excesivo orgullo (o la bilis de la vergüenza social). 


Por su parte, Hortense (Marianne Jean-Baptiste), oculista, se ha preocupado por saber la verdad y conocer, tras la muerte de su madre adoptiva, quién es su madre biológica, Cynthia (Brenda Blethyn), la cual es hermana de Maurice. Quiere verla. Aun cuando la relación con sus padres adoptivos fuera armoniosa quiere saber cómo es quién la dio a luz. Por tanto, las profesiones de Maurice y Hortense son dos dedicaciones que tienen que ver con la mirada, como la obra  explora la espesura que se enquista entre las apariencias y la verdad, o cómo en el escenario social abundan quienes priorizan la conveniente presentación de uno mismo (que implica las omisiones que se juzgan pertinentes), es decir lo que parece, en vez de los que apuestan por la asunción y confrontación de lo que es. No deja de ser interesante, de modo complementario, revisar esta obra realizada pocos años antes de que internet se convirtiera en parte fundamental y orgánica de nuestras vidas.


La progresión dramática, como la posterior, y también magnífica, Todo o nada (2002), que será aún más opresiva en su desarrollo, se modula sobre esa congestión vital hasta una conclusión catártica que implica ver y dejar verse. Ya no son seres escénicos que retienen información sobre ellos mismos porque priorizaban la vergüenza sobre el dolor. Nadie veía al otro porque cada uno estaba ensimismado con sus penas e insatisfacciones. La anodina y frustrada vida de Cynthia gira en un vacío en el que no sabe qué hacer con su tiempo ni con su soledad (con expresión desesperada aprieta sus pechos mirándose en el espejo) solo animada, o más bien agitada, con sus constantes desencuentros comunicativos con su hija, Roxanne (Claire Rushbrook), barrendera, que siempre concluyen con descalificaciones y gritos. Parece que no acaban nunca de barrer sus emociones en permanente colisión, como suciedad acumulada. Uno de sus puntos de fricción deriva de la amargura de Cynthia por un pasado, o unos errores cometidos por inconsciencia, que ha determinado un presente más bien inmóvil (como si siguiera atascada en aquel pasado); no quiere que se convierte en ella, una madre soltera joven de 21 años, edad que precisamente cumple ahora Roxanne, por eso insiste hasta la exasperación en que tenga cuidado en no quedar embarazada. Descarga su frustración sobre ella con su apabullante exceso de preocupación, por haber tenido descendencia de modo accidental, como Mónica en ocasiones descarga sobre su marido, con sus intermitentes arrebatos coléricos, la frustración de no poder tener hijos. Una tuvo hijos que no pretendía tener (al menos en ese momento o circunstancia) y la otra no puede tener hijos. 


El hecho que posibilitará que todas esas crispaciones, esa congestión purulenta de secretos y mentiras, deriven en la catarsis vendrá determinado, o será una de sus consecuencias inesperadas como el agua que arrastra un primer dique reventado, por el esfuerzo de Hortense por saber quién es su madre biológica, hecho que, en primera instancia Cynthia duda que sea cierto, ya que Hortense es negra, hasta que en cierto momento de su conversación recuerda cuál pudo ser aquel encuentro sexual que tuvo con quince años, un encuentro amoroso no precisamente agradable que había marginado en su memoria. Un hecho que también, como para Mónica el no tener hijos, implica vergüenza, motivo por el que aún no lo ha compartido con su hija Roxanne. Hay otros personajes que también se convierten en reflejos de las otras direcciones o narrativas de lo que pudiera haber sido cada vida, según las decisiones que se toman, los impulsos por los que no dejamos arrebatar, las contrariedades o la combinación de los azares. El hombre que vendió el negocio a Maurice reaparece tras años de ausencia. Una vida que tomó otro rumbo, incluso en otro país, y en las antípodas, en Australia, pero ha retornado como un despojo desesperado, una vida rota, como su misma relación sentimental; es una vida sin presente, amargada, que busca, de modo indirecto, que Maurice reconduzca su vida contratándole como asistente. Maurice ve en él la narrativa alternativa de lo que pudiera haber sido su vida. Pero hay un contraste más poderoso que tiene que ver con la actitud. En Maurice no hay amargura por la contrariedad de no poder tener hijos con la mujer que ama. Con ella, o con cualquiera, se esfuerza en transmitir energías positivas, amables, atentas y empáticas. Secretos y mentiras es una hermosa obra que hace de la apología de la verdad, o sinceridad, necesidad terapéutica. Luego llegó Internet a nuestras vidas y nos permitió escondernos entre sus pliegues para presentarnos del modo más conveniente o meramente descargar nuestras frustraciones. La reescritura y la descarga como dinámica escénica de este (virtual) siglo XXI.


1 comentario:

  1. la vi hace como nueve años. Era un film del que sabía su existencia, pero que no pude ver en su momento, ni a lo largo de los 16 años que habían pasado desde su estreno. La sorpresa fue gratísima, es un peliculón del que tenía una idea equivocada; pensaba que era una comedia pura, lo cual no tendría nada de malo, desde luego, pero es evidente que gana muchos enteros tal como es. ¡Y qué actuaciones! Con mención especial a la atribulada madre, que por lo visto ganó el premio a la interpretación en Cannes de forma totalmente merecida, junto a Mike Leigh como mejor director. Esta película demuestra cómo se puede hacer gran cine con las emociones y tribulaciones humanas sin caer en folletones de saldo. ¡Super recomendada por si alguien aún no la ha visto, como me pasó a mí!
    Quisiera apuntar que para mí, los interludios fotográficos del estupendo protagonista masculino, Timothy Spall, suponen una sutil manera de mostrar la bonhomía de ese gran oso de peluche; la paciencia y mano izquierda que derrocha con sus latosos (en algunos casos) clientes, es enternecedora. Genial, el acabar el film con ese gag sobre los gnomos de jardín, ¡JA, JA, JA, JA!

    ResponderEliminar