miércoles, 28 de julio de 2021

Le pornographe

                               

 ‎Lo estoy intentando, pero no es fácil. ¿Qué puedo esperar para mañana? Al menos un poco más de fuerza. Esta frase, que expresa su protagonista, Jacques (Jean Pierre Leaud), condensa el aliento vital de extravío que transmite la escurridiza entraña de esta extraordinaria obra no estrenada en España, Le pornographe (2001), de Bertrand Bonello. En esta obra de fractal narrativa no hay un centro, o lo es el descentramiento de Jacques. La narración está despedazada como el interior del propio protagonista, y a la vez parece a la deriva como su aliento falto de resuello vital. El primer tramo parece que nos lleva en una dirección (las vicisitudes del rodaje de una película porno), pero las direcciones se abren en varios senderos a medida que progresa el relato, como la misma desconcertada búsqueda de dirección de Jacques los disemina. En ese primer tramo asistimos a un retorno, el de Jacques, que fue un reconocido director de películas pornográficas, hasta que dejó de hacerlas en 1984. Alrededor de tres lustros después retoma la actividad, pero ¿cómo se conjuga su enfoque con el que en la actualidad se demanda?. Su vida ha permanecido en ¿pausa? ¿transición? junto a una mujer, arquitecta, que ama, pero que decidirá abandonar (aunque él sepa que es la decisión más absurda que ha tomado en su vida) tras que, en su retorno, sienta que realmente no ha retornado, sino que no sabe dónde se encuentra, qué cimientos tiene su vida. La arquitectura de su vida sin duda es inestable.

Durante el rodaje de esa película pornográfica, sufre ese cortocircuito vital. El productor le dice que ya está viejo para ese trabajo. En los momentos previos a la secuencia climática, con una felación que precede a un coito, Jacques indica a la actriz que no gima, sino que, expresivamente, sea más bien contenida; el productor, insatisfecho con cómo progresa la secuencia, y las faltas de indicaciones que efectúa Jacques, decide intervenir y exige a la actriz que gima de modo manifiesto. ¿Por qué Jacques demanda esa contención?¿Por qué su expresión de desconcertado espectador mientras los contempla realizar el acto sexual?  Quizá ya no sabe su mirada hacia donde se dirige, qué construye (y qué ha construido con su vida), como si la realidad hubiera sido envasada al vacío. Decide construir su propia casa, él solo, sin más ayuda, aunque le suponga dos años o más, en un prado, junto a una mansión. Contornos de un vacío. Decide recuperar la relación, el diálogo, con su hijo, Joseph (Jeremie Rennier), estudiante de arquitectura, una relación extraviada desde que el hijo descubrió a qué se dedicaba su padre. Jacques recuerda que en aquellos finales de los 60, en el 68, realizar porno era un acto político. Su finalidad no era el sexo en sí mismo, sino la diversión, un talante vital que era reflejo de una actitud contestataria que replicaba. No deja de ser elocuente que Jacques dejara su actividad de pornógrafo a mediados de los ochenta, cuando la irrupción del sida influyó en la reorientación de la actividad sexual en unos parámetros opuestos a aquellos de finales de los sesenta. A principios del siglo XXI, el porno, o el enfoque sobre el sexo explícito, es más bien una actividad industrial ajena a la realidad, una mera fantasía, como refleja la misma localización, una mansión lujosa que conecta con finales del XIX o principios del XX. Una actividad recreativa encapsulada en una vitrina, sin contexto, sin potencial réplica a su tiempo. ¿No es en lo que ha derivado este siglo XXI?

Joseph se dedica al activismo, reparte hojas por la calle, para despertar a la gente de su aturdimiento y entumecimiento intelectual y vital, ya que los gobiernos sienten que la amenaza del ciudadano de a pie no es concreta, por tanto no factible, de ahí la confortabilidad de su posición de poder. El ciudadano es una entidad abstracta, uniforme e intercambiable, sin capacidad ni deseo de réplica. Según Joseph y sus amigos las instancias del poder necesitan que sientan que la amenaza puede ser real. Decepción e ilusión combativa convergen entre padre e hijo. Joseph recupera, como reflejo en el tiempo, la inquietud combativa que quedó diluida tras su amago a finales de los sesenta. En el extravío de Jacques se vislumbra la desorientación de una desilusión a la que le cuesta recuperar de nuevo el paso, porque aquel tiempo de posibilidad de cambio quedó ya en recuerdo, un enfrentamiento con lo establecido diluido como una imagen desvaída (un mojón en el camino de la historia). ¿Qué es lo obsceno? Lo que hace Jacques, sus películas pornográficas, no es obsceno, como apunta él mismo. Lo es lo que los gobiernos hacen con sus ciudadanos. O hurgar con preguntas en la vida de alguien, escarbar en su intimidad. Porque esa es la desnudez que más te hace sentir expuesto, no la gelidez que emana del rodaje de una felación.

Jacques pasea su desconcierto con ese aire desencajado (como el mismo deteriorado físico de Leaud, como si sólo el frondoso cabello fuera el único residuo que permanece de un pasado perdido; un icono cinematográfico momificado como el cine de Francois Truffaut era la vertiente momificada de la supuesta actitud transgresora con respecto a los patrones del lenguaje del cine que representó la Nouvelle vague). Es un personaje, un símbolo, fuera de lugar, a la deriva. La narración (siempre serena, firme) también parece que fluyera acompasada a esa deriva, con sus meandros narrativos, con cortantes transiciones (que más parecieran flecos que abren puntos de fuga en un descosido), con saltos de perspectiva, como los que abundan desde el momento en que irrumpe, aparece, Joseph en la narración, el eco de lo que Jacques no fue, como si reflejara esa escisión, ese extravío (la pérdida de un entusiasmo, y a la vez la necesidad de sentir que aún construye algo, aunque sea una casa, aunque suponga derribar otros cimientos que realmente eran firmes, como abandonar a su esposa, Jeanne). Son tanteos, intentos, de una nueva dirección, a veces con decisiones que se quedan enredadas en la propia confusión, cual calambres vitales (como cuando siguen a una mujer hasta su propia casa), pero se desplaza, interrogante, como los contornos que delinean ese proyecto de casa en el prado, porque busca esa dirección perdida. No resulta fácil recuperar la sensación de que aún se puede dar a luz con la propia vida.

 

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