martes, 17 de noviembre de 2020

Otoño (Nórdica libros), de Ali Smith


 En todo el país, el país se hacía añicos. En todo el país, los países se alejaban a la deriva. En todo el país, el país estaba dividido: una valla aquí, un muro allá, una línea trazada aquí, una línea cruzada allí. Un telón de fondo, un contexto, un país fracturado, el referéndum del Brexit, no somos Europa, no somos otros, somos solo nosotros, ingleses, desde que Thatcher nos enseñó a ser egoístas y no solo a pensar, sino también a creer, que la sociedad no existe. En ese contexto de añicos, una narrativa fracturada. Solo el tiempo y su marea. Otoño (Nórdica libros), de la escocesa Ali Smith (1962), de quien la editorial ya había publicado los magníficos relatos de La historia universal, se inicia con un sueño en un espacio fronterizo, una orilla, con cuerpos de vivos y muertos, un espacio impreciso, como lo es el estado de quien sueña, el centenario Gluck, ya que unos piensan que parece abocado a un coma permanente, pero hay quien, como la treintañera Elisabeth piensa que es solo un largo sueño. ¿Cómo no va a dormir si la realidad afuera interpone fronteras como fauces dentadas? Ella vive su particular pesadilla burocrática en su intento de conseguir un pasaporte (¿no es con zeta sino con ese el nombre inglés de Elisabeth?). Otro tipo de vallas, diferentes a las electrificadas que rodean un centro de alta seguridad en los que recluir a los no deseados inmigrantes. Elisabeth sufre una transformación abisal cuando escucha en la radio a un político soltar, como quien azuza a una jauría,  <<Por muchos que huyáis, vamos a por vosotros>>. La narración parece estructurada, como un cuerpo descompuesto, por el efecto de esa frase, que refleja el sentir de un buen número ciudadanos, los que anatemizan con pintadas las casas de los indeseados por no ser como ellos, por no ajustarse a su cuadrícula mental, su rigor mortis de seña de identidad. Su dificultad para conseguir ese pasaporte parece que evidenciara la imposibilidad de huir de una sociedad cada vez más electrificada por los muros y las vallas que interpone con respecto a los que considera que no son como ellos.

El corte de fondos destinados a las casas donde alojan a los niños que solicitan asilo se corresponde con la sensación de desajuste de Elisabeth. Aunque ya lo ha sentido, vivido, desde su infancia, desde que inició su relación con aquel vecino que su madre pensaba (temía) que era gay, y de cuyas intenciones desconfiaba como si pudiera ser una amenaza para su pequeña hija. La narración alterna tiempos, como un tejido deshilachado. Ese sueño inicial, esa pesadilla burocrática, es el reflejo de una realidad que ha perdido contornos por imposición de aduanas y vallas y muros. ¿Para qué son las vallas? (…) Las ortigas no dicen nada. Las inflorescencias no dicen nada. Las florecitas en lo alto de sus tallos. Elizabeth no sabe cómo se llaman, pero lo que dicen es: nada. Entre los resquicios de aduanas y vallas y muros, una bella amistad, esa que ha superado el tiempo, y se ha mantenido despierta entre esas trabas que entumecen y ofuscan el discernimiento con los relatos que nos contamos y enhebran una realidad que es más bien la distorsión de un relato. Querrás decir que existe la verdad y existe la versión inventada de la verdad que nos contamos del mundo.

Mediante esos relatos asignamos a los demás representaciones, signos que los diferencian, que los convierten en rivales o indeseables, por etnia, género, tendencia sexual, nacionalidad o por el tamaño de sus lóbulos, lo cual pone en cuestión el grado de evolución de la especie. Es una cuestión de (amplia) perspectiva, una cuestión de actitud que enfoca al otro no como una pantalla. En el relato del señor Gluck sobre el encuentro entre un hombre uniformado con una metralleta y un hombre vestido de árbol, éste replica: yo no digo que tu ropa sea estúpida. Entre Gluck y Elisabeth, más allá de su gran diferencia de edad, su género o tendencias sexuales, se crea un conexión o sintonía que enfoca a una cuestión crucial, la cuestión fundamental: No nos queda más que esperar que las personas que nos quieren y nos conocen un poquito nos vean como somos de verdad. En última instancia eso es lo que importa, y poco más. ¿En qué medida sabemos mirar, discernir, a los demás, o en qué medida nos esforzamos, más bien anclados en la inercia de filtrar las relaciones con los otros a través de las representaciones de las diferentes clasificaciones? ¿Por qué nos cuesta aún tanto a los seres humanos no relacionarnos con los demás como singularidades en vez de hacerlo a través del filtro de las representaciones o uniformizadoras señas identitarias? Nos atoramos, y embrutecemos, con la edificación de tantos muros y tantas vallas. Y los mismos relatos que nos hacemos sobre la realidad y nosotros es papel pintado con la materia del hormigón. Pero ¿no son, en realidad, las historias, las que abren los ojos, más bien, la infinita caída de las hojas? Somos tiempo, somos mareas. Y solo con esa consciencia se pueden materializar, o hacer acto de realización, los despertares que se gestan en las reales conexiones. Por eso, la narración que empezaba con un sueño y una pesadilla concluye con un despertar. En el principio, o cuando unos ojos que no son los tuyos te permiten ver dónde estás  y quién eres.

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