jueves, 19 de noviembre de 2020

Orden: Caza sin cuartel

                             
Orden: Caza sin cuartel (He walked by night, 1948), de Alfred Werker (y Anthony Mann, no acreditado) representa la quintaesencia de la vertiente procedural del film noir, como su perversión, ya que fluctúa entre el estilo semidocumental y el tenebrismo expresionista, entre las superficies y los subterráneos. El procedural se definía por su planteamiento de documento, o fiel retrato de las dinámicas de investigación de las fuerzas del Orden, tanto por el empleo de una voz en off que pareciera relatara el informe de la evolución de un caso que sucedió realmente (aquí, en la introducción, nos anuncia que nos van a relatar uno de los más complicados de resolver para la policía de Los Ángeles; de este modo, por extensión, se remarca la efectividad de la institución), como por pormenorizadas o minuciosas descripciones de diferentes técnicas o procedimientos de investigación: la secuencia, parangonable en detallada extensión a la del detector de mentiras de Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948), de Henry Hathaway, en la que los testigos recomponen el rostro del criminal a través del  retrato robot, o las secuencias en las que el científico forense, Lee (Jack Webb), explica minuciosamente sus análisis balísticos. Webb estableció amistad con el asesor policial Marty Wynn; durante sus conversaciones le vino la inspiración para crear, primero, el programa de radio y, después, la serie de televisión Dragnet (1951-59), que sería evocada en LA Confidencial, 1997, de Curtis Hanson.

Las secuencias se narran con un estilo seco, distanciado, aunque resalten los primerísimos planos: el de la esposa del primer policía al que disparan, cuando le comunican su fallecimiento, o el de Brennan (Scott Brady), el detective al frente de la investigación, cuando le notifican que su compañero quedará paralítico para siempre. Como solía ser recurrente en el procedural, los agentes son ante todo investigadores; no se hace particular hincapié en su vida privada, sino en la misión que realizan (son agentes del Orden); la secuencia en la que Brennan visita a su amigo convaleciente sirve para que el impedido físicamente logre reanimar a quien se siente impedido en el curso de la investigación, tanto que sin protestar ha aceptado que le releven a cargo del caso, ya que cree que es casi imposible, después de tres meses, lograr atrapar a tan escurridizo criminal. Gracias a su amigo, saldrá de su vía muerta, presto a investigar unas opciones, planteadas por su amigo, que no había considerado.
Donde la obra brilla sobremanera es en las secuencias relacionadas con el criminal, Roy (el excelente Richard Basehart), el hombre que paseaba de noche (como indica el título original); de hecho, así se le presentan, una sombra furtiva que pasea por una calle solitaria y se acerca a un establecimiento, cuya puerta intenta forzar. Es la sombra que perturba el Orden. Roy es el hombre con cara de chico bueno (como le describe antes de morir el primer policía al que dispara), el hombre que no parece lo que es. Es la sombra camuflada en las engañosas apariencias. Es alguien que carece de antecedentes, o vínculos con los delincuentes comunes, y que se caracteriza por unos sorprendentes conocimientos de electrónica. Es el caos (no se explicitará por qué actúa cómo actúa). Es la incógnita (alguien que parece no tener relaciones, que no se sabe de dónde ha salido, y cuáles son sus motivaciones), pero curiosa, o paradójicamente, está más humanizado que sus perseguidores, por su relación cariñosa con su perro (y como se remarca sus padecimientos: cuando se extrae él mismo la bala). 
Su aparición introduce los claroscuros, la turbiedad expresiva, descarnada, las tinieblas, reforzadas o amplificadas por el extraordinario trabajo lumínico de John Alton, quien ya había colaborado ( y colaboraría), en repetidas ocasiones durante aquellos años (La brigada suicida, Justa venganza, La puerta del diablo, El reinado del terror, Incidente en la frontera) con Anthony Mann, lo que refrenda que éste, aunque no esté acreditado, pudo haber sustituido a Werker aún no muy avanzada la producción (se dice que Werker había trabajado en algunas de las secuencias de los procedimientos policiales). Otro de los colaboradores habituales de Mann en aquel periodo era, junto a Crane Wilburn, uno de los guionistas, John C Higgins (El último disparo, La brigada suicida, Justa venganza o Incidente en la frontera). Más allá de Fritz Lang, ningún cineasta posee como Mann una obra tan amplia y sugerente en el noir. Singular es el dueto de productores, John Breen,  el censor que dirigía la Oficina Hays, y Johnny Roselli, que solía actuar como intermediario en las negociaciones entre la mafia y los sindicatos de Hollywood (después lo fue en las que mantuvieron la mafia y la CIA para asesinar a Fidel Castro; acabó asesinado en su yate, despedazado, sus trozos puestos en un barril de aceite que se abandonó a la deriva en el mar).  
Son magníficas las secuencias de los enfrentamientos de Roy con la policía: la de su presentación, cuando es sorprendido a punto de hacer un robo, en la que resalta el momento en el que el policía, malherido, embiste su coche contra el suyo; o la que tiene lugar en la casa del empresario, Reeves (Whit Bissell), cuando le tienden un trampa, con una proverbial modulación, coreográfica, mediante los desplazamientos de los diferentes personajes entre las sombras, como sobrecogedora es aquella en la que Roy se extrae una bala. Pero, ante todo, destaca la formidable secuencia del desenlace, la persecución en el alcantarillado (un año antes que la más célebre de El tercer hombre, de Carol Reed), con prodigiosos juegos de luces (las figuras desvaneciéndose, como la luz que portan, en los largos túneles; las luces de las linternas de los policías acercándose). El abismo de las sombras, la podredumbre que el Orden oculta o disimula. La conclusión, en ese espectral espacio en el que coinciden varios conductos, es abrupta y cortante; deja con la incógnita de quién era ese hombre subterráneo que paseaba de noche, más allá de que fuera un técnico de radio que no fue aceptado como representante del Orden; no hay planos que refrenden el triunfo del orden, como si este no tuviera rostro: más bien queda la perversa constatación de una podredumbre, o un caos, que podía surgir, como una sombra, por cualquier conducto, de cualquier forma. 

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