domingo, 15 de noviembre de 2020

Juegos prohibidos

                           

Una de las singularidades de El tercer hombre (The third man, 1949), de Carol Reed y Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) reside en la presencia de un solo instrumento musical en su banda sonora, la citara de Anton Karas y la guitarra española de Narciso Yepes, respectivamente. Pero no sólo les une esa peculiaridad. En ambas, es cuestión vertebral, la infancia dañada, en una por el tráfico de penicilina adulterada en la posguerra, en la otra, por la pérdida y la orfandad. En un caso, la sombra alargada de la mitomanía fetichista, mediante la figura del oficial genio maltratado, Orson Welles, impidió apreciar los méritos del director, Carol Reed, restringido durante tiempo en la categoría del cineasta sin particular personalidad. No recurriré al tópico de que el tiempo pone las cosas en su sitio (afirmación falaz), porque Welles sigue siendo catalogado como el cineasta que realizó la mejor película de la historia del cine, aunque la valoración de Reed, al menos, se ha reconsiderado e incrementado. Particularmente, las diferencias entre ambos cineastas no me parecen tan remarcables. Más allá de que Welles realizara dos grandes obras como El cuarto mandamiento (1942) y Sed de mal (1958), el resto de su filmografía me parece definida por la irregularidad (con más obras discretas que logradas). En la obra de Reed, también irregular, además de la citada, se pueden encontrar otras admirables como Larga es la noche (1947) o La Llave (1958), y notables como El amor manda (1938), El ídolo caído (1948), Desterrado de las islas (1951), Se interpone un hombre (1953) o Nuestro hombre en la Habana (1959). En el caso de Clement, es una cuestión de ensombrecimiento porque los focos apuntaran en otra dirección, como quien carece de las cualidades singularizadoras que porten particular brillos. Cineastas como Jean Renoir o Jean Vigo acapararon la sublimación entronizadora o fetichista. De nuevo, las desproporciones. En un caso sobredimensionadas las cualidades, y en otro (como también en los casos de los tardíamente reevaluados Marcel Carné, Jean Gremillon o Sacha Guitry), subvalorados. Ni me parece que abunden las obras maestras en la obra de Renoir (particularmente, solo destacaría Una partida de campo), en una filmografía irregular, como lo es la de Clement, en la que no dudaría de calificar como obras maestras tanto a Juegos prohibidos como a A pleno sol (1961), su obra más valorizada, como son excelentes tanto La batalla del raíl (1945) y Demasiado tarde (1949) o notables Los malditos (1947), Monsieur Ripois (1954) y Como liebre acosada (1972). Dos ejemplos de los daños de los cegadores focos de la mitificación fetichista cinéfila que establece altares que generan sombras en las que quedan oscurecidas filmografías o cineastas con parejos, o incluso superiores, méritos.

Juegos prohibidos sí dispuso de amplio reconocimiento en su momento, incluso en forma de premios (el León de Oro en Venecia, el Oscar y el Bafta a la mejor película extranjera), pero no alcanzó de resonancia posterior, porque fue tapiada por la discriminación de las nuevas generaciones, y su influjo poderoso en la cinefilia, en concreto Francois Truffaut y su desprecio a lo que denominaba cine de qualité; irónicamente, su cine se tornó cada vez más rancio, y más academicista y envarado, que el de esos cineastas precedentes que cuestionaba. Entre los damnificados, como representantes de aquel cine, estaban los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, luego reivindicados por Betrand Tavernier (cineasta más sustancioso y menos autoindulgente que Truffaut), con los que colaboró en varias de sus excelentes primeras obras. Aurenche y Bost adaptan la homónima novela de Francois Boyer para Juegos prohibidos. En cierta medida, no deja de ser triste qué un obra tan lacerantemente bella como Juegos prohibidos quedara arrinconada en el limbo del olvido. Quien admire la también magistral Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), de Alexander MacKendrick, sabrá a lo que me refiero cuando califico a esta obra como un tan conmovedor como descarnado, hasta la médula, poema sobre la infancia y la muerte. El contraste entre la mirada de unos niños y las circunstancias de un horror, la guerra se define por su demoledora crudeza y su lirismo acongojante.

Clement no se anda por las ramas con su intenso y arrollador comienzo, en los inicios de la guerra, en 1940: el bombardeo de una escuadrilla de aviones alemanas a una caravana de ciudadanos franceses que huyen hacia el sur desde París. Primeros planos de bombas cayendo y rostros que gritan aterrorizados; la desesperación se torna inclemente cuando un coche no puede volver a arrancar; no dudan en arrojarlo fuera de la carretera; cada uno se preocupa de su propia vida. En ese coche viaja un matrimonio, con su hija de 5 años, Paulette (Briggite Fossey), quien porta su perrito, que asustado echa a correr hacia el puente; ella lo persigue, y los padres a ella; los disparos de una avión acaban con la vida de sus padres y su perrito; un caballo corre asustado, arrastrando un carro al que falta una rueda, en paralelo a Paulette que quiere recuperar el cadáver de su perrito, que han echado al río. El caballo llega a una granja; uno de los hijos es Michel (Georges Poujouly), de once años, busca a una de las vacas asustadas, y se encuentra en el bosque, junto al río con Paulette y el cadáver de su perrito en brazos; el hijo mayor al intentar dominar al caballo es aplastado por las ruedas del carro, y debe permanecer postrado en la cama, a la espera de un médico que no llega. Sobrecogedor inicio, a la par que asombrosa la intensidad narrativa de un montaje que rezuma urgencia, desesperación, desvalimiento, dotando de cuerpo a la irrupción de la violencia rasgando la luminosidad del apacible paisaje y de las rutinas de las dedicaciones diarias: Cultivas la tierra como cada día y de repente una coz de un caballo asustado te daña de tal manera que provocará tu muerte.

La narración se hilvanará sobre hermosos e incisivos contrastes. Las guerras y las hostilidades se producen a diferentes escalas. Países, vecinos. En plena contienda bélica que causa un elevado número de muertes no deja de ser corrosivo el detalle de la enemistad entre las dos granjas vecinas, las de los Dollé y los Gouard, como si vivieran en una burbuja aislada, en su particular representación teatral, en la que la guerra es un eco lejano, otro componente de su particular contienda dramática. Un detalle inicial ya lo evidencia: uno de ellos quiere matar al perro del otro con una horca porque molesta a sus gallinas. Ambos padres muestran su disgusto o rechazo al hecho de que un hijo de uno y la hija del otro se amen (por lo que tienen que encontrarse a escondidas); compiten a través de sus hijos, porque un hijo haya podido participar en guerra y el otro no porque no le dieron por válido para combatir. Como desaparecen las cruces, piensa el padre de Michel, Joseph (Lucien Hubert), que ha sido cosa de su vecino, Gouard (Andre Wasley), por lo que destruye la cruz de su tumba familiar: la apoteosis de absurdo se materializa cuando ambos padres peleen en una angosta tumba del cementerio.
 Como contraste con respecto a esa contienda a pequeña escala,  la hermosa relación que se establece entre Paulette, acogida por la familia Dollé, y Michel. Ambos crean su mundo paralelo, en el que la muerte no es una figura dramática, terrible. Se puede enterrar, como si el ritual funerario fuera una forma de neutralización de su horror. Los cuerpos descansan, son protegidos. Cuando Michel le dice a Paulette que sus padres no han sido enterrados en un cementerio sino en un hoyo con las otras decenas de muertos en el bombardeo en la carretera, ella piensa que es para que no se mojen los cadáveres, y no quiere que le pase lo mismo a su perrito. Por ello, Paulette, que desconocía que existiera una figura denominada Dios ya que no había sido educada por padres católicos, impele a Michel a que robe cruces, incluso en la iglesia, para crear su particular cementerio de animales en el molino (en el que destaca la imponente, e impertérrita, figura del búho, la indiferente naturaleza, que tiene asentado ahí su nido). Esos son sus juegos prohibidos, su particular escenario, o burbuja protectora, que provocarán que se intensifiquen las hostilidades en el escenario o burbuja del conflicto vecinal por la desaparición de las cruces. A medida que se incrementen se apuntala, en cambio, entre ambos una relación de honda compenetración, como si fueran una pareja adulta, que determina que su separación sea de las más dolorosas que ha dado el cine, resuelta, además, con una concisión que no deja resquicio ni para la catarsis efusiva. Son niños perdidos en un paisaje de desolación y destrucción donde su tierna complicidad y su mirada natural y desafectada no tienen cabida en un mundo de adultos inclinado a la violenta confrontación con el otro. El último plano, desde las alturas , un vacío que carece de dioses, encuadra a Paulette perdiéndose en la muchedumbre mientras grita el nombre de su amigo, el vínculo que le hizo sentir, por un breve periodo de tiempo, que no era una huérfana desvalida.



 

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