viernes, 20 de marzo de 2020
El hombre del cráneo rasurado
Belleza y muerte, realidad y mente. Escisiones. La belleza es muerte, la belleza, el ideal, inalcanzable convierte a la vida en el largo paseo de un fracaso, de una muerte que se arrastra en su dilatada agonía. Vivimos separados, entre una realidad externa, la sucesión de rutinas y rituales, y nuestra mente, nuestras ilusiones, ideales, proyecciones, especulaciones, expectativas, recuerdos, anticipaciones, sueños. Todo es según como lo vivimos. La experiencia interior, como apuntaba Bataille. Fuera pueden sucederse los desplazamientos de los otros, volúmenes y movimientos, el cambio de luz, pero ese momento adquiere una relevancia o no, según como lo vivimos, según cómo lo sentimos, un momento que puede estar compuesto de varios tiempos, el de la expectativa, el del recuerdo, pero también el imaginario. El hombre del cráneo rasurado (Der man die zijn haar kort liet knippen, 1965), se abre con un primer plano de Govart (Senne Rouffaer); escuchamos sus pensamientos, la expresión de un anhelo, la proyección de un ideal, Fran (Beata Tyszkiewicz), que se espera devuelva la mirada, cuya no materialización propiciará la fisura en su entre, en su relación con el afuera, con el mundo, el extravío en su mente, en su cráneo rasurado. Ese primer plano ya ubica en un confinamiento, el espacio íntimo, del yo, y fuera lo que no corresponde como se quisiera o lo que se acepta como rutina, pero sin particular implicación. Hay una separación, no se comparte encuadre. Govart toma el té, con su hija pequeña compartiendo encuadre, pero ella pronto advierte que su mirada no está presente. La planificación, de nuevo, se fragmenta, separa, como él se siente separado de una realidad en la que no se siente presente.
En una posterior secuencia, una mano con un aparato, la de un peluquero, masajea un cráneo, el de Govart, cuya expresión se extasía, como la promesa de un ideal de belleza masajea el espíritu, esa sensación de éxtasis, de superación de la áspera realidad a ras de suelo que magulla las rodillas de las emociones. Otra mano, la de un médico forense, abre con fórceps el cráneo de un cadáver en una autopsia, para descubrir la causa de su fallecimiento; la realidad se abre, muestra su real condición, el destino de los sueños; el ideal es sólo un cráneo. Esas dos secuencias pertenecen dos segmentos narrativos que ocupan dos tercios de la narración. En la primera, Govart asiste en el centro de enseñanza, en el que es profesor, a la concesión de diplomas a alumnas, entre ellas a su anhelada encarnación de la belleza, del Ideal de belleza, de la sublimación, Fran (durante la celebración ella cantará, irónicamente, La balada de la vida real; ella, para Govart, es una figura escénica, una proyección de su fantasía, un fetiche, como sus objetos, extensiones, caso de la percha con su nombre, que Govart besa) . El segundo se centra en el viaje como acompañante invitado del médico forense, quien va a comprobar, en otra población si un cadáver encontrado corresponde al de cierta persona desaparecida. En ambas circunstancias no se da la correspondencia. Ni Fran corresponde sentimentalmente a Govart, ni el cadáver corresponde al de la persona desaparecida. Entre ambos pasajes tiene lugar, cual fisura, un largo travelling por una calle solitaria hasta que alcanza y encuadra a Govert, mientras la voz en off condensa el paso del tiempo en el asentamiento de una muerte en vida. Entre el ideal y la muerte (o entre lo sublime que no devuelve la mirada, y el abismo que sí la devuelve), la inanidad, el discurso de los días en el que resplandece un vacío, el de la carencia de acontecimientos. El hombre del cráneo rasurado es Govart, pero también es el emblema de la muerte, el de una calavera. El tercer segmento narrativo se centra en el diálogo con la estela de un sueño truncado; ella literalmente aparece detrás suyo, en las escaleras, cual aparición que fuera extensión de ese anhelo que aún forcejea en sus recodos interiores)
El hombre del cráneo rasurado, adaptación, por parte de Delvaux y Anna de Pragter, de una novela de Johan Deisne, es una asombrosa y fascinante incursión en la música de la escisión, una cautivadora inmersión en la narrativa que se teje y construye sobre las fisuras, en las que lo real y lo imaginario se confunde. Esa separación que se hace sentir en las secuencias iniciales, derivará, se convertirá, en una escisión que es confusión, en la que ya no será fácil discernir cuándo es imaginario o cuándo es real lo que vemos, qué acaece en la mente extraviada, en la carretera perdida del cráneo de Govert, o no. Como sus siguiente obras, las también extraordinarias Una noche, un tren (1968) o Cita en Bray (1971), la transfiguración de la realidad es un embriagador deslizamiento de sentido en la incertidumbre. Porque este viaje al centro de la mente quebrada, esa que han explorado excelsamente Resnais, Lynch o el Bergman de Persona (1968) y De la vida de las marionetas (1980), está orquestado como una exquisita pieza musical. Hasta la grisura se hace sensual (admirable la dirección de fotografía de Ghislain Cloquet), una ceremonia fúnebre en la que no se remarca la turbiedad, la sordidez o la gravedad, aunque nos arroje al abismo de la decepción, aquella que no logra asumir que no alcanzará nunca el ideal anhelado, y que su vida sea anodina, fea, intercambiable, sin acontecer (de qué cautivador modo, como un arrullador canto masajeador, hace sentir el paso del tiempo en el primer pasaje, en la escuela; es la mente la que le da dimensión, acontecimiento, el temblor de un anhelo, de una expectativa). Delvaux nos introduce en esa desgarradura, la dificultad de encajar que la promesa de belleza sea abierta por el fórceps de la decepción y la frustración, a través de la mirada de Govart, y de sus palabras, como tanteo de dedos que sangran en la oscuridad. La identidad se rompe en mil pedazos, como ya no hay lazo entre la mente y la realidad, entre las que han quedado suspendidos los colgajos rotos de un ideal que nunca devolverá la mirada.
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