sábado, 21 de marzo de 2020
El reloj asesino
El tiempo que mata, ese tiempo compartimentado, o que compartimenta la vida, como una serie de celdas, que convierte la existencia en un encadenado de horarios, encadenado al trabajo, como quien cumple una condena, que te aparta de la vida íntima ( de tus relaciones afectivas). Es tu sol, sobre el que giras. Poéticamente, dicho con ironía, un reloj de sol se convierte en el arma del crimen en El reloj asesino (The big clock, 1948), de John Farrow, y complica la vida de quien quería rebelarse contra esa condena de tiempo estructurado que ya estrangulaba su vida, el editor de una revista de crímenes, Crimeways, George (Ray Milland), especializado en investigaciones detectivescas (en paralelo a las de la policía). Quien, como autor del crimen, le ha complicado sin saberlo, es, precisamente, quien le complicaba la vida, su jefe, Earl (Charles Laughton), el dueño de la editorial donde trabaja, tanto que estaba poniendo en peligro su matrimonio por las obligaciones laborales que le exigía. El edificio en el que se encuentra la empresa está, precisamente, regido por un gran reloj, a cuyo mecanismo están asociados todos los pequeños relojes de los diversos despachos. En la decoración de su vestíbulo resaltan las figuras de unos titanes que sostienen el globo terráqueo. Así deben ser los trabajadores , capaces de soportar todo lo que echen sobre sus hombros, sin protestar, asumiendo cualquier sacrificio, o así lo esperan los empresarios, como Earl, que no tiene amistades, sino relojes, como apunta un sarcástico George. Earl tampoco soporta que lo contradigan. Puede despedir a un impresor porque no prefiera la tinta verde a la tinta roja, que es la que él sí prefiere. Y por supuesto, a quien impida que pueda tener más beneficios, aunque ya se los haya dado sobradamente, como a George, cuando éste se niega a retrasar más tiempo sus vacaciones, a riesgo de que su esposa, Georgette (Maureen O´Sullivan) sea la que le dé carta de embarque a un lejano puerto. Pero qué le va a preocupar a Earl esta cuestión (su empleado es parte de un engranaje, cumple una función). Aún más, despechado, incluso, le amenaza con vetarle en una lista negra, que le impida conseguir trabajo en cualquier editorial de la ciudad (clara alusión a las listas negras que habían comenzado a establecerse con la ‘Caza de brujas’)
El guión, adaptación de la homónima novela de Kenneth Fearing, editada en 1946 (y comprada por la Paramount antes de que se publicara, dado el éxito de su anterior obra, The hospital), es obra de Jonathan Latimer, que ese mismo año escribió otro guión para Farrow, adaptación en este caso de una novela de William Irish, la notable Mil ojos tiene la noche (aunque, en principio, se había asignado el proyecto a Leslie Fenton, pero este no pudo hacerse cargo por retrasos en el rodaje de la película que dirigía, Saigon, 1948). Farrow vuelve a demostrar su brillante dominio de los planos secuencias, tan integrados en la acción que pueden resultar imperceptibles. Hay uno prodigioso, de unos cuatro minutos de duración: Describe la entrada de Earl en el despacho de George, cómo este le ensaña ‘la pizarra’, en la que se consignan las ‘pistas irrelevantes’ que llevan a resolver cada caso investigado por la revista; durante la conversación Earl intenta engatusarle, halagándole, para metérsela torcida, diciendo sin decirlo, que no tendrá vacaciones ya que se dedicará en cuerpo y alma al siguiente caso que incrementará sobremanera los beneficios a la editorial, pero George se niega, por lo que le despide; tras marcharse Earl, George contesta la llamada de quien le plantea cómo arreglar su situación, chantajeando a Earl, Pauline (Rita Johnson). Admirable.
La narrativa, además, es un impecable y modélico ejercicio, en progresión, de tensión e intriga, ese que va estrangulando su desarrollo hasta llegar al punto extremo en que libera la presión cuando la situación se soluciona. Lo consigue, como Hitchcock, recurriendo además al humor en diversos pasajes de la narración (el estupendo que relata la noche de borrachera con Rita; o las aportaciones de la pintora que encarna Elsa Lanchester, esposa de Charles Laughton; otro matrimonio: Maureen O’Sullivan, retirada del cine desde hacía cinco años, accedió a retornar por petición de su esposo, John Farrow).
Milland, que intentó realizar el crimen perfecto en la obra de Alfred Hitchcock con tal título de 1954, se encuentra en la situación de desbaratar otro. A demás, en primer lugar, en una suma de ironías sangrantes, George debe investigarse a sí mismo, a petición de Earl y su segundo, Hagen (George McCready), ya que quieren cargar el muerto al hombre con el que pasó las horas previas Rita, sin saber que es George (del mismo modo que éste aún no sabe que Pauline ha muerto). Y, en segundo lugar, al descubrir que encubren el asesinato, intentar denodadamente cómo inculparles a la vez que evitar que le reconozcan todos los que ese noche le vieron con Rita, y que han llamado como testigos para describir al asesino, circunstancia que propicia una opresiva tensión en las últimas secuencias, como si se cerniera una amenaza silenciosa sobre George, como silencioso es Bill (Harry Morgan), el implacable sicario ( además de masajista) de Earl, cuyos rasgos parecen esculpidos por un gesto torvo, el cual le persigue como el mecanismo de un engranaje, o anticipo de un ciborg. El tiempo, precisamente, se convierte en nudo corredizo: Mientras se dedican a identificar, cuando abandonan el edificio, a todos los cientos de empleados y visitantes, ya que saben que está en el edificio quien buscan, George tiene que conseguir que Earl se inculpe de un modo otro. Si todo tiene que ver con quien domina el escenario, quien permite que alguien suba o baje, también es justicia poética que un ascensor, o el hueco del mismo, sea el espacio donde acaezca el desenlace.
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