martes, 17 de marzo de 2020
Mi madre (Sexto piso), de Yasushi Inoue
Cuando comenzamos a perfilar, en la adolescencia, nuestra relación con la realidad, quiénes somos, qué actitud adoptamos, tendemos a afirmarnos en el desmarque de lo que nuestros padres son o representan. Con el tiempo, ya definida y consolidada esa relación con la realidad, quizá advirtamos las similitudes, en particular esas que se revelan en gestualidades e inclinaciones, esas que quizás no imaginábamos que pudieran darse. Aparte de todos aquellos gestos y ademanes, también me sobrevino la idea de que podía estar asimilando la forma de pensar de mi padre (…) Así era como sentía que mi padre estaba dentro de mí, y a menudo pensaba en él como un ser individual que vivía en mi mente. Para encauzar la dirección de la vida, establecemos una distancia, como si fueran una interferencia, o una sombra anuladora, con el paso de la vida, la dirección nos encauza hacia un reencuentro que casi une una figura sobre otra como películas superpuestas. Como con la vejez, las edades parecen confundirse como si se cerrara un círculo y se enroscara en nosotros, y se reconectara con la infancia, en acciones y conductas, como también en dependencia. Incluso, literalmente la mente, en su proceso de deterioro, puede entrecruzar tiempos, como si habitara en diversas edades, o las borrara de modo selectivo. En Mi madre (Sexto piso), el escritor japonés Yasushi Inoue (1907-1991), relata la relación con su madre desde que enviudó hasta su muerte. Son 10 años los que cubre el relato, en tres capítulos, separados cada uno por cinco años, desde que su madre tenía ochenta años hasta que murió pocos meses antes de cumplir los 90. Unos años en los que convivió, durante periodos de diversa duración, con sus diferentes hijos, sobre todo con las dos hijas. Es un periodo que se inicia con la consciencia de que su madre ya es alguien que comienza a sufrir un deterioro, físico, pero también mental. Comienza a no ser.Miré a mi madre y me di cuenta de que, aunque no estaba enferma, parecía una máquina estropeada. Algunas de sus partes no marchaban como era debido, mientras que otras funcionaban a la perfección, por lo que era aún más difícil tratar con ella. Además, las partes sanas se entremezclaban con las afectadas hasta el punto de que resultaba muy complicado distinguirlas. Su falta de memoria era flagrante, pero también había cosas que no olvidaba nunca.
Es ya un periodo en el que la madre ya no es la madre que ha conocido durante ochenta años. O en el que, en primer lugar, asume que conocía, realmente, poco de su madre, o de quién era, más allá de esa función o papel (que también ella adoptaba) de madre. Siempre acabábamos sacando la conclusión de que los hijos no saben gran cosa acerca de sus padres. Cuando su mente comienza a funcionar de un modo distinto, cuando el engranaje se altera, y las piezas ya se ensamblan de otro modo, que comienza a ser, cuando menos, imprevisible, surgen las revelaciones inesperadas. La mente no filtra de modo voluntario, su progresiva demencia determina que los vaivenes definan su relación con su entorno y los demás. Su mente alterna figuras, épocas, personajes, como si fueran inquilinos que dominaran de modo provisional su mente. Obedeciendo a un patrón incomprensible, el inquilino que hasta entonces había ocupado su cerebro y acaparado su atención desaparecía de la noche a la mañana y cedía su lugar a uno nuevo. Surge primero la revelación, cuando se convierte en recurrencia sintomática, de quién fue su amor de juventud. Cuando la mente comienza a fallar pareciera que se agarrara, cual clavo ardiendo, al recuerdo de lo truncado, al recuerdo de quien no pudo amar. Lo que no fue es el primer bastión ante la paulatina desaparición.Shunma era el único que no abandonaba su cabeza con el paso del tiempo. En este sentido era diferente de los demás inquilinos que ocupaban el cerebro de mi madre (…) Mientras la espiaba, pensaba que debía haber amado mucho al joven Shunma y me sentía profundamente conmovido por aquella melancolía que había arrastrado durante toda su vida. En sus palabras y sus expresiones carcomidas por la vejez había una tristeza distinta a la que se suele atribuir a la edad en sí.
La mente de su madre ya no es un referente estable y previsible, sino una desconcertante sucesión de películas en las que no se sabe qué papel dispondrán los propios hijos, si les recuerda, si les ve de otro modo, si les mira desde otro tiempo, cuando tenía otra edad. Su mente se convierte en una sucesión de paneles movedizos. Resulta imprevisible en qué época de su vida se puede volver a sentir, en qué lugar cree que se encuentra, como cuando comienza a visitar, durante la noche, las habitaciones del escritor y de sus hijos. ¿Busca algo o alguien? Es tal el desconcierto que no saben si es de nuevo un niña que busca a su madre o una madre que busca a su hijo pequeño. Su mirada parece tan intimidante como angustiada. Su madre se convierte en un enigma, en una mujer que es todas las mujeres que ha sido durante décadas. ¿Cuál es el proceso selector de su mente? ¿Es meramente aleatorio, o hay un patrón en el predominio de lo que recuerda u olvida? Hasta entonces me había figurado el cerebro de mi madre como un disco rayado, pero podría también ser que girase como una pequeña centrifugadora que iba expulsando de su vida toda clase de elementos innecesarios. El escritor especula. Además de reconfigurar la relación con su madre, de asumir su ya condición frágil, su naturaleza efímera (las madres no son eternas ni la representación de lo firme e inmutable), se pregunta con quién se relaciona, y cómo se relaciona ella ya con la realidad. Su desvalimiento es doble, porque su mente ya se despieza paulatinamente, pero a la vez parece que forcejeara por mantener la ilusión de estabilidad, como si en su desintegración aún iluminara un centro, aunque fuera la proyección de una película que su mente gestara. El escritor denomina a ese resorte en su mente como Intuición circunstancial (…) Era verdaderamente un mundo propio que no tenía validez para nadie más. Con su intuición había recortado fragmentos de la realidad y los había reestructurado para crear un nuevo mundo.
En La promesa (1986), de Yoshishige Yoshida, Tatus (Sachiko Murase), deseaba desaparecer en el agua. Deseaba mecerse con aquellas algas que recolectaba cuando era joven. Quería desaparecer, porque sentía cómo su mente iba desapareciendo poco a poco. Del mismo modo que ya no podía contener la orina, las fugas se incrementaban en su mente. Cuerpo y mente degeneraban. La demencia senil la consumía. No quería que la degradación la convirtiera en una materia informe sin voluntad, sin ni siquiera recuerdos. En Mi madre, el trazo, entre reflexivo, evocador y homenajeador, de Inoue, no resulta tan descarnado. En el último episodio de la vida de su madre, en sus últimos pasajes, retorna a la niñez como el sustento de la primigenia ilusión, cuando la ilusión se gestaba como un nutriente diario, porque la realidad era aún una materia esponjosa definida por las incertidumbres y las expectativas. Aunque viviera en un mundo de noches nevadas, ya no era capaz de interpretar ningún papel en las obras de ficción que ella misma inventaba porque su cuerpo y su mente estaban demasiados debilitados. Es la última representación, la última película que puede crear su mente. Retorna a los paisajes nevados, como si viviera de nuevo aquellas nieves que contemplaba asombrada cuando era una niña.
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