martes, 31 de diciembre de 2019
La maldición, It y las formulas del cine de terror actual
La maldición (The grudge, 2020), de Nicolas Pesce, dispone de un planteamiento de substrato muy sugerente. La protagonista, una detective de policía, Muldoon (Andrea Riseborough), madre de un niño, tras la muerte de su marido, por causa de un cáncer, cuatro meses atrás, se traslada a otra ciudad, lo que implica un hogar diferente. Un hogar diferente es sinónimo de escenario o película de vida diferente, lo cual implica asunción de la pérdida, de lo que ya falta de modo irremisible, una ausencia irreparable. El guión de la vida se reajusta pero no como una continuación, sino como un reinicio que es tajo. Esa reconfiguración implica la cura de una infección que necesita ser atajada, la añoranza de lo que no podrá ser. El reajuste a un presente necesita desprenderse de los vestigios fantasmales de un pasado cual miembro amputado. Debe extirpar a ese fantasma. Debe convivir con un presente que no quiera replegarse en un pasado que ya no podrá ser ni presente ni futuro. La herida debe ser cauterizada. En correspondencia con ese proceso emocional, Muldoon se confronta con el misterio relacionado con una casa infectada, maldita, por una presencia espectral. Si ella se ha trasladado de un lugar a otro, la procedencia de ese virus siniestro proviene de otro lugar, transmitido por otra mujer, que llevaba adherida esa presencia espectral, como Muldoon su dolor aún no superado, cual tumor emocional.
Ese hogar infectado se revela como una pantalla de su desajuste o fractura emocional. La narración se astilla en diversos retrocesos temporales, que se alternan con el presente, los cuales relatan tres desgracias sufridas por residentes pretéritos de esa casa. Y cada una representa un reflejo de lo que no pudo ni podrá ser para Muldoon. La primera es una familia, también de tres miembros, como lo era la de Muldoon. El reflejo de una herida. La segunda era una pareja que estaba a punto de tener su primer hijo, el proyecto de una ilusión de una pareja en sus primeros pasos. Y la tercera, para cerrar el círculo temporal, una pareja anciana, que se enfrenta al deterioro, no sólo del cuerpo sino de la mente. El arco temporal de una vida en pareja que, para Muldoon, fue truncado por la irrupción o corrupción corporal del cáncer. La vida se deteriora, tarde o temprano. Puede ser ya con la ancianidad, según el proceso inevitable de la naturaleza, como vivió El detective de policía Goodman (Damien Bichir), con el cuidado, en sus últimos años, de su madre. O puede ser antes de lo previsto, por un accidente, o una enfermedad letal. Por lo tanto, esa casa maldita o infectada representa la circunstancia emocional en estado suspenso de la protagonista, el forcejeo entre el empantanamiento en la infección de la depresión y la superación y cura emocional.
El planteamiento, sin duda, era muy sugerente. Lástima que su construcción narrativa se supedite a unas convenciones que han infectado como tumor maligno el género de terror en esta década. La maldición está distribuida por Sony pero no se diferencia de las producciones de la Warner, como este mismo año, la secuela de It (2017), It: Chapter two (2019), ambas dirigidas por Andy Muschietti. En esta destaca la relevante figura del guionista, Gary Dauberman, porque en el principio ya está el fin. Gary Dauberman firmaba el guión de It junto a Chase Palmer y Cary Fukunaga, o dicho de modo más preciso había reescrito, con las aportaciones del director, Andy Muschietti, el guión que habían desarrollado Fukunaga y Palmer durante los tres años, entre 2012 y 2015, que habían trabajado en el proyecto cuando Fukunaga estaba asignado como director. En este ocasión, firma en solitario el guión de It chapter two (2019). Dauberman ha sido también guionista de Annabelle (2014), de John R Leonetti. y sus secuelas Annabelle: creation (2017), de David F Sandberg y Annabelle vuelve a casa (2019), que ha supuesto su debut como cineasta. Y también el de La monja (2017), de Corin Hardy. Es decir, películas integrantes del universo Expediente Warren/The conjuring. Obras, todas ellas, que no se definen por la cohesión ni la coherencia, sino por la acumulación de escenas terroríficas de choque en estado de suspensión, o amenaza interrumpida, aplazada hasta la conclusión. No importa mucho el desarrollo dramático, ni los personajes. No es la prioridad. El relato es una sucesión de sobresaltos, como una carrera de relevos en la que cada susto es un mero amago porque sí la amenaza se completara se acabaría la película. Todas ellas están distribuidas por la Warner, como también ambos capítulos de It. Lo cual parece indicar una marca de fábrica o seña de identidad del Estudio. La recurrencia de recursos o resortes dramáticos y narrativos evidencia los beneficios que reporta la aplicación de una formula con leves variantes, las convenciones que se quieren ver (padecer) una y otra vez, la dinámica de la atracción de feria del túnel, el pasadizo o la casa del terror. La figura siniestra asusta, se esconde, para reaparecer en otro recoveco, así una y otra vez, en una sucesión de amagos, hasta que decida, en la conclusión, desplegar toda la artillería de recursos terroríficos letales de los que suele dejar constancia ya en las secuencias iniciales, aunque decida, por capricho de los guionistas, mantenerlas en reserva durante el desarrollo del relato. Es una característica que se extendía a las dos últimas secuelas de Insidious, que conecta con La maldición a través del rostro de Lynn Shaye, aunque a través de personajes opuestos.
La sintonía entre Dauberman y Muschietti ya se podía prever en la opera prima del cineasta, Mama (2013), la cual evidenciaba esas mismas características (o deficiencias). Disponía de un arranque muy sugerente, pero la narración pronto empezaba a renquear, impulsada a base de sacudidas, sin cohesión, pese a contar como co guionista con Neil Cross, el creador de la excelente serie Luther (2010-). Ocurría lo mismo que en It. Se enseñaba demasiado pronto las cartas con las que jugaba, la amenaza que pendía sobre la familia, y en cierto momento parecía que no se sabía cómo continuar. No se puede sostener una narración sobre una mera sucesión de secuencias terroríficas. En cierto momento, empezaba a parecer que creaba situaciones de terror interruptus (sin que vayan a ninguna parte, como quien quiere alargar el redoble de tambor), porque hay que rellenar metraje. Eran personajes sin particular consistencia, sin la suficiente entidad, más bien conductores, sin sustancial conflicto, consigo mismos, o con los demás. Más allá de la peripecia externa, la amenaza terrorífica de la banshee, con la que se demostraba, puntualmente, pericia e ingenio en el dominio de las texturas inquietantes, no había un trayecto dramático, y menos un subtexto, que densificara o cohesione, y de cuerpo, a la atmósfera. Esa es la principal característica de los guiones vertebrados por Dauberman, que alcanzan su cota más inconsistente, o deja más en evidencia la gratuidad de sus hechuras, en The nun: Juego al amago, y dejo para el final el más ostentoso despliegue pirotécnico. Es un cine fundamentado en las escenas, en los fragmentos, como si la narración fuera una sucesión de cortometrajes. Y hay que reconocerle a Muschietti que sí demuestra su talento de modo intermitente. La misma secuencia inicial pre créditos de Mama casi se podría calificar como un espléndido cortometraje en sí mismo. Con ambos capítulos de It utiliza parecida plantilla, e incurre en semejantes deficiencias. Y son también las características definitorias de la esclerosis narrativa que padece La maldición, que es una producción de Sony en cuyo guión no participa Dauberman. Lo cual señala como es una infección que se extiende al propio género de terror, o a las formulas en las que, en general, parece, cual casa maldita, atrapado.
Pesce parecía desmarcarse de esas convenciones en sus dos obras previas, The eyes of my mother (2017) y Pierceng (2018). Parecían decantarse por un formalismo que primaba el juego con las texturas y las referencias estilisticas, en un territorio abstracto que intentara hacerse eco de unos desajustes mentales. Piercing, en concreto, parecía responder al desquiciamiento de un padre primerizo. La narración se define por la desfiguración y la distorsión, de cuerpo y mente. Un espacio incierto, como señalan un horizonte urbano que no oculta su condición de decorado. Un hombre decide matar a una prostituta, pero esta también padece su particular trastorno, derivando la narración en un enrarecimiento, no carente de distanciamiento irónico. El grafismo de los títulos de crédito, la banda sonora, el tratamiento cromático, nos traslada al espacio imaginario del cine de los setenta, en concreto el giallo, con el cual también colindaba cierto vaciamiento narrativo de su opera prima. No hay desarrollo psicológico, sino cuerpos que responden a una mente desajustada y trastornada. En ese sentido, no desentona su última película, aunque deje la sensación en unas y otras de que se queda en esbozo de su planteamiento abstracto, sea éste más liviano o complejo. La diferencia es el planteamiento de apariencia heterodoxa de las dos primeras, más bien juego formal, y la sumisión a las convenciones predominantes en La maldición,
Al respecto, es revelador cómo, probablemente, por no ajustarse a esas coordenadas convencionales, fuera la razón de que Fukunaga quedara fuera del proyecto de It, por querer plantear un enfoque más bien heterodoxo. Por eso, el primer capítulo de It se desmarcaba, en cierto grado, en que disponía de un desarrollo más singularizado de sus personajes (por lo menos, el puntual tratamiento de la sexualidad emergente, los apuntes más sugerentes de la película). Andy Muschietti, director de ambas partes de It, declaró que ese aspecto, la caracterización de los personajes, es el que mantuvo del planteamiento de Fukunaga, y sus aportaciones se enfocaron más hacia Pennywise o las situaciones, es decir la parafernalia, las cualidades distintivas de la figura terrorífica. Consideró que no se sacaba el provecho adecuado a la facultad de cambio de formas de Pennywise, cualidad más en consonancia con la posibilidad narrativa de la sucesión de números circenses, por lo que potenció más esa capacidad, lo que dota a la narración de una apariencia de variación aunque se ajuste a un molde definido por la restricción y la repetición. Annabelle vuelve a casa lo ejemplificaba una vez más: un escenario con varias figuras siniestras que, por turnos, toman el relevo en la sucesión de sustos, o amagos de amenaza, sin que nunca, en cada pasaje, se culmine la amenaza letal. Y La maldición incurre en los mismos defectos, con la figura femenina de melena profusa como emblema, que se convirtió en marca de fábrica de la franquicia La maldición, de la cual esta es la cuarta entrega estadounidense, dos dirigidas, en el 2004 y 2006, por quien había dirigido la original producción japonesa en el 2002, Takashi Shimizu, y la tercera por Toby Wilkins en el 2009. ¿Por qué once años entre esta y la cuarta? Esto nos lleva a la tendencia a actualizar precedentes del género de terror. Se han rebañado las de los setenta y ochenta, así que ¿por qué no recurrir a otra más reciente?
Todo es cuestión de fórmulas y algoritmos para los que gestionan la industria. Si algo tiene éxito, se sigue esa dirección hasta exprimir y agotar sus variantes. Desde la exitosa nueva versión de La matanza de Texas, de Marcus Nispel, en 2003, se fue incrementando, paulatinamente, la producción de revisitaciones (o actualizaciones de aplicaciones ya desfasadas de películas de terror de aquel periodo) con Amanecer de los muertos, 2004, de Zack Snyder, La morada del miedo (Terror in Amityville), 2005, de Andrew Douglas, Terror en la niebla, 2005, de Rupert Wainwright, La colina tiene ojos, 2006, de Alexandre Aja, Cuando llama un extraño, 2006, de Simon West, Negra navidad, 2006, de Glen Morgan, La profecía, 2006, de John Moore, Wicker man, 2006, de Neil LaBute, Halloween: el origen, 2007, de Rob Zombie, Carretera al infierno, 2007, de Dave Meyers, Invasion, 2007, de Oliver Hirschbigel, Una noche para morir (Prom night), 2008, de Nelson B McCormick, Abril sangriento (April's fool day), 2008, de Mitchell Altieri y Phil Flores, Viernes 13, 2009, de Marcus Nispel, La última casa a la izquierda, 2009, de Denis Iliadis, Hermandad de sangre, 2009, de Sterward Hendler, y El padrastro, 2009, de Nelson McCormick. Y ese mismo año se pondría en marcha la producción de San Valentín sangriento, 2010, de Patrick Lussier, Pesadilla en Elm street, 2010, de Samuel Bayer, The crazies, 2010, de Breck Eisner, Piraña 3 D, 2010, de Alexander Aja, Escupiré sobre vuestra tumba, 2010, de Steven R Monroe, o No tengas miedo a la oscuridad, 2010, de Troy Nixie.
No finalizó ahí la fiebre, aunque gradualmente haya ya decrecido el número de producciones (por lógica porque cada vez quedan menos producciones que rehacer): Noche de miedo, 2011, de Craig Gillespie, La cosa, 2011, de Mathijs Van Heijningen, Silent house, 2011, de Chris Kentis y Laura Lau, Maniac, 2012, de Franck Khalfoun, Noche de paz, noche de muerte (Silent night), 2012, de Steven C Miller, Carrie, 2013, de Kimberly Pierce, Posesión infernal, 2013, de Fede Alvarez, Poltergeist, 2015, de Gil Kenan, Toc Toc, 2015, de Eli Roth, Los cazafantasmas, 2016, de Paul Feig, Enganchados a la muerte (Flatliners), 2017, de Niels Arden Oplev, La noche de Halloween, 2018, de David Gordon Green, Suspiria, 2018, de Luca Guadagnino, Muñeco diabólico, 2019, de Lars Klevberg o Cementerio de animales, 2019, de Denis Wydmaier y Kevin Kolsch. ¿El motivo de este alud de actualizaciones? Desde la perspectiva industrial el aprovechamiento de la posible ignorancia de las nuevas generaciones sobre aquellas obras, ya que los jóvenes son proporcionalmente los más recurrentes espectadores en la salas de cine. Por añadidura, se haya visto o no la versión previa, influye el atractivo que implica el concepto de actualización, se ajuste más al original o se distancie como variación, ya que potencialmente se verá favorecida, mejorada en sus prestaciones o complementos, por la evolución en la técnica cinematográfica, en los efectos visuales o de maquillaje, ya que el efecto es el reclamo fundamental. ¿Para qué revisar una versión antigua si los efectos seguramente serán más impactantes o veraces, acorde a la digitalización de nuestra relación con la pantalla de la realidad? No importa demasiado la sustancia, por eso se repiten las mismas formulas con tanta persistencia. La idea de realizar una nueva adaptación de It, publicada en 1986, se gestó en el 2009, en pleno apogeo de nuevas versiones de películas de terror de los setenta y, sobre todo, ochenta. Con respecto a La maldición, se planteó en el 2013, como se ha hecho con otras franquicias (de terror o superhéroes), no versionar las ya realizadas sino crear una línea paralela con otro inicio. Aunque, al final, La maldición, según su director, es una secuela entre la primera y la segunda. Filigranas sobre el vacío.
Precisamente, en términos de sustancia, las nuevas versiones o variaciones, en general, son muchos menos sugerentes. No es que el término medio de las obras pretéritas fuera tampoco particularmente destacable, pero algunas sí me parecen excelentes, La cosa, La profecía o La noche de Halloween, o notables, como La niebla, El hombre de mimbre o la segunda versión de La invasión de ladrones de cuerpos. No carecían de interés, aun irregulares, Pesadilla en Elm Street, Carretera al infierno, El padrastro, o incluso Poltergeist o Noche de miedo. Pero otras que adquirieron el estatus de obras de culto, considero que están muy sobrevaloradas, como La matanza de Texas, no más que discreta, la indigesta Carrie, un torpe y efectista gran guiñol, como también lo era Posesión infernal, o la histérica Suspiria, superada en despropósito por el tramo final de la versión realizada por Guadagnino. Ciertamente, el nivel cualitativo medio de las versiones recientes es notablemente inferior. No hay ninguna que roce la excelencia. Las más estimables, con momentos notables, me parecen Amanecer de los muertos, Cementerio de animales y La noche de Halloween, de David Gordon Green, y con interés parcial, La colina tiene ojos, Wicker man, Invasion, The crazies, Muñeco diabólico o La cosa. La maldición (2020), más bien, es una película que invita a pensar en la película que hubiera sido si no se hubiera priorizado la parafernalia, el fetiche, el fragmento, en detrimento de la exploración de una fractura emocional, para la que contaba, además, con una excelente actriz como Andrea Riserborough.
It y La maldición coinciden en desaprovechar un sustancioso substrato. En It, tras la excelente secuencia previa que ya define la amenaza, y su condición letal, de Pennywise (Bill Skasgaard), se suceden durante casi dos tercios de la narración secuencias en las que algún personaje es amenazado por Pennywise. De acuerdo a esa narrativa del amago y el aplazamiento, la amenaza no se culmina, a diferencia de la secuencia inicial, con la muerte, excepto una, con un personaje irrelevante, Patrick, uno de los cuatro adolescentes que abusan de Ben, uno de los siete integrantes de 13 años, seis chicos y una chica, del Club de Perdedores. Las otras amenazas son truncadas por la aparición imprevista de otros personajes, como la que sufre Mike en la puerta del matadero o Ben en la biblioteca. Otras se suspenden sin motivo alguno como si las amenazas se culminaran o no a capricho de Pennywise (o del guionista), como las que sufren Beverly en el cuarto de baño de su casa o Eddie en la casa abandonada (o en esta, posteriormente, cuando se interna todo el grupo, el instante en que Pennywise demora o dilata la amenaza el mordisco sobre Eddie). Por lo tanto, el interés se restringe a la habilidad con que estén desarrolladas cada una de las secuencias, es decir, el ingenio de cada fragmento (destacaría el uso de la pintura de Modigliani). No se difumina el sugerente substrato (Pennywise aparece acorde a la naturaleza de cada miedo: la hipocondría de Eddie; el abuso sexual que sufre Bev, unido a sus primeras menstruaciones: la naturalidad de la expresión del deseo interferida o enturbiada por la corrupta imposición; la soledad que maquilla el refugio de la biblioteca para Ben; la repulsa de Mike con respecto a su trabajo en el matadero combinado con el trauma de la muerte de sus padres en un incendio¨la confrontación de la muerte o la pérdida; el sentimiento de culpa de Bill...), pero tampoco desarrolla su potencial. Adquieren más relevancia los sugerentes escenarios que los conflictos de los personajes, entre ellos, o los que sufre cada uno de ellos consigo mismo o con alguien de su entorno. Es un buen detalle que tanto el abusón como Pennywise desaparezcan, se precipiten o abismen, en un pozo, pero la turbiedad sustancial se diluye en la parafernalia. Muchos personajes abusan y otros, que desearían flotar inmunes al sufrimiento, tienen miedo, pero en última instancia prima más la revelancia del accesorio, el impacto del fragmento, que la sustancia.
¿Varia demasiado el escenario en It chapter two (2019), o es más de lo mismo, pero en vez de durante dos horas y cuarto, durante dos horas y cincuenta minutos? Una vez más, el inicio o planteamiento es prometedor. Se nos sitúa en esa circunstancia en la que un adulto, en esa edad intermedia que bordea los cuarenta, se plantea, de modo más acusado, qué ha hecho con su vida, si se ha ajustado a las expectativas, si ha modificado o corregido lo que le hacía sentir más vulnerable o carente, si su vida aún está en proceso, en proyecto, o ha concluido (porque se supone que ya se debe tener la vida configurada, ya que, pronto, comenzará a ir en descenso, a deteriorarse) como se deseaba, o más bien se siente que quedan demasiados flecos sueltos, emociones no resueltas o truncadas, aspiraciones no realizadas, si más bien se ha tendido a repetir los errores.
Bill (James McAvoy) es escritor, guionista. Nos lo presentan ante una página en blanco, durante un rodaje. Nos lo presentan vacilante. Le cuestionan que sus finales, en general, sean insatisfactorios, necesitados de mejora. Bill no cree en los finales cerrados, quizá porque siente que su vida no se ha perfilado como esperaba. Una página en blanco que nunca rellena como desearía. Es una vida aún en construcción, pero no porque la sienta aún en progreso sino porque no ha sabido definirse su arquitectura, su guión, como si estuviera horadada por brechas que siente pero no se ve capaz de afrontar o resolver. Su tartamudeo parece que se extiende a su vacilación permanente. Se puede decir que es equiparable al hecho de que ha olvidado su niñez, y en concreto, la experiencia que sufrieron los siete amigos del club de perdedores. Aunque no es algo que solo le haya ocurrido a él.
En la secuencia inicial, la voz en off de Mike (Isaiah Mustafa) apunta que se tiende a recordar lo que se prefiere recordar, como quien perfila la película deseada con la antología de los momentos más destacados que vivió y deja de lado las experiencias menos gratas o simplemente la vertiente rutinaria. Pero en algunos casos es tan poderoso, o más, lo que se quiere olvidar. Ese es el camino que dirige a la negación. Extraes de tu memoria algo, y quizás recaigas en lo mismo. Bev (Jessica Chastain), por ejemplo, se ha casado con alguien que repite el patrón de su padre, alguien que quiere imponerse a su voluntad, alguien que tiende al abuso o uso de la vioencia, a querer anularla. Ben (Jay Ryan) no es ya un chico obeso, que se sentía aislado, rechazado por el resto, sino alguien que ha erigido una vida de acuerdo a cómo quiere verse o sentirse. Es arquitecto, de hecho, y ahora su cuerpo de caracteriza por sus marcados abdominales. Parece que ha confeccionado un escenario ideal, la pantalla en la que quiere verse, pero sigue sintiéndose igual de solo, y aún añora, veintisiete años después, a Bev, a quien aún sigue amando. Eddie (James Ransone) en consonancia con su maniática hipocondría es analista de riesgos. La mente hecha cuadrícula que sigue sin asumir los imprevistos, los accidentes o las contrariedades como componentes, posibilidades, de la dinámica de vida. Charlie (Bill Hader), cómico de éxito, enmascara en la coraza de sus ocurrencias humorísticas sus frustraciones o emociones no expresadas, más bien retenidas y reprimidas, en buena medida por los condicionantes sociales, tendentes a la discriminación o estigmatización, a los que se ha plegado.
Mike es el único que ha permanecido en Derry durante los veintisiete años que han transcurrido de su enfrentamiento a Pennywise. Quizá porque es excepción en un entorno, lo que ha determinado que se afiance de modo más firme en lo que es. Es un afroamericano en un entorno primordialmente blanco. Es alguien que sabe lo que es sentirse expuesto al desprecio o a la humillación, o simplemente sentirse diferente, como una nota discordante en una pintura. Si te sientes objeto de irrisión, humillación, si tienes miedo de expresar lo que realmente sientes o deseas, por sentirte estigmatizado, sea porque haya quienes sienten que alguien, por ser gordo, homosexual, negro, merece cualquiera de esas consideraciones despectivas, te ves expuesto al miedo de sentirte nada, de dejarte ahogar por la vergüenza. La imposición por la vía del miedo, tan extendida aún en nuestros tiempos, es el instrumento que anula, y te hace sentir que empequeñeces. Te puedes sentir, como nota discordante, un payaso, alguien ridículo, una anomalía que no merece respeto ni consideración. Una monstruosidad patética. En la secuencia introductoria de It chapter two, Adrian (Xavier Dolan) es apalizado brutalmente porque simplemente cinco chicos desprecian que sea homosexual, por lo que no aceptan que muestre su afecto, en público, a su pareja. De esa inflexibilidad, de esa violencia impositiva, es el reflejo siniestro Pennywise. No es cuestión de sentir miedo ante quien quiere abusar o imponerse a ti, sea un padre, o alguien que no acepte, sino más bien desprecie, tu condición étnica, tu tendencia sexual o tu constitución física. No hay que sentirse pequeño, impotente, sino sentir la pequeñez de sus mentes restringidas, de su mezquindad.
De nuevo, Muschietti y Dauberman nos ponen en situación, delinean el presente de unos personajes, que evidencian en su estancamiento que no han progresado, sino que por el olvido y la negación, aún conservan los mismos espacios estancos turbios en su interior, en las alcantarillas de su mente. Se percibe, en las secuencias iniciales, el desvalimiento y la fragilidad de los personajes, cómo aún son figuras a la deriva, en un grado u otro. En su reencuentro se palpa lo no dicho o expresado en el pasado, lo que se ha apartado en la mente, lo que suscita la confrontación con quienes se gestó un vínculo poderoso en la infancia, cuando quizá más bien sientan que son frágiles los vínculos que han generado en el presente. Pero la irrupción de la pirotecnia de efectos visuales en la secuencia del reencuentro, en el restaurante oriental, ya anuncia qué primará en la narración. Más que el desarrollo de los personajes, la predominancia del efecto.
Como en la anterior, se suceden las secuencias en las que, por turnos, los personajes sufren sobresaltos por la reaparición de Pennywise. Se combinan tiempos pasado y presente, lo que evidencia cómo realmente aún siguen detenidos en aquel pretérito, cómo su presente se define sobre todo por la tristeza o la soledad o el autoengaño, pero no desarrolla la dimensión dramática que esboza. Hay un par de notables secuencias, dotadas de cierta atmósfera perturbadora, que exponen la capacidad letal de Pennywise. Ambas relacionadas con niños, lo que ya define lo que los protagonistas han perdido de vista en sí mismos: una secuencia, de modo elocuente, acontece entre espejos de una atracción de feria: la infancia es el espejo que evidencia su presente desprovisto: de hecho, en las secuencias finales los adultos supervivientes miran el reflejo de sí mismos, con 13 años, en la vitrina de un escaparate. Pero en general abundan las secuencias que tienden al amago.
Hay algún par de planos en los que hace ingenioso uso de la profundidad de campo, para sugerir o anunciar una amenaza, pero, en general, tiende más a la pirotecnia explícita, lo que neutraliza, gradualmente, la vertiente turbia o emponzoñada. Queda el despliegue de accesorios, de efectos visuales, de maquillaje, o decorados, conjugado con el apabullante estruendo del sonido (en busca del sobresalto más bien por el equivalente de un fuerte puertazo), pero tampoco destacan ni por la singularidad ni por el ingenio. Pierde de vista, pronto, el potencial dramático de los diferentes conflictos de los personajes, e incluso se podría decir que desperdicia sus posibilidades, sobre todo en el caso de Bill, Bev o Charlie. Por ello, la supuesta catarsis final, en el mismo escenario que la obra previa, más bien suscitó mi indiferencia. Y lo mismo ocurre en La maldición, en la que además se incurre en la convención del sobresalto final que corrige lo que se creía la conclusión. Una última pirueta para evidenciar que se había perdido de vista el posible desarrollo dramático esbozado. Una vez más, prima el repertorio sobre la sustancia.
lunes, 30 de diciembre de 2019
La banda de los Grissom
La banda de los Grissom (1971), de Robert Aldrich, esplendida adaptación de la muy sugerente novela de James Hadley Chase, No orchids for Miss Blandish, y derivada, en buena medida, del éxito de Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn, es un mazazo seco, de turbia sordidez, nada enfática, eso sí, y de una concisión tan brutal como admirable. Como su obra anterior, Comando en el mar de la china (1970) y su obra posterior, La venganza de Ulzana (1972), comparte, aparte del fracaso en taquilla, una muy destacable cualidad que determina, para mi gusto, que las considere las más altas cotas del cine de Aldrich: su condición de arenas movedizas moral que desestabiliza tanto la identificación del espectador, al que deja sin asideros, como su juicio. Rompe cualquier esquema que permita al espectador asentarse en la comodidad de un preciso juicio porque no hay una dualidad que dirimir ¿Quiénes son más terribles, los secuestradores de la rica heredera, Barbara Blandish (Kim Darby), para los que no hay escrúpulo que valga a la hora de conseguir dinero que palíe su pobreza, o el padre que la rechaza, y hasta prefiere que hubiera muerto, por haber sido, da igual el por qué si por gusto o supervivencia, amante de uno de ellos, Slim (Scott Wilson)? O en La venganza de Ulzana: ¿Lo son los indios con su brutalidad, parte de su cultura, o los llamados civilizados que les han expurgado sus tierras? O, por último, en Comando en el Mar de la China: ¿Qué heroísmo puede haber en una guerra que no distingue a unos de otros, japoneses o británicos, aparte de su uniforme, cuando lo que de verdad prima es la supervivencia y la crueldad no sabe de lenguas?
Por eso, sus personajes lucidos, están casi entremedias, caso del explorador que interpreta Lancaster en La venganza de Ulzana o el investigador privado Fenner (Robert Lansing) en La banda de los Grissom, y aún más desconcertante, o desestabilizadora, sería el calibrar las actitudes, o posicionamientos con respecto a su circunstancia o misión, de los personajes de Cliff Robertson y Michael Caine en Comando en el mar de la china, equiparables al zigzag que deben efectuar en su carrera por la supervivencia mientras sortean las balas enemigas. Lo lúcido puede colindar con lo cínico e indiferente, lo enajenado con lo consecuente y decidido. Los actos de uno y otro pueden considerarse desde ángulos que incluso pueden ser contradictorios. Ese es el terreno más fructífero de la obra de Aldrich, anticipado en otra de sus grandes obras, El vuelo del Fénix (1965). El proverbial equilibrio de La banda de los Grissom se sostiene sobre una abrupta aspereza, narrada con una precisa distancia, y un inesperado lirismo que abunda en lo desolador de un entorno moral sórdido y corrupto. Es la agudeza de un nihilismo sin complacencias, que advierte que la lucidez o la integridad está en los márgenes o entremedias.
En La banda de los Grissom el elemento más perturbador, y que evidencia esa disolución de un posible asidero moral nítido, fijo, es el personaje de Slim, ese bruto virgen que se obsesiona con Barbara, gracias al cual logra que no la maten tras recibir el dinero del secuestro. La convierte en una cautiva de su obsesión, a la que ella debe plegarse para sobrevivir. Pero a medida que avanza la narración, en especial en su último tramo, esa obsesión que se cree enamoramiento se va revelando uno de los escasos brotes de luz en tal entorno de sordidez y corrupción moral (que delata que entre las clases sólo existe la diferencia de quién tiene más dinero, porque sus mezquindades y violencia moral es parecida sino la misma). Esa ternura que surge entre Slim y Barbara en las últimas secuencias, entre dos cautivos (él de su obsesión, que la ha convertido en entrega aunque la haya hecho prisionera, tal es la paradoja de esa relación), rasga con contundencia la sequedad de la obra hasta entonces, dejando un poso desolador en sus secuencias finales. Incluso su interpretación, su forma de conducirse, se modifica. Los ademanes desquiciados y desaforados de Slim se tornan sosegados, su mirada trastornada, susceptible, se torna atenta, incluso equilibrada, asumiendo, aún más, el sacrificio de su vida. La mirada entumecida por el alcohol, o susceptible, de Barbara, es ya una mirada erosionada, exhausta, con cargadas bolsas bajo los ojos, que denota la demolición que ha supuesto para ella la experiencia que ha vivido, como si hubiera ya depuesto sus muros defensivos y dejara asomar su vulnerabilidad acompasada al aprecio de la actitud entregada de Slim, una mirada que la ama.
Aldrich sabe cómo no sobrecargar con la turbiedad, pese a la oclusiva violencia manifiesta (a remarcar la brutal paliza de la madre de los Grissom a Barbara, cuando ésta desprecia el primer acercamiento de Slim). La brutalidad se escancia con secos fogonazos: el asesinato en el urinario; el ametrallamiento del empleado de la gasolinera; el enfrentamiento entre Ed (Tony Musante), y su amante, Ann (Connie Stevens), que antes era amante de uno de los primeros secuestradores, a los que la banda de los Grissom había sustraído su pieza cautiva (Barbara) tras matarles. La brutalidad o la violencia es parte de los integrantes de la banda, como lo era la de los indios de La venganza de Ulzana, o la de aquellos soldados que encuentran, en el uniforme y la circunstancia a la que se ven abocados, la oportunidad para dar rienda suelta a su falta de escrúpulos, desquiciamiento, indiferencia por la vida ajena o crueldad, en Comando en el mar de la China.
La cotidianeidad con que nos muestra a los integrantes de la banda desgarra los fáciles juicios (sus bromas y chanzas entre ellos; la calidez de la madre con su hijo, desarmada, por ejemplo, cuando ve que éste es capaz de matarla si se mantiene decidida en matar a Barbara; la relación cómplice y respetuosa entre la madre y Doc, que no será óbice para que le mate por la espalda cuando decida rendirse a la policía). Por eso, la actitud más atroz es la del padre de Bárbara, alguien incapaz de la mínima compasión y que ve en la tragedia de su hija sólo una mancha, una vergüenza. Tal es su crueldad con su hija, indiferente a lo que haya podido sufrir porque le importa ante todo la imagen que proyecta (como extensión de sí mismo), que consigue que la relación entre el bruto secuestrador y la cautiva al final conmueva por su lirismo, como dos náufragos en un universo corrompido.
domingo, 29 de diciembre de 2019
El oficial y el espía
En La vida de Emile Zola (The life of Emile Zola, 1937), de William Dieterle, un primerísmo plano rompe la tónica de la planificación, no sólo de la secuencia, sino de toda la película. Es como un puñetazo desde las vísceras. Emile Zola (Paul Muni) se vuelve, tras que el juez haya dado su veredicto, y contempla las alborozadas muestras de júbilo de los asistentes por la ratificación del veredicto de culpabilidad en el nuevo juicio contra el capitán Alfred Dreyfus, y escupe: Canibales. Cuatro años antes, en 1894, las altas instancias militares, al descubrir que alguien, dentro de esa institución, pasaba información de documentos secretos al enemigo, a Alemania, habían decidido elegir un chivo expiatorio, y qué mejor que un judío. Como dice un alto cargo, qué raro que un judío hubiera alcanzado un importante rango. Dreyfus fue condenado y enviado a la desolada Isla del diablo, en la Guayana francesa, recluido en una celda, encadenado por la noche a su cama. Su esposa no cejó de luchar para que fuera reconocida la inocencia de su marido, y al fin consiguió sensibilizar a Zola para que se involucrara, y lanzara, a través de la prensa, su famoso Yo acuso contra los abusos y las inconsistencias de los poderes fácticos. Lo que llevó a su participación en el nuevo citado juicio, en el que los mismos jueces imposibilitaron que pudiera utilizar, para la defensa, testigo alguno relacionado con el caso Dreyfus, y cuyo veredicto implico que Zola fuera acusado de injurias y condenado a un año de cárcel, por lo que decidiría abandonar el país y asentarse en Londres desde donde proseguiría la lucha para que el nombre de Dreyfus fuera rehabilitado. Se le concedió el indulto en 1898, dada su precaria salud, pero no se le reconocería su inocencia hasta 1906, reintegrándosele en el ejército con el rango de comandante. El caso Dreyfus se convirtió en todo un epítome de las aberraciones que pueden realizarse en nombre de la razón de Estado (la reciente The report, de Scott Z Burns, incide en las aberraciones, en concreto, torturas, justificadas por parte de la CIA en su lucha contra el terrorismo).
La película de Dieterle intentaba también concienciar en su tiempo con respecto a lo que estaba ocurriendo en Alemania, pero LA Warner, entre la cautela y la conveniencia, instó a que se mencionara lo menos posible la palabra judío. Ya el Código de censura instaurado tres años antes establecía que no se podía mencionar la palabra judío más de tres veces. De hecho, sólo en una ocasión se utilizaba durante la narración (ya después de la guerra varias producciones arrearon contra el antisemitismo engarfiado en la sociedad estadounidense). No se estrenaría en España, Italia, Polonia, Canada o Alemania, y sería mutilada en Grecia. En Francia se estrenaría en 1952 con 27 minutos amputados de su metraje. No se estrenaría íntegra hasta cuarenta años después.
Roman Polanski, en El oficial y el espía (J’acusse, 2019), opta por otro ángulo de enfoque, otra dirección. No lo hace a través de la perspectiva de la indignación del intelectual concienciado (en concreto, del intelectual que se desprende del apoltronamiento para reenfocar su relación con la realidad, la sociedad, y recuperar su compromiso mediante la acción concienciada). Lo hace a través de una figura integrada en el mismo sistema, el oficial a cargo del contraespionaje, Picquart (Jean Dujardin), implicado, aunque de modo periférico, en el juicio a Dreyfus (Louis Garrel). Su reenfoque particular se produce dos años después con el descubrimiento de que la principal prueba incriminatoria, la identificación por un grafólogo de la letra de Dreyfus en la carta que evidenciaba la traición, carecía de fundamento. La identificación había sido errónea. Aunque descubrirá, paulatinamente, que no fue el error lo que tuvo más peso en la decisión condenatoria sino la conveniencia. Más que negligencia, interés en que fuera el chivo expiatorio. Comprenderá que cada uno de sus superiores apoya tal decisión y no tienen interés alguno en que se rectifique el error judicial para que el condenado recupere la libertad porque importa ante todo la imagen conveniente, la imagen que los que rigen el gobierno quieren proyectar. Picquart es una pieza, un peón, en el engranaje, por lo que será trasladado, de puesto en puesto, por diversos países, lejanos, como medida disciplinaria disimulada en mor de lo conveniente.
Pero Picquart se diferencia en un aspecto con respecto al resto. Es una figura integrada en un sistema o engranaje, el cual no cuestiona como estructura, pero no acepta el error, la imprecisión. No se ajusta a lo que debería ser. No es su noción de lo que debe ser la práctica militar. Más que la injusticia le importa la falta, en cuanto inexactitud. Por eso, persiste, y también colabora con la familia de Dreyfus y Zola en el nuevo juicio de 1898. Para realizar la corrección pertinente. Pero nada modificó su condición de figura integrada en un sistema. Aunque fuera, como Dreyfus, condenado a prisión, en su caso un año, y degradado, tras ser rehabilitado, también en 1906, con el cargo de general, sería nombrado ministro de guerra tres meses después. Es la última nota de un absurdo que rima con aberración. El chivo expiatorio y el oficial degradado por enfrentarse al sistema disponen de posición de poder, e incluso discuten sobre el grado que debería detentar Dreyfus, quien cree que debería superior. Polanski, de este modo, señala, o abre en canal, la inconsistencia sustancial del género humano. No se diferencia tampoco de la conclusión desoladora, o demoledora, de El escritor (2010). En aquel caso, en fuera de campo, se consignaba, la neutralización o eliminación de quien podía poner en evidencia las abyecciones de los estamentos del poder. En este caso, en campo, queda evidenciado como se reintegran sin pesar ni conflicto alguno. No se hace necesaria la neutralización alguna porque ya eran peones integrados aunque sufrieran la pasajera contrariedad de verse fuera del engranaje (o de sus circuitos principales; al fin y al cabo, anatemizados, marginados o inhabilitados seguían siendo piezas del sistema).
La estructura narrativa es también la de un engranaje, fluido y bien engrasado. Narra la sucesión de acciones como procedimientos. Con una distancia que enfoca sobre todo en unos seres desvitalizados, cual figuras de un universo que parece generado por un taxidermista. La presencia misma de la música es escasa. No Hay demasiado matices en la caracterización de los diversos personajes. Picquart adquiere la condición de personaje conductor, como lo era el detective Gittes en Chinatown (1974), en la que también se desentrañaba la corrupción de un sistema en su sentido más amplio. Los Ángeles o París, una sociedad u otra, un sistema de poder u otro, caciquismo financiero o militares y políticos en connivencia. Gittes afronta que es nada, una figura periférica en el engranaje. Picquart y Dreyfus se reintegran en el escenario, como quien se sube a otro viaje del tiovivo, como si nada hubiera ocurrido. Corregido el error pueden seguir cumpliendo con su función en el engranaje. No parece que se diferencie mucho protestar por una injusta condena en prisión que por no detentar el rango que se cree debería detentar. Es lo que tiene ser un mecanismo con forma humana. Por parte de Polanski es otra forma de soltar un Yo acuso, aunque en este caso, pese a que algunos insistan, no en relación a su propia condición de perseguido judicial (y social por los adalides de la corrección), sino en cuanto a qué somos, aún hoy, como mecanismos con forma humana que fácilmente estigmatizamos o condenamos a otros por conveniencia, agenda o mero desenfoque.
domingo, 22 de diciembre de 2019
10 películas predilectas de la década (2010-2019)
En A propósito de Llewyn Davis (2013), de los Hermanos Coen,Llewyn Davis (Oscar Isaac) no quiere sólo existir. Se resiste a ser lo que no quiere ser. Se resiste a ser un hombre que no estaba allí. Tiene las cosas claras, no quiere volver a ser marino en un buque mercante, sabe cuál es su esencia, por eso quiere vivir de la música, esa es su aspiración, su sueño. Quiere una vida con esencia. Pero la indefinición es parte de su vida, o define su vida, valga la paradoja, como lo es la misma definición de la música que interpreta: Si no es nueva y nunca envejece, es folk. Llewyn se desplaza recurrentemente por pasillos angostos, tanto que las puertas en cada pared casi se tocan, para acceder a las casas donde le acogen en sus sofás, o si ya está ocupado, en el suelo. Llewyn no tiene dinero. Su presente es más que incierto, un pasillo que parece angostarse cada vez más. No tiene hogar. Está un poco perdido. Y porta un gato que no es suyo, un gato que se ha escapado cuando dejaba el piso de una de esas amistades que le acogen. Un gato cuyo nombre ignora, con lo que será difícil llamarle si se pierde o fuga. Un gato que intenta que no se pierda, aunque es difícil cuando él parece un tanto a la deriva. Un gato que contempla con perplejidad la sucesión de estaciones por las que pasa el metro en el que viaja. La vida de Llewyn también es una sucesión de estaciones que pasan.
A ghost story (2017), de David Lowery. Es una inmersión que transgrede coordenadas temporales y un poema musical sobre el tiempo, sobre la duración. Por tanto, se define, y evidencia, a través de la duración de los planos y las elipsis temporales, incluso en un mismo plano (M saliendo por tres veces de casa, hasta que la última es la definitiva; la nieve que se torna luz resplandeciente). Un contraplano puede corresponde a un tiempo futuro. Un movimiento de cámara nos desplaza a otro tiempo. El tiempo varía, el tiempo se repite. La construcción en bucle confronta con la repetición de la pérdida, sea quien sea, como inevitable pasaje de cada vida. Es otro ángulo pero es el mismo. Todos y cada uno, en un momento dado, desaparecemos. El futuro, como ese elevado reascacielos que se construye sobre el solar donde la pareja, y otros inquilinos, vivieron, no difiere del principio, cuando unos colonos en el siglo XIX intentaron erigir la primera construcción antes de ser muertos por los indios. El tiempo pasa pero no difiere la historia. Toda historia concluye. Permanece el sueño de la permanencia.
Un árbol flotante emerge, luego un segundo, un tercero y un cuarto, etcetera. Sus raíces se extienden en el aire, algunos detalles son más visibles, algunas hojas recuperan su forma como dos almas errantes que reconstruyen su universo. Un río aparece en el jardín. Mekong hotel (2012), de Apichatpong Weerasethakul es un río que aparece en la pantalla. Se extiende como esa frase, una paradoja que refleja y condensa la constitución de esa aparición. Un árbol emerge, un río aparece en el jardín. Es una obra que reconstruye, la vida no deja de regenerarse, transformarse, su narración lo hace cuerpo, música, sensación. Su narración habita, respira. Lo que revela no deja de ser misterio, como el agua se escurre entre las manos. El hotel Mekong se encuentra en una frontera, entre Laos y Thailandia, pero en su interior se diluyen las fronteras. Confluyen el escenario y los bastidores, el tiempo pasado y el presente, realidades paralelas, el documento y el sueño, como si fueran habitaciones de un mismo edificio, espacios que se comunican. En la primera secuencia el compositor y músico Chai Bathana, en compañía del director, como si se diera a la llave de contacto para arrancar la narración, intenta recordar los acordes de su composición. La música de su guitarra española domina la narración, incluso superponiéndose a las voces de los actores. Hay alguna secuencia en los que estos, tras finalizar una escena, miran a cámara. También miran a la distancia, que puede ser la del tiempo.
Museum hours (2013), de Jem Cohen, está dedicada a los trabajos de John Berger. Parece su soberana aplicación. También me recordaba a las texturas y capacidad de observación de los detalles, de los que extraerle una resonancia abstracta, de un autor, precisamente, austríaco, Peter Handke. Palomas en una hondonada que parecen un hervor y que parecen brotar cuando alzan el vuelo; flores y plantas en la blancura de la nieve; un ciego que camina con su bastón en la acera helada; calles y casas que parecen recién construidas, porque cada primavera pintan las casas por los turistas. Detalles, múltiples detalles que brotan con su inmensidad para el ojo despierto que se pregunta y capta lo que aparece ante su mirada. Correspondencias. Rostros que se asemejan al de un cuadro, rostros que se acercan y te hablan en una lengua que no entiendes pero te transmiten un sentimiento de paz. Una mujer anciana, vestida de negro, asciende un camino, mientras comienza a caer la nieve y parece la imagen de la determinación ante cualquier obstáculo o adversidad. O quizá lo que resalta en la imagen, el centro, sea aquel alto edificio al fondo, o la fila de coches en caravana, en la que resaltan las luces rojas, como un rosario encendido. O quizá sea el mismo camino, el cual quizá sea el principal obstáculo para la anciana. Pero también está el fuera de campo, aquella casa donde se esculpen lápidas, y que nos hace sentir lo efímero de la vida, su condición de tránsito, y recuerda a aquella tienda por la que pasábamos cada día, como un elemento familiar en el paisaje o pantalla de nuestra mirada, en el que quizá no nos percatamos porque era otro elemento que componía el tejido de una pantalla en la que las partes pierden su condición de singularidades, de inmensidades. Y un día la tienda cierra, y su ventana está tapiada, y se convierte en una singularidad que nos hace cambiar el paso, la mirada, y observar a nuestro alrededor cada detalle como una respiración que se alza pletórica pero puede desaparecer en cualquier instante. Hay películas que no terminan, hay películas que no pueden terminar.
En El extraño gatito (2013), de Ramon Zurcher, La niña hace música con el cristal de su copa, y grita acompasada cada vez que se usa la batidora. Habla con volumen alto, aunque su abuela duerma. Entre una y otra, entre esa exuberancia y ese reposo que es también cansancio, entre ese cuerpo que mira a la vida como una espesura sobre la que aún configurar muchos mapas a los que asediar con preguntas y ese cuerpo que ya no mira, sino que se ausenta, porque ya no espera más, o mira como si se mirara a sí misma, su vida, a través de su hija, una vida que parece ya persiana que se cierra, respira el maremagnum de incógnitas de la vida, el forcejeo entre lo que se constituye como encuadre, y quizá no es lo que se deseaba que se constituyera como encuadre, y el fuera de campo de lo irresuelto, de lo aplazado y soñado. Ahí es donde se agita la mirada de la hija que es madre. Esa mirada intermedia, que parece en medio de todo, por eso se mira con su hija, y mira el vacío más allá de su encuadre, y del nuestro, de lo que no logramos captar de los otros, de lo que aún no se logra captar de uno, de lo que no se ha logrado perfilar en la propia vida y es hilo suelto, como su carcajada se despliega cuando una bombilla explota súbitamente. Porque quizá haya mucho que no ha explotado en su interior, muchas polillas que no han echado a volar, o que fueron pronto comidas por el gato que ronronea. Por eso se pincha con la aguja. A ver si aún hay sangre. El extraño gatito es asombro y enigma. Es un encuadre en el que palpitan los múltiples fueras de campos que definen nuestra vida en la relación con los otros y con nosotros mismos. Es una fisura que nos mira. Y nos despierta.
El arte de la transfiguración de la narración, la transfiguración de una mirada: luces y sombras. Historia de una pasión (A quiet passion, 2016), de Terence Davies. Emily Dickinson se enamoró de un predicador, un hombre que parecía vivir más en la idea que en el cuerpo, casado con una mujer que representaba la cuadrícula de la rigidez y la restricción. Sus ojos parecen querer salir despedidos de sus cuencas cuando espera con expectación el parecer del predicador sobre sus poemas. La presentación del predicador es una imagen de luz, su figura perfilada como un fulgor, como un velo de la mente, superpuesto sobre las cortinas de una de las ventanas de la casa. Es un sueño, una idea. Una luz que también es una sombra: cuando la vida se ha hecho ya más sombra que posible luz, retiro y vida que no fue, Emily imagina, o sueña con, la sombra indefinida de un hombre que entra en el hogar y asciende a las escaleras. Una de las secuencias más bellas que ha dado el cine, y probablemente una de las que mejor ha reflejado la sublimación amorosa, la falta o ausencia, la sombra añorada que desea materializarse en cuerpo de amado.
En De óxido y hueso (2012), de Jacques Audiard, dos accidentes tienen lugar en el agua. Con respecto al primero, una de las más bellas y conmovedoras imágenes que ha dado nunca el cine: Catherine reencontrándose con la orca que provocó el fatal accidente, cada uno a un lado del cristal; un único plano general, dilatado: La orca responde a los gestos de Catherine en una sinfonía coreográfica de gestos cómplices. No hay resentimiento, no hay amargura, sino asunción y conciliación. En el segundo, Alí se fractura las manos golpeando el hielo para sacar a su hijo del agua. Este rescate también servirá para romper el hielo que se había creado con quien se había caído la primera vez, con quien él había interpuesto el hielo de la distancia, porque aún no sabía ser rescatado.
En Blade Runner (1982), de Ridley Scott, el garfio con la vida eran los recuerdos. Soy mis recuerdos. Si los recuerdos son implantados, ¿qué soy? ¿Siento las notas de música, o las siento a través de un injerto, como si mi vida fuera un mero sucedáneo?. En Blade runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve, la secuencia nuclear, bellísima, está relacionada con un personaje que genera los recuerdos de los replicantes. Paradoja: la vida se genera desde el aislamiento. ¿No vivimos aislados en nuestras burbujas de pantallas virtuales? Pero ¿quién vive si se generan las proyecciones desde el aislamiento?. Y de ahí, de la desolación de esa consciencia, brotan las lágrimas desesperadas y el grito impotente. Y la nieve cae y hace soñar con lo real que no se logra atrapar con los dedos, porque siempre hay un cristal que parece interponerse. Hasta que una mano se pose y abra la herida de los recuerdos que se doten de cuerpo.
En La casa de la tolerancia (L’Apollonide, 2011), de Bertrand Bonello, la cautivadora y compleja narrativa de Bonello tiende a la deriva, descentrada, en un ‘entre’ que fluctúa entre realidades, estilos y perspectivas; entre un impresionismo que contrasta el escenario y las mascaradas con los espacios entre líneas de los rostros desmaquillados y las apariencias desgarbadas, de las ilusiones, de las complicidades, de los aprendizajes, de la naturalidad, las excursiones en el campo y los chapuzones en el agua, cuando se estiran y abrazan, cuando dejan de ser reflejos o muñecas, cuando son cuerpos que se afirman en su anhelo de vivir, fuera del escenario de la degradación, donde sus cuerpos pueden descomponerse por el contagio de la sifilis. Una de las secuencias más extraordinarias de la película, el baile de las chicas, un rasgón de intensidad, un desgarrador momento de pausa, fuga, descarga y liberación transitoria, está modulado esa emoción a través del 'Night of white satin' de Moody Blues (fascinante cómo juega expresivamente con el amortiguamiento y la supresión fugaz de la música, que vuelve a retomar con una fuerza arrebatadora).
En Sólo los amantes sobreviven (Only lovers left alive, 2013), de Jim Jarmusch, Para cada uno de la pareja de amantes el otro es su firmamento. La narración se despliega con un plano de las estrellas en el firmamento que se transmuta, en asociación de montaje, en disco de vinilo que gira. Música en movimiento. Su relación es la música que les dota de movimiento, de impulso de vida. La cámara también gira sobre ambos, en respectivos planos cenitales, en sus diferentes ámbitos, en sus distintos hogares. La música les conecta, porque ambos comparten la habitación de la música de su emoción entrelazada, la embriaguez del amor que les propulsa como si generaran un firmamento propio. Y así fluye la narración, como si la embriaguez aún fuera posible, como si se desperezara entre sueños, como si se sacudiera el entumecimiento, y despertara. Ambos están entrelazados, da igual si hay interpuesta distancia, o yacen juntos abrazados. Se desplazan como una corriente eléctrica por entre los espacios deshabitados, como si su presencia fuera el aliento que los dotara de vida. Danzan con su mente, en el ajedrez, o con sus cuerpos. Sus gestos se acompasan. Si este mundo no sabe usar la imaginación, queda el exilio, convertirse en un vampiro, dejarse fluir por la imaginación y los cuerpos y emociones que se muerden hasta el tuétano donde vibra la luz entre las sombras de la lucidez, allí donde se saborea la música. Cuando Eve viaja hacia el postrado ánimo de Adam, lee unas palabras que escribió Marlowe: El amor no se altera con sus cortas horas y semanas sino que todo lo resiste hasta el final de los tiempos. Si estoy errado, y que eso se pruebe, yo nunca he escrito ni ningún hombre amado.