martes, 31 de diciembre de 2019
La maldición, It y las formulas del cine de terror actual
La maldición (The grudge, 2020), de Nicolas Pesce, dispone de un planteamiento de substrato muy sugerente. La protagonista, una detective de policía, Muldoon (Andrea Riseborough), madre de un niño, tras la muerte de su marido, por causa de un cáncer, cuatro meses atrás, se traslada a otra ciudad, lo que implica un hogar diferente. Un hogar diferente es sinónimo de escenario o película de vida diferente, lo cual implica asunción de la pérdida, de lo que ya falta de modo irremisible, una ausencia irreparable. El guión de la vida se reajusta pero no como una continuación, sino como un reinicio que es tajo. Esa reconfiguración implica la cura de una infección que necesita ser atajada, la añoranza de lo que no podrá ser. El reajuste a un presente necesita desprenderse de los vestigios fantasmales de un pasado cual miembro amputado. Debe extirpar a ese fantasma. Debe convivir con un presente que no quiera replegarse en un pasado que ya no podrá ser ni presente ni futuro. La herida debe ser cauterizada. En correspondencia con ese proceso emocional, Muldoon se confronta con el misterio relacionado con una casa infectada, maldita, por una presencia espectral. Si ella se ha trasladado de un lugar a otro, la procedencia de ese virus siniestro proviene de otro lugar, transmitido por otra mujer, que llevaba adherida esa presencia espectral, como Muldoon su dolor aún no superado, cual tumor emocional.
Ese hogar infectado se revela como una pantalla de su desajuste o fractura emocional. La narración se astilla en diversos retrocesos temporales, que se alternan con el presente, los cuales relatan tres desgracias sufridas por residentes pretéritos de esa casa. Y cada una representa un reflejo de lo que no pudo ni podrá ser para Muldoon. La primera es una familia, también de tres miembros, como lo era la de Muldoon. El reflejo de una herida. La segunda era una pareja que estaba a punto de tener su primer hijo, el proyecto de una ilusión de una pareja en sus primeros pasos. Y la tercera, para cerrar el círculo temporal, una pareja anciana, que se enfrenta al deterioro, no sólo del cuerpo sino de la mente. El arco temporal de una vida en pareja que, para Muldoon, fue truncado por la irrupción o corrupción corporal del cáncer. La vida se deteriora, tarde o temprano. Puede ser ya con la ancianidad, según el proceso inevitable de la naturaleza, como vivió El detective de policía Goodman (Damien Bichir), con el cuidado, en sus últimos años, de su madre. O puede ser antes de lo previsto, por un accidente, o una enfermedad letal. Por lo tanto, esa casa maldita o infectada representa la circunstancia emocional en estado suspenso de la protagonista, el forcejeo entre el empantanamiento en la infección de la depresión y la superación y cura emocional.
El planteamiento, sin duda, era muy sugerente. Lástima que su construcción narrativa se supedite a unas convenciones que han infectado como tumor maligno el género de terror en esta década. La maldición está distribuida por Sony pero no se diferencia de las producciones de la Warner, como este mismo año, la secuela de It (2017), It: Chapter two (2019), ambas dirigidas por Andy Muschietti. En esta destaca la relevante figura del guionista, Gary Dauberman, porque en el principio ya está el fin. Gary Dauberman firmaba el guión de It junto a Chase Palmer y Cary Fukunaga, o dicho de modo más preciso había reescrito, con las aportaciones del director, Andy Muschietti, el guión que habían desarrollado Fukunaga y Palmer durante los tres años, entre 2012 y 2015, que habían trabajado en el proyecto cuando Fukunaga estaba asignado como director. En este ocasión, firma en solitario el guión de It chapter two (2019). Dauberman ha sido también guionista de Annabelle (2014), de John R Leonetti. y sus secuelas Annabelle: creation (2017), de David F Sandberg y Annabelle vuelve a casa (2019), que ha supuesto su debut como cineasta. Y también el de La monja (2017), de Corin Hardy. Es decir, películas integrantes del universo Expediente Warren/The conjuring. Obras, todas ellas, que no se definen por la cohesión ni la coherencia, sino por la acumulación de escenas terroríficas de choque en estado de suspensión, o amenaza interrumpida, aplazada hasta la conclusión. No importa mucho el desarrollo dramático, ni los personajes. No es la prioridad. El relato es una sucesión de sobresaltos, como una carrera de relevos en la que cada susto es un mero amago porque sí la amenaza se completara se acabaría la película. Todas ellas están distribuidas por la Warner, como también ambos capítulos de It. Lo cual parece indicar una marca de fábrica o seña de identidad del Estudio. La recurrencia de recursos o resortes dramáticos y narrativos evidencia los beneficios que reporta la aplicación de una formula con leves variantes, las convenciones que se quieren ver (padecer) una y otra vez, la dinámica de la atracción de feria del túnel, el pasadizo o la casa del terror. La figura siniestra asusta, se esconde, para reaparecer en otro recoveco, así una y otra vez, en una sucesión de amagos, hasta que decida, en la conclusión, desplegar toda la artillería de recursos terroríficos letales de los que suele dejar constancia ya en las secuencias iniciales, aunque decida, por capricho de los guionistas, mantenerlas en reserva durante el desarrollo del relato. Es una característica que se extendía a las dos últimas secuelas de Insidious, que conecta con La maldición a través del rostro de Lynn Shaye, aunque a través de personajes opuestos.
La sintonía entre Dauberman y Muschietti ya se podía prever en la opera prima del cineasta, Mama (2013), la cual evidenciaba esas mismas características (o deficiencias). Disponía de un arranque muy sugerente, pero la narración pronto empezaba a renquear, impulsada a base de sacudidas, sin cohesión, pese a contar como co guionista con Neil Cross, el creador de la excelente serie Luther (2010-). Ocurría lo mismo que en It. Se enseñaba demasiado pronto las cartas con las que jugaba, la amenaza que pendía sobre la familia, y en cierto momento parecía que no se sabía cómo continuar. No se puede sostener una narración sobre una mera sucesión de secuencias terroríficas. En cierto momento, empezaba a parecer que creaba situaciones de terror interruptus (sin que vayan a ninguna parte, como quien quiere alargar el redoble de tambor), porque hay que rellenar metraje. Eran personajes sin particular consistencia, sin la suficiente entidad, más bien conductores, sin sustancial conflicto, consigo mismos, o con los demás. Más allá de la peripecia externa, la amenaza terrorífica de la banshee, con la que se demostraba, puntualmente, pericia e ingenio en el dominio de las texturas inquietantes, no había un trayecto dramático, y menos un subtexto, que densificara o cohesione, y de cuerpo, a la atmósfera. Esa es la principal característica de los guiones vertebrados por Dauberman, que alcanzan su cota más inconsistente, o deja más en evidencia la gratuidad de sus hechuras, en The nun: Juego al amago, y dejo para el final el más ostentoso despliegue pirotécnico. Es un cine fundamentado en las escenas, en los fragmentos, como si la narración fuera una sucesión de cortometrajes. Y hay que reconocerle a Muschietti que sí demuestra su talento de modo intermitente. La misma secuencia inicial pre créditos de Mama casi se podría calificar como un espléndido cortometraje en sí mismo. Con ambos capítulos de It utiliza parecida plantilla, e incurre en semejantes deficiencias. Y son también las características definitorias de la esclerosis narrativa que padece La maldición, que es una producción de Sony en cuyo guión no participa Dauberman. Lo cual señala como es una infección que se extiende al propio género de terror, o a las formulas en las que, en general, parece, cual casa maldita, atrapado.
Pesce parecía desmarcarse de esas convenciones en sus dos obras previas, The eyes of my mother (2017) y Pierceng (2018). Parecían decantarse por un formalismo que primaba el juego con las texturas y las referencias estilisticas, en un territorio abstracto que intentara hacerse eco de unos desajustes mentales. Piercing, en concreto, parecía responder al desquiciamiento de un padre primerizo. La narración se define por la desfiguración y la distorsión, de cuerpo y mente. Un espacio incierto, como señalan un horizonte urbano que no oculta su condición de decorado. Un hombre decide matar a una prostituta, pero esta también padece su particular trastorno, derivando la narración en un enrarecimiento, no carente de distanciamiento irónico. El grafismo de los títulos de crédito, la banda sonora, el tratamiento cromático, nos traslada al espacio imaginario del cine de los setenta, en concreto el giallo, con el cual también colindaba cierto vaciamiento narrativo de su opera prima. No hay desarrollo psicológico, sino cuerpos que responden a una mente desajustada y trastornada. En ese sentido, no desentona su última película, aunque deje la sensación en unas y otras de que se queda en esbozo de su planteamiento abstracto, sea éste más liviano o complejo. La diferencia es el planteamiento de apariencia heterodoxa de las dos primeras, más bien juego formal, y la sumisión a las convenciones predominantes en La maldición,
Al respecto, es revelador cómo, probablemente, por no ajustarse a esas coordenadas convencionales, fuera la razón de que Fukunaga quedara fuera del proyecto de It, por querer plantear un enfoque más bien heterodoxo. Por eso, el primer capítulo de It se desmarcaba, en cierto grado, en que disponía de un desarrollo más singularizado de sus personajes (por lo menos, el puntual tratamiento de la sexualidad emergente, los apuntes más sugerentes de la película). Andy Muschietti, director de ambas partes de It, declaró que ese aspecto, la caracterización de los personajes, es el que mantuvo del planteamiento de Fukunaga, y sus aportaciones se enfocaron más hacia Pennywise o las situaciones, es decir la parafernalia, las cualidades distintivas de la figura terrorífica. Consideró que no se sacaba el provecho adecuado a la facultad de cambio de formas de Pennywise, cualidad más en consonancia con la posibilidad narrativa de la sucesión de números circenses, por lo que potenció más esa capacidad, lo que dota a la narración de una apariencia de variación aunque se ajuste a un molde definido por la restricción y la repetición. Annabelle vuelve a casa lo ejemplificaba una vez más: un escenario con varias figuras siniestras que, por turnos, toman el relevo en la sucesión de sustos, o amagos de amenaza, sin que nunca, en cada pasaje, se culmine la amenaza letal. Y La maldición incurre en los mismos defectos, con la figura femenina de melena profusa como emblema, que se convirtió en marca de fábrica de la franquicia La maldición, de la cual esta es la cuarta entrega estadounidense, dos dirigidas, en el 2004 y 2006, por quien había dirigido la original producción japonesa en el 2002, Takashi Shimizu, y la tercera por Toby Wilkins en el 2009. ¿Por qué once años entre esta y la cuarta? Esto nos lleva a la tendencia a actualizar precedentes del género de terror. Se han rebañado las de los setenta y ochenta, así que ¿por qué no recurrir a otra más reciente?
Todo es cuestión de fórmulas y algoritmos para los que gestionan la industria. Si algo tiene éxito, se sigue esa dirección hasta exprimir y agotar sus variantes. Desde la exitosa nueva versión de La matanza de Texas, de Marcus Nispel, en 2003, se fue incrementando, paulatinamente, la producción de revisitaciones (o actualizaciones de aplicaciones ya desfasadas de películas de terror de aquel periodo) con Amanecer de los muertos, 2004, de Zack Snyder, La morada del miedo (Terror in Amityville), 2005, de Andrew Douglas, Terror en la niebla, 2005, de Rupert Wainwright, La colina tiene ojos, 2006, de Alexandre Aja, Cuando llama un extraño, 2006, de Simon West, Negra navidad, 2006, de Glen Morgan, La profecía, 2006, de John Moore, Wicker man, 2006, de Neil LaBute, Halloween: el origen, 2007, de Rob Zombie, Carretera al infierno, 2007, de Dave Meyers, Invasion, 2007, de Oliver Hirschbigel, Una noche para morir (Prom night), 2008, de Nelson B McCormick, Abril sangriento (April's fool day), 2008, de Mitchell Altieri y Phil Flores, Viernes 13, 2009, de Marcus Nispel, La última casa a la izquierda, 2009, de Denis Iliadis, Hermandad de sangre, 2009, de Sterward Hendler, y El padrastro, 2009, de Nelson McCormick. Y ese mismo año se pondría en marcha la producción de San Valentín sangriento, 2010, de Patrick Lussier, Pesadilla en Elm street, 2010, de Samuel Bayer, The crazies, 2010, de Breck Eisner, Piraña 3 D, 2010, de Alexander Aja, Escupiré sobre vuestra tumba, 2010, de Steven R Monroe, o No tengas miedo a la oscuridad, 2010, de Troy Nixie.
No finalizó ahí la fiebre, aunque gradualmente haya ya decrecido el número de producciones (por lógica porque cada vez quedan menos producciones que rehacer): Noche de miedo, 2011, de Craig Gillespie, La cosa, 2011, de Mathijs Van Heijningen, Silent house, 2011, de Chris Kentis y Laura Lau, Maniac, 2012, de Franck Khalfoun, Noche de paz, noche de muerte (Silent night), 2012, de Steven C Miller, Carrie, 2013, de Kimberly Pierce, Posesión infernal, 2013, de Fede Alvarez, Poltergeist, 2015, de Gil Kenan, Toc Toc, 2015, de Eli Roth, Los cazafantasmas, 2016, de Paul Feig, Enganchados a la muerte (Flatliners), 2017, de Niels Arden Oplev, La noche de Halloween, 2018, de David Gordon Green, Suspiria, 2018, de Luca Guadagnino, Muñeco diabólico, 2019, de Lars Klevberg o Cementerio de animales, 2019, de Denis Wydmaier y Kevin Kolsch. ¿El motivo de este alud de actualizaciones? Desde la perspectiva industrial el aprovechamiento de la posible ignorancia de las nuevas generaciones sobre aquellas obras, ya que los jóvenes son proporcionalmente los más recurrentes espectadores en la salas de cine. Por añadidura, se haya visto o no la versión previa, influye el atractivo que implica el concepto de actualización, se ajuste más al original o se distancie como variación, ya que potencialmente se verá favorecida, mejorada en sus prestaciones o complementos, por la evolución en la técnica cinematográfica, en los efectos visuales o de maquillaje, ya que el efecto es el reclamo fundamental. ¿Para qué revisar una versión antigua si los efectos seguramente serán más impactantes o veraces, acorde a la digitalización de nuestra relación con la pantalla de la realidad? No importa demasiado la sustancia, por eso se repiten las mismas formulas con tanta persistencia. La idea de realizar una nueva adaptación de It, publicada en 1986, se gestó en el 2009, en pleno apogeo de nuevas versiones de películas de terror de los setenta y, sobre todo, ochenta. Con respecto a La maldición, se planteó en el 2013, como se ha hecho con otras franquicias (de terror o superhéroes), no versionar las ya realizadas sino crear una línea paralela con otro inicio. Aunque, al final, La maldición, según su director, es una secuela entre la primera y la segunda. Filigranas sobre el vacío.
Precisamente, en términos de sustancia, las nuevas versiones o variaciones, en general, son muchos menos sugerentes. No es que el término medio de las obras pretéritas fuera tampoco particularmente destacable, pero algunas sí me parecen excelentes, La cosa, La profecía o La noche de Halloween, o notables, como La niebla, El hombre de mimbre o la segunda versión de La invasión de ladrones de cuerpos. No carecían de interés, aun irregulares, Pesadilla en Elm Street, Carretera al infierno, El padrastro, o incluso Poltergeist o Noche de miedo. Pero otras que adquirieron el estatus de obras de culto, considero que están muy sobrevaloradas, como La matanza de Texas, no más que discreta, la indigesta Carrie, un torpe y efectista gran guiñol, como también lo era Posesión infernal, o la histérica Suspiria, superada en despropósito por el tramo final de la versión realizada por Guadagnino. Ciertamente, el nivel cualitativo medio de las versiones recientes es notablemente inferior. No hay ninguna que roce la excelencia. Las más estimables, con momentos notables, me parecen Amanecer de los muertos, Cementerio de animales y La noche de Halloween, de David Gordon Green, y con interés parcial, La colina tiene ojos, Wicker man, Invasion, The crazies, Muñeco diabólico o La cosa. La maldición (2020), más bien, es una película que invita a pensar en la película que hubiera sido si no se hubiera priorizado la parafernalia, el fetiche, el fragmento, en detrimento de la exploración de una fractura emocional, para la que contaba, además, con una excelente actriz como Andrea Riserborough.
It y La maldición coinciden en desaprovechar un sustancioso substrato. En It, tras la excelente secuencia previa que ya define la amenaza, y su condición letal, de Pennywise (Bill Skasgaard), se suceden durante casi dos tercios de la narración secuencias en las que algún personaje es amenazado por Pennywise. De acuerdo a esa narrativa del amago y el aplazamiento, la amenaza no se culmina, a diferencia de la secuencia inicial, con la muerte, excepto una, con un personaje irrelevante, Patrick, uno de los cuatro adolescentes que abusan de Ben, uno de los siete integrantes de 13 años, seis chicos y una chica, del Club de Perdedores. Las otras amenazas son truncadas por la aparición imprevista de otros personajes, como la que sufre Mike en la puerta del matadero o Ben en la biblioteca. Otras se suspenden sin motivo alguno como si las amenazas se culminaran o no a capricho de Pennywise (o del guionista), como las que sufren Beverly en el cuarto de baño de su casa o Eddie en la casa abandonada (o en esta, posteriormente, cuando se interna todo el grupo, el instante en que Pennywise demora o dilata la amenaza el mordisco sobre Eddie). Por lo tanto, el interés se restringe a la habilidad con que estén desarrolladas cada una de las secuencias, es decir, el ingenio de cada fragmento (destacaría el uso de la pintura de Modigliani). No se difumina el sugerente substrato (Pennywise aparece acorde a la naturaleza de cada miedo: la hipocondría de Eddie; el abuso sexual que sufre Bev, unido a sus primeras menstruaciones: la naturalidad de la expresión del deseo interferida o enturbiada por la corrupta imposición; la soledad que maquilla el refugio de la biblioteca para Ben; la repulsa de Mike con respecto a su trabajo en el matadero combinado con el trauma de la muerte de sus padres en un incendio¨la confrontación de la muerte o la pérdida; el sentimiento de culpa de Bill...), pero tampoco desarrolla su potencial. Adquieren más relevancia los sugerentes escenarios que los conflictos de los personajes, entre ellos, o los que sufre cada uno de ellos consigo mismo o con alguien de su entorno. Es un buen detalle que tanto el abusón como Pennywise desaparezcan, se precipiten o abismen, en un pozo, pero la turbiedad sustancial se diluye en la parafernalia. Muchos personajes abusan y otros, que desearían flotar inmunes al sufrimiento, tienen miedo, pero en última instancia prima más la revelancia del accesorio, el impacto del fragmento, que la sustancia.
¿Varia demasiado el escenario en It chapter two (2019), o es más de lo mismo, pero en vez de durante dos horas y cuarto, durante dos horas y cincuenta minutos? Una vez más, el inicio o planteamiento es prometedor. Se nos sitúa en esa circunstancia en la que un adulto, en esa edad intermedia que bordea los cuarenta, se plantea, de modo más acusado, qué ha hecho con su vida, si se ha ajustado a las expectativas, si ha modificado o corregido lo que le hacía sentir más vulnerable o carente, si su vida aún está en proceso, en proyecto, o ha concluido (porque se supone que ya se debe tener la vida configurada, ya que, pronto, comenzará a ir en descenso, a deteriorarse) como se deseaba, o más bien se siente que quedan demasiados flecos sueltos, emociones no resueltas o truncadas, aspiraciones no realizadas, si más bien se ha tendido a repetir los errores.
Bill (James McAvoy) es escritor, guionista. Nos lo presentan ante una página en blanco, durante un rodaje. Nos lo presentan vacilante. Le cuestionan que sus finales, en general, sean insatisfactorios, necesitados de mejora. Bill no cree en los finales cerrados, quizá porque siente que su vida no se ha perfilado como esperaba. Una página en blanco que nunca rellena como desearía. Es una vida aún en construcción, pero no porque la sienta aún en progreso sino porque no ha sabido definirse su arquitectura, su guión, como si estuviera horadada por brechas que siente pero no se ve capaz de afrontar o resolver. Su tartamudeo parece que se extiende a su vacilación permanente. Se puede decir que es equiparable al hecho de que ha olvidado su niñez, y en concreto, la experiencia que sufrieron los siete amigos del club de perdedores. Aunque no es algo que solo le haya ocurrido a él.
En la secuencia inicial, la voz en off de Mike (Isaiah Mustafa) apunta que se tiende a recordar lo que se prefiere recordar, como quien perfila la película deseada con la antología de los momentos más destacados que vivió y deja de lado las experiencias menos gratas o simplemente la vertiente rutinaria. Pero en algunos casos es tan poderoso, o más, lo que se quiere olvidar. Ese es el camino que dirige a la negación. Extraes de tu memoria algo, y quizás recaigas en lo mismo. Bev (Jessica Chastain), por ejemplo, se ha casado con alguien que repite el patrón de su padre, alguien que quiere imponerse a su voluntad, alguien que tiende al abuso o uso de la vioencia, a querer anularla. Ben (Jay Ryan) no es ya un chico obeso, que se sentía aislado, rechazado por el resto, sino alguien que ha erigido una vida de acuerdo a cómo quiere verse o sentirse. Es arquitecto, de hecho, y ahora su cuerpo de caracteriza por sus marcados abdominales. Parece que ha confeccionado un escenario ideal, la pantalla en la que quiere verse, pero sigue sintiéndose igual de solo, y aún añora, veintisiete años después, a Bev, a quien aún sigue amando. Eddie (James Ransone) en consonancia con su maniática hipocondría es analista de riesgos. La mente hecha cuadrícula que sigue sin asumir los imprevistos, los accidentes o las contrariedades como componentes, posibilidades, de la dinámica de vida. Charlie (Bill Hader), cómico de éxito, enmascara en la coraza de sus ocurrencias humorísticas sus frustraciones o emociones no expresadas, más bien retenidas y reprimidas, en buena medida por los condicionantes sociales, tendentes a la discriminación o estigmatización, a los que se ha plegado.
Mike es el único que ha permanecido en Derry durante los veintisiete años que han transcurrido de su enfrentamiento a Pennywise. Quizá porque es excepción en un entorno, lo que ha determinado que se afiance de modo más firme en lo que es. Es un afroamericano en un entorno primordialmente blanco. Es alguien que sabe lo que es sentirse expuesto al desprecio o a la humillación, o simplemente sentirse diferente, como una nota discordante en una pintura. Si te sientes objeto de irrisión, humillación, si tienes miedo de expresar lo que realmente sientes o deseas, por sentirte estigmatizado, sea porque haya quienes sienten que alguien, por ser gordo, homosexual, negro, merece cualquiera de esas consideraciones despectivas, te ves expuesto al miedo de sentirte nada, de dejarte ahogar por la vergüenza. La imposición por la vía del miedo, tan extendida aún en nuestros tiempos, es el instrumento que anula, y te hace sentir que empequeñeces. Te puedes sentir, como nota discordante, un payaso, alguien ridículo, una anomalía que no merece respeto ni consideración. Una monstruosidad patética. En la secuencia introductoria de It chapter two, Adrian (Xavier Dolan) es apalizado brutalmente porque simplemente cinco chicos desprecian que sea homosexual, por lo que no aceptan que muestre su afecto, en público, a su pareja. De esa inflexibilidad, de esa violencia impositiva, es el reflejo siniestro Pennywise. No es cuestión de sentir miedo ante quien quiere abusar o imponerse a ti, sea un padre, o alguien que no acepte, sino más bien desprecie, tu condición étnica, tu tendencia sexual o tu constitución física. No hay que sentirse pequeño, impotente, sino sentir la pequeñez de sus mentes restringidas, de su mezquindad.
De nuevo, Muschietti y Dauberman nos ponen en situación, delinean el presente de unos personajes, que evidencian en su estancamiento que no han progresado, sino que por el olvido y la negación, aún conservan los mismos espacios estancos turbios en su interior, en las alcantarillas de su mente. Se percibe, en las secuencias iniciales, el desvalimiento y la fragilidad de los personajes, cómo aún son figuras a la deriva, en un grado u otro. En su reencuentro se palpa lo no dicho o expresado en el pasado, lo que se ha apartado en la mente, lo que suscita la confrontación con quienes se gestó un vínculo poderoso en la infancia, cuando quizá más bien sientan que son frágiles los vínculos que han generado en el presente. Pero la irrupción de la pirotecnia de efectos visuales en la secuencia del reencuentro, en el restaurante oriental, ya anuncia qué primará en la narración. Más que el desarrollo de los personajes, la predominancia del efecto.
Como en la anterior, se suceden las secuencias en las que, por turnos, los personajes sufren sobresaltos por la reaparición de Pennywise. Se combinan tiempos pasado y presente, lo que evidencia cómo realmente aún siguen detenidos en aquel pretérito, cómo su presente se define sobre todo por la tristeza o la soledad o el autoengaño, pero no desarrolla la dimensión dramática que esboza. Hay un par de notables secuencias, dotadas de cierta atmósfera perturbadora, que exponen la capacidad letal de Pennywise. Ambas relacionadas con niños, lo que ya define lo que los protagonistas han perdido de vista en sí mismos: una secuencia, de modo elocuente, acontece entre espejos de una atracción de feria: la infancia es el espejo que evidencia su presente desprovisto: de hecho, en las secuencias finales los adultos supervivientes miran el reflejo de sí mismos, con 13 años, en la vitrina de un escaparate. Pero en general abundan las secuencias que tienden al amago.
Hay algún par de planos en los que hace ingenioso uso de la profundidad de campo, para sugerir o anunciar una amenaza, pero, en general, tiende más a la pirotecnia explícita, lo que neutraliza, gradualmente, la vertiente turbia o emponzoñada. Queda el despliegue de accesorios, de efectos visuales, de maquillaje, o decorados, conjugado con el apabullante estruendo del sonido (en busca del sobresalto más bien por el equivalente de un fuerte puertazo), pero tampoco destacan ni por la singularidad ni por el ingenio. Pierde de vista, pronto, el potencial dramático de los diferentes conflictos de los personajes, e incluso se podría decir que desperdicia sus posibilidades, sobre todo en el caso de Bill, Bev o Charlie. Por ello, la supuesta catarsis final, en el mismo escenario que la obra previa, más bien suscitó mi indiferencia. Y lo mismo ocurre en La maldición, en la que además se incurre en la convención del sobresalto final que corrige lo que se creía la conclusión. Una última pirueta para evidenciar que se había perdido de vista el posible desarrollo dramático esbozado. Una vez más, prima el repertorio sobre la sustancia.
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