domingo, 29 de diciembre de 2019
El oficial y el espía
En La vida de Emile Zola (The life of Emile Zola, 1937), de William Dieterle, un primerísmo plano rompe la tónica de la planificación, no sólo de la secuencia, sino de toda la película. Es como un puñetazo desde las vísceras. Emile Zola (Paul Muni) se vuelve, tras que el juez haya dado su veredicto, y contempla las alborozadas muestras de júbilo de los asistentes por la ratificación del veredicto de culpabilidad en el nuevo juicio contra el capitán Alfred Dreyfus, y escupe: Canibales. Cuatro años antes, en 1894, las altas instancias militares, al descubrir que alguien, dentro de esa institución, pasaba información de documentos secretos al enemigo, a Alemania, habían decidido elegir un chivo expiatorio, y qué mejor que un judío. Como dice un alto cargo, qué raro que un judío hubiera alcanzado un importante rango. Dreyfus fue condenado y enviado a la desolada Isla del diablo, en la Guayana francesa, recluido en una celda, encadenado por la noche a su cama. Su esposa no cejó de luchar para que fuera reconocida la inocencia de su marido, y al fin consiguió sensibilizar a Zola para que se involucrara, y lanzara, a través de la prensa, su famoso Yo acuso contra los abusos y las inconsistencias de los poderes fácticos. Lo que llevó a su participación en el nuevo citado juicio, en el que los mismos jueces imposibilitaron que pudiera utilizar, para la defensa, testigo alguno relacionado con el caso Dreyfus, y cuyo veredicto implico que Zola fuera acusado de injurias y condenado a un año de cárcel, por lo que decidiría abandonar el país y asentarse en Londres desde donde proseguiría la lucha para que el nombre de Dreyfus fuera rehabilitado. Se le concedió el indulto en 1898, dada su precaria salud, pero no se le reconocería su inocencia hasta 1906, reintegrándosele en el ejército con el rango de comandante. El caso Dreyfus se convirtió en todo un epítome de las aberraciones que pueden realizarse en nombre de la razón de Estado (la reciente The report, de Scott Z Burns, incide en las aberraciones, en concreto, torturas, justificadas por parte de la CIA en su lucha contra el terrorismo).
La película de Dieterle intentaba también concienciar en su tiempo con respecto a lo que estaba ocurriendo en Alemania, pero LA Warner, entre la cautela y la conveniencia, instó a que se mencionara lo menos posible la palabra judío. Ya el Código de censura instaurado tres años antes establecía que no se podía mencionar la palabra judío más de tres veces. De hecho, sólo en una ocasión se utilizaba durante la narración (ya después de la guerra varias producciones arrearon contra el antisemitismo engarfiado en la sociedad estadounidense). No se estrenaría en España, Italia, Polonia, Canada o Alemania, y sería mutilada en Grecia. En Francia se estrenaría en 1952 con 27 minutos amputados de su metraje. No se estrenaría íntegra hasta cuarenta años después.
Roman Polanski, en El oficial y el espía (J’acusse, 2019), opta por otro ángulo de enfoque, otra dirección. No lo hace a través de la perspectiva de la indignación del intelectual concienciado (en concreto, del intelectual que se desprende del apoltronamiento para reenfocar su relación con la realidad, la sociedad, y recuperar su compromiso mediante la acción concienciada). Lo hace a través de una figura integrada en el mismo sistema, el oficial a cargo del contraespionaje, Picquart (Jean Dujardin), implicado, aunque de modo periférico, en el juicio a Dreyfus (Louis Garrel). Su reenfoque particular se produce dos años después con el descubrimiento de que la principal prueba incriminatoria, la identificación por un grafólogo de la letra de Dreyfus en la carta que evidenciaba la traición, carecía de fundamento. La identificación había sido errónea. Aunque descubrirá, paulatinamente, que no fue el error lo que tuvo más peso en la decisión condenatoria sino la conveniencia. Más que negligencia, interés en que fuera el chivo expiatorio. Comprenderá que cada uno de sus superiores apoya tal decisión y no tienen interés alguno en que se rectifique el error judicial para que el condenado recupere la libertad porque importa ante todo la imagen conveniente, la imagen que los que rigen el gobierno quieren proyectar. Picquart es una pieza, un peón, en el engranaje, por lo que será trasladado, de puesto en puesto, por diversos países, lejanos, como medida disciplinaria disimulada en mor de lo conveniente.
Pero Picquart se diferencia en un aspecto con respecto al resto. Es una figura integrada en un sistema o engranaje, el cual no cuestiona como estructura, pero no acepta el error, la imprecisión. No se ajusta a lo que debería ser. No es su noción de lo que debe ser la práctica militar. Más que la injusticia le importa la falta, en cuanto inexactitud. Por eso, persiste, y también colabora con la familia de Dreyfus y Zola en el nuevo juicio de 1898. Para realizar la corrección pertinente. Pero nada modificó su condición de figura integrada en un sistema. Aunque fuera, como Dreyfus, condenado a prisión, en su caso un año, y degradado, tras ser rehabilitado, también en 1906, con el cargo de general, sería nombrado ministro de guerra tres meses después. Es la última nota de un absurdo que rima con aberración. El chivo expiatorio y el oficial degradado por enfrentarse al sistema disponen de posición de poder, e incluso discuten sobre el grado que debería detentar Dreyfus, quien cree que debería superior. Polanski, de este modo, señala, o abre en canal, la inconsistencia sustancial del género humano. No se diferencia tampoco de la conclusión desoladora, o demoledora, de El escritor (2010). En aquel caso, en fuera de campo, se consignaba, la neutralización o eliminación de quien podía poner en evidencia las abyecciones de los estamentos del poder. En este caso, en campo, queda evidenciado como se reintegran sin pesar ni conflicto alguno. No se hace necesaria la neutralización alguna porque ya eran peones integrados aunque sufrieran la pasajera contrariedad de verse fuera del engranaje (o de sus circuitos principales; al fin y al cabo, anatemizados, marginados o inhabilitados seguían siendo piezas del sistema).
La estructura narrativa es también la de un engranaje, fluido y bien engrasado. Narra la sucesión de acciones como procedimientos. Con una distancia que enfoca sobre todo en unos seres desvitalizados, cual figuras de un universo que parece generado por un taxidermista. La presencia misma de la música es escasa. No Hay demasiado matices en la caracterización de los diversos personajes. Picquart adquiere la condición de personaje conductor, como lo era el detective Gittes en Chinatown (1974), en la que también se desentrañaba la corrupción de un sistema en su sentido más amplio. Los Ángeles o París, una sociedad u otra, un sistema de poder u otro, caciquismo financiero o militares y políticos en connivencia. Gittes afronta que es nada, una figura periférica en el engranaje. Picquart y Dreyfus se reintegran en el escenario, como quien se sube a otro viaje del tiovivo, como si nada hubiera ocurrido. Corregido el error pueden seguir cumpliendo con su función en el engranaje. No parece que se diferencie mucho protestar por una injusta condena en prisión que por no detentar el rango que se cree debería detentar. Es lo que tiene ser un mecanismo con forma humana. Por parte de Polanski es otra forma de soltar un Yo acuso, aunque en este caso, pese a que algunos insistan, no en relación a su propia condición de perseguido judicial (y social por los adalides de la corrección), sino en cuanto a qué somos, aún hoy, como mecanismos con forma humana que fácilmente estigmatizamos o condenamos a otros por conveniencia, agenda o mero desenfoque.
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