jueves, 8 de agosto de 2019
Justa venganza (Raw deal)
Una venganza que se convierte en rescate, unos barrotes que no se desvanecen con la fuga sino que se transforman en niebla. Justa venganza (Raw deal, 1948), magistral obra de Anthony Mann, es una narración que fluctúa, como la propia imagen de Sullivan (Dennis O’Keefe), como sus afectos entre las dos mujeres que le acompañan en una fuga que parece siempre nocturna, Pat (Claire Trevor) y Ann (Marsha Hunt. Una, Pat, entregada, enamorada, es quien le ayuda a realizar la fuga. Su voz en off surca la narración como una herida abierta, como la voz de un fantasma que aún piensa que puede despertar, voz alfombrada por el estremecedor sonido del theremin (magnífica banda sonora de Paul Satwell). Es el temblor de una derrota, de una decepción anunciada. Un centro de gravedad que es espiral, recordatorio de que no se elevará vuelo, de que los barcos ni los sueños zarparán. Sus intervenciones en el relato, las irrupciones de su perspectiva subjetiva, actúan como interludios, como brechas. Otra fluctuación, entre el relato externo y la implicación subjetiva, su desencuentro. La otra mujer, Anna, no participa en la fuga por su voluntad, es forzada a acompañarles porque sino avisaría a la policía. Si Pat es una mujer entregada, Ann piensa que Sullivan debería entregarse. Para Pat él es luz, horizonte, para Ann, sombra, amenaza. Para Pat es la lumbre que puede hacer habitable la intemperie, el abrazo que hace confiar en un futuro. Para Ann, la mirada oscurecida como un cañón de revolver, un puño crispado.
Los diálogos (de John C Higgins y Leopold Atlas) son como llamaradas: Ann pregunta qué fue de aquel niño de doce años que salvó a otros niños en un incendio. Sullivan replica que quizás siga envuelto en otros incendios, quizá se haya hecho bombero, o puede que se consumiera en las llamas. Aquel niño desapareció porque cuando cumplió 16 años tenía hambre. Durante buena parte del relato, Ann no ve aquel niño en el hombre presente, en su rostro sólo ve la crispación de quien puede sembrar muerte. No es capaz de discernir en su expresión el temblor magullado de la empatía, que aún es capaz de reconocerse en la desesperación del acosado, como cuando, desafiando toda prudencia, Sullivan permite entrar en la casa donde se refugian a un delincuente que es perseguido en el bosque por la policía. Anna no ve el rostro interior quemado de Sullivan. No ve un rostro sino una ilusión inmovilizada por un taxidermista, el del corrupto mundo de los adultos, el de la crueldad gratuita, el del gangster Coyle (Raymond Burr), que es capaz de arrojar, porque se siente contrariado, un soufflé en llamas sobre una chica (antecedente de la acción con el café hirviendo de Lee Marvin sobre Gloria Grahame en otra de las obras maestras del noir, Los sobornados, 1953, de Fritz Lang). En un salón dominado por figuras disecadas, Ann cruzará el umbral que posibilite que vea con la mirada de Sullivan, cuando ella dispare un arma para salvarle. Apretar un gatillo puede deberse a variadas razones. Una bala también puede rescatar.
Pocas asociaciones creativas son parangonables en logros a la de Mann con el director de fotografía John Alton (y no sólo dentro del noir), que alcanza su zenit en los pasajes finales, en una de las secuencias más extraordinaria que ha deparado el cine: En un camarote que parece preñado de sombras, Sullivan y Pat esperan que zarpe el barco que les posibilitará dejar atrás un mundo de decepciones y crueldades. Sullivan, incluso, se olvida de su deseo de venganza, y del dinero que le debe Coyle. Pat no le ha dicho que Coyle tiene retenida a Ann, y que si no aparece antes de las 12 30 la matará. Y sólo quedan quince minutos. Sullivan, de espaldas, en sombras, mira hacia afuera; al fondo se perfila un puente, el que simbólicamente cruzará para iniciar una nueva vida, mientras comparte con Pat sus anhelos de por fin tener una vida corriente, pacifica, una vida de gestaciones, de siembra, de hijos, una vida con la luz que se le hurtado porque ha tenido que vagar en las sombras para poder comer. Los contraplanos encuadran a Pat con el reloj al fondo del plano, su rostro tensado como parece el discurrir del tiempo, como si las agujas se clavarán en su piel, como si ya fuera ese mismo paso del tiempo, reflejado en ese poderoso plano de su rostro encuadrado en el reflejo del cristal del reloj. Su voz interior intenta conjurar esa agonía cuando clama en su interior que deje de hablar, porque además está diciendo lo que siempre ha querido escuchar, pero su conciencia supera a su deseo, y le confiesa lo que había omitido. La niebla y las llamas son la ambientación del enfrentamiento final. Sombras en una realidad difusa dominada por emociones que simplemente queman, o se abrasan con la desesperación y la frustración. Hay muertes que pueden ser recibidas con una expresión de felicidad en el rostro, como si ya no existieran los barrotes. Sólo la niebla.
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