sábado, 10 de agosto de 2019
Johnny Apollo
Resulta difícil encajar Johnny Apollo (1940), de Henry Hathaway, en un género, como ocurre ese mismo año con la esplendida El pastor de las colinas. Este es un western poco convencional, más bien un drama en un característico espacio del género ( por añadidura, tampoco muy habitual, las montañas), que linda con el gótico. Johnny Apollo, con guión de Philip Dunne, quien reescribió el de Roland Brown, parece que se trama sobre los mimbres del cine de gangsters, pero transciende sus convenciones, derivando en uno de esos procesos de conocimiento, o aprendizaje vital, frecuentes en el cine de Hathaway. Y en una compleja mirada, como El pastor de las colinas, sobre las relaciones paterno-filiales ( o la decepción y el resentimiento). Robert Cain (Edward Arnold), un broker de Wall Street, es condenado, entre cinco y diez años de cárcel, por malversaciones, esos procedimientos bajo alfombra que se justifican en esa lid competitiva que era y es aún este sistema económico capitalista: lo que le singulariza con respecto a otros practicantes de esa pragmática actitud es que a él le pillan. Pero la injusta entraña del sistema queda evidenciada en lo que le dice otro condenado: a mi por sólo robar un tragaperras me condenan a a diez años; o en cómo el gangster Dwyer (Lloyd Nolan), equivalente en el otro lado de Cain, sabe hacer uso artero de los entresijos de la ley; gracias a su abogado, Brennan (Charley Grapewin), logra penas cortas que no superen los dos años. Dwyer no se ajusta al estereotipo de gangster que ya evidencia en sus maneras o características físicas una animalesca y hosca condición amenazante. Se define, de entrada, por su persuasivo encanto, incluso como una distendida alternativa paternal, como se evidencia en la singular secuencia en la que Dwyer corta una chuleta para ponerla en el ojo morado de Bob tras que éste haya realizado el primer trabajo para él. Pero no deja deja de ser, como el falaz sistema económico competitivo, sea en el territorio legal o ilegal, una apariencia amable que se revelará como artera táctica de camuflaje cuando evidencie su crueldad y saña.
El hijo del broker, Bob (Tyrone Power), al que se presenta en otro tipo de competición, de remo, se encontrará de bruces con una realidad que ignoraba, como si su realidad estuviera edificada por unos subterráneos turbios hasta entonces invisibles. Su realidad se trastoca de modo realidad, como si saliera despedido de la que conociera por una repentina explosión. Las deudas de su padre le sitúan en la carencia. Su relación de la realidad pasa de la condición privilegiada, con todos los suministros imaginables, a la intemperie. Como su padre se ha convertido en una mancha para los que son como él, su apellido se torna en maldición o condena. Nadie quiere saber del hijo, porque sienten que les podría infectar por asociación, es decir revelar en la misma condición. Por eso, Bob opta por cambiar de apellido porque ha comprendido que no conseguirá trabajo por su apellido, más bien será rechazado como un apestado. Pero tampoco esa opción funciona en la búsqueda de un empleo legítimo. Al respecto, un afinado empleo del recurso de la Elipsis (ejemplo de esa precisión del arte de Hathaway; eliminar lo accesorio, ir al grano, condensar): la cámara asciende de una placa con el nombre de Robert Thomas, y vemos a Bob trabajando en una mesa en una oficina. Un compañero se acerca para indicarle que le requiere el jefe, el cual le reprocha que haya ocultado su apellido, por lo que le despide. No puede usar su nombre, ni no usarlo. O sí, si es en otras coordenadas, las relacionadas con la actividad en el otro lado, las actividades delictivas. Su nombre en ese otro escenario: Johnny Apollo.
El azar propicia que Dwyer se cruce en su camino. El factor de intersección: el abogado Brennan al que Bob ha ido a visitar por si hay manera de conseguir la condicional de su padre. Su propósito de liberar a su padre se torno en su propia condena. Brennan, fascinante personaje, es un hombre entremedias, como su afición a beber whisky con leche. o su afición a recitar a Shakespeare: cuando más adelante le veamos destruir las botellas de whisky sabremos qué ha tomado una decisión radical: Acudir a la ley para denunciar a Dwyer. Otro ejemplo de la capacidad sintética de Hathaway: Al salir de la comisaría Brennan es sorprendido por Dwyer (quien se había percatado de el significativo detalle de que rompiera las botellas de su adicción); Hathaway mantiene el plano general cuando Brennan lanza a un charco el maletín donde llevaba las pruebas que ha dado al fscal; no hacen falta insertos enfáticos del gesto.
Hay que resaltar el afinado uso del sonido, por ejemplo el de un reloj (el tiempo; las condenas; la dilatación de la distancia entre padre e hijo) en las escenas que transcurren en la zona de visitas en la cárcel. Primero, cuando Bob visita a su padre para animarle porque ve factible que consiga la condicional; pero al marchase, el padre se entera por un guarda que su hijo está relacionado con un gangster: Si el hijo había evidenciado al inicio su decepción y desprecio al saber de los tejemanajes de su padre (aún más cuando este los justifica como parte consustancial del sistema económico competitivo), ahora es el padre el que reacciona del mismo modo con respecto a su hijo ( aunque este lo haga precisamente porque es la única manera que le deja la sociedad para conseguir el dinero necesario). Más tarde será Lucky (Dorothy Lamour, novia de Dwyier pero enamorada de Bob), la que intente convencer al padre de que cambie de actitud. Se esfuerza en hacerle comprender cuál es el auténtico propósito de Bob, y que deje de ver en éste lo que, al fin y al cabo, era él, y ahora intenta negar, olvidar, poraque se ha convertido en alguien íntegro (la ciega obcecación de cruzado del convertido).
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