miércoles, 7 de agosto de 2019
Lola y sus hermanos
Derrumbes, fisuras y la mirada del vaso medio lleno. En cierta secuencia de Lola y sus hermanos (Lola et ses freres), de Jean-Paul Rouve, Pierre (Jose Garcia) pregunta a Antoine (Franc Bruneau), cómo puede estar siempre de buen humor. Nunca está crispado. Ni fuma ni bebe, recursos convencionales de provisional e ilusoria distensión. Antoine contesta que con dieciséis años, por problemas cardíacos, superó una delicada operación de corazón. Desde entonces procura ver las cosas con el vaso medio lleno. Esto se lo comenta mientras ambos se encuentran en el interior de una casa construida con materiales reciclables en medio del bosque. El silencio se extiende como un manto de serenidad. Recursos naturales, talante armonioso. Puedes optar por la negrura cuando tus circunstancias vitales se definen por la precariedad o la contrariedad, o procurar adoptar la actitud positiva, constructiva, que deja de lado inútiles orgullos o la inclinación al tremendismo y la autoinmolación, porque el trayecto más directo siempre será compartir lo que sufres, necesita o sientes. En las primeras secuencias Pierre se encarga de la demolición de dos edificios pero, por alguna causa que ignora, o que no controla, provoca una imprevista fisura en uno de los edificios colindantes que determina su evacuación, y su despido. Los tres hermanos, Pierre, Lola (Ludovine Sagnier) y Benoit (Jean Pierre Rouve), en un momento u otro de la narración, sufrirán alguna fisura en su vida a la que deberán enfrentarse.
Lola ejerce de continúo puente entre sus dos hermanos, quienes definen su relación por las recurrentes colisiones. Incluso, cuando se reúnen los tres, periódicamente, como una rutina, ante la tumba de sus padres, no dejan de discutir. Pierre se dedica a demoler edificios, y tiene cierta facilidad para dinamitar las relaciones con su carácter abrupto, como cuando en las secuencias iniciales, en el brindis de la boda de su hermano, no recuerda el nombre de la novia. Está separado, no sabe afianzar la relación que mantiene, y en la relación con su hijo universitario a veces no se sabe quién es el adulto. Orgullo sí le sobra, por lo que será incapaz de compartir con nadie, ni con sus hermanos ni con su hijo, que ha sido despedido. Aparentará que el edificio de su vida sigue incólume. Benoit es óptico pero en ocasiones no tiene buen ojo, o no sabe calibrar bien sus impresiones o sus palabras, como cuando su esposa, delante de sus hermanos, le notifica que espera un hijo, y su reacción es más desabrida que celebrativa. Tampoco la delicadeza es lo suyo. Por eso, en medio, entre ambos, se encuentra Lola, abogada, acostumbrada por tanto a litigios, quien sí evidencia flexibilidad e inclinación a potenciar la actitud conciliadora, siempre y cuando sea consecuente (no lo es el cliente que no quiere firmar los papeles de divorcio porque aún ama a su esposa, aunque ella afirme que no le soporta desde hace quince años: no importa la buena disposición si no consideras la ajena) . Se puede decir que, en ese triángulo fraternal, es quien porta la actitud más vital y armoniosa, aunque se enfrente a la paradoja de que no puede procrear cuando había encontrado a un hombre, como Zoher (Remzy Bedia), con el que consolidar por fin una relación. Como su hermano Benoit (quien recurre a las gafas oscuras en su fase de pesar), tenderá, en principio, en su conflicto de pareja, al repliegue y la huida, al victimismo y el lamento.
El guión de Rouvé y David Foenkinos combina comedia y drama, el apunte mordaz y el que contrasta con la extrañeza y el absurdo, al fin y al cabo reflejo de las inconsistencias y contradicciones de los personajes, como el detalle de que durante la narración el óptico no logre calibrar el nuevo artilugio con el que gradúa porque las instrucciones vienen en inglés, que ignora ni se esfuerza en traducirlo. Por momentos puede parecer que Lola y sus hermanos se pliega a moldes narrativos, y dramáticos, más convencionales pero, en ocasiones, resuelve ciertos momentos dramáticos, sean de conflicto o de resolución catártica, con ingenio, sea con elíptica concisión o con vibrante intensidad, como la combinación de tiempos cuando un personaje lee la carta de abandono de quien ama. Son destellos que ejercen también de fisura en la narración para dotarla de cierta autenticidad que desmorone oportunamente la amenaza de derrumbe en las convenciones, como la imagen en retroceso de la demolición del edificio. Es una ilusión, pero es la actitud que se erige cuando se mira de frente las fisuras de la vida. Sabiduría de la ilusión (o de la actitud que mira la vida como si el vaso estuviera medio lleno).
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