domingo, 9 de diciembre de 2018
No dejes rastro
La opción de la invisibilidad. No dejar rastro, desvanecerse, apartarse del mundanal ruido. No es sólo la elección de un modo de vida alternarivo, sino un gesto que implica una negación, un cuestionamiento. En estos tiempos en los que tantos necesitan dejar constancia de su dictamen u opinión, con sobreabundancia de remedos de Humpty dumpty en las redes sociales, resulta un gesto subversivo la opción de la invisibilidad, la preferencia por los márgenes (incluso de los propios márgenes). En las secuencias iniciales de No dejes rastro (Leave no trace, 2018), de Debra Granik, adaptación de My abandonment, de Peter Rock, se refleja una armonía, una fusión conciliada entre individuo y entorno: conceptualmente podría equipararse a la que reflejaban en sus primeros compases La delgada línea roja, de Terrence Malick (1998), y su inspiración, Qué verde era mi valle (1941), de John Ford, pero es reveladora, en este caso, la ausencia de la figura de la comunidad. Una célula social básica, aunque incompleta, más bien rota: un padre y una hija adolescente, Will (Ben Foster) y Tom (Thomasin McKenzie). En estos primeros pasajes desconocemos circunstancia o contexto, simplemente somos testigos de esa convivencia armoniosa con un entorno, un bosque, en el que viven con los mínimos elementos. Cultivan, duermen en una tienda de campaña. Aunque llame la atención que realicen simulacros de camuflaje en la vegetación. Pronto sabremos que no realizan una excursión sino que han optado por vivir en esas condiciones, cuando se dirijan a la ciudad más próxima donde adquieren suministro en los comercios. Pronto sabremos que la comunidad no está presente porque el padre ha decidido apartarse de la misma, razón por la que efectúan esos simulacros de camuflaje. No quieren que su presencia sea advertida. No es un espacio en el que se permita ese tipo de asentamiento. Son figuras, por tanto, infractoras, fuera de lugar.
La narración de No dejes rastro se define por la austeridad y la concisión, incluso laconismo, como el del mismo personaje del padre. Un hombre que sufre lo que se denomina trastorno de estrés postraumático, tras su participación en la guerra. Will se expresa a través de sus acciones. Sus palabras son escuetas. Es alguien que ha tomado una decisión, como el animal que capturan y se adapta a su confinamiento para que la tensión de la red con la que se siente cautivo (aunque sea un hogar habilitado en un zona rural en la que, a cambio, tiene que realizar trabajo en una granja) en un momento dado se relaje, y le permita una nueva fuga, una nueva deserción de un modo de vida que no siente como propio, y, aún más, rechaza. Por eso, optó por el abandono. No quiere saber nada de móviles. Es el emblema de una sociedad de falsas conexiones y amplificados rastros en la que no se siente integrado. Para él cualquier comunidad, cualquier relación con esa red social, es una amenaza. Su único vínculo es su hija. Y su opción vital, aparte de a ella, sólo incluye a la propia naturaleza, sin redes ni marañas sociales. La vegetación no es sólo su camuflaje, es su hogar. Pero ¿cuáles son las opciones para su hija?
La narración combina ambas perspectivas, centrada especialmente en la hija. Su amor por su padre entrará en conflicto con una necesidad que su padre no siente. La necesidad de sentirse junto a otros, de relacionarse con algún tipo de comunidad. Sea en esa granja, o en un poblado posterior en el que recalarán para que su padre convalezca de una lesión en una pierna. La narración se despoja de accesorios, con la nitidez que corporeiza un entorno que no dispone de niveles ni compartimentos. La fisicidad, la concreción, que no sabe de virtualidades y simulacros. Bosque, pies que se congelan, troncos, helechos, ramas, la materia que se palpa. Esa concreción se amplía a los personajes. En el semblante de Will se palpa el malestar, su condición de figura en fuga, el rasponazo en sus entrañas del que no se puede desprender, esa necesidad de sentir lo que sabe que es fiable porque es lo que es: una planta, el barro, la lluvia. No quiere saber de otros ruidos. En el entorno social hay que complacer para que te acepten, siempre habrá una transacción. Y estarás numerado, y habrá siempre tramites que cumplimentar. Y alguna violencia que tarde o temprano te pueda afectar con su onda expansiva. Pero en la mirada de su hija, la mirada que se está formando, se percibe el anhelo de conexión, de intercambio que proporcione conocimiento, satisfacciones placenteras, la calidez que suministra el contacto humano, animal, que es generoso, transparente y directo. Hay que películas que hablan de nuestro tiempo con tanto sutilidad como manifiesta elocuencia. La elocuencia de la materia que logras palpar.
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