jueves, 13 de diciembre de 2018
La búsqueda de la felicidad
La dama, la nausea y el unicornio. Tara (Gemma Arterton) siente un desajuste con su vida. En las primeras secuencias de La búsqueda de la felicidad (The escape), de Dominic Savage se hace patente. Sus miradas a la distancia, o a sí misma en el espejo, que es también mirarse en la distancia de lo que no es, y el silencio, roto por las risas de unos niños en la distancia, y en fuera de campo, ese fuera de campo en el que se ha constituido su vida, su cautiverio de vida protegida, estable, con marido, dos hijos, un adosado, y economía desahogada. En las posteriores secuencias se hará manifiesto, y aún más, se sentirá de modo palpable, el malestar que arrasa y se propaga incontenible en las emociones de Tara, aún amordazadas en un doloroso silencio que intenta contener con sonrisas amables, el contraplano de todo va bien, aunque surquen lágrimas sus ojos cuando tiene sexo con su marido, Mark (Dominic Cooper). La música irrumpe de pronto como una sorda distorsión que evidencia lo que las conductas aún no evidencian, o quizá se manifiesten pero de un modo imperceptible para el resto, como cuando Tara detiene sus pasos al salir de la escuela, en la que ha dejado a su hija, como si hubiera perdido el compás de los mismos, o un temblor breve en la comisura de los labios o en su mirada durante una barbacoa en el jardín con otros vecinos y amigos. Ese perturbador diseño sonoro se convierte en el pálpito de las marejadas que se acrecientan y agitan el interior de Tara, hasta que revientan, cuando ya le resulta insoportable una circunstancia en la que se siente infeliz, y desajustada, y ya imposible el disimular su insatisfacción con un esforzado rictus en forma de sonrisa. Y es cuando decide escapar, como indica su título original, The escape.
Si estableciéramos una conversación con una obra pretérita, sería la magistral Siempre estoy sola (1964), de Jack Clayton, adaptación de El devorador de calabazas, de Penelope Mortimer. Su inicio ya evidenciaba también un estado emocional que pauta el desarrollo del relato. En su excepcional introducción, Jo (Anne Bancrofft) vaga como espectro por su casa y jardín, la cámara se desplaza por el espacio, por entre los objetos y muebles. Se nos transmite cómo Jo (Anne Bancrofft) siente su vida como un lugar vacío que la oprime, se sientes extraviada, confusa, siente asfixia como un pez que boquea fuera del agua. Es una mujer pródiga en hijos y maridos, pero que no se siente conectada a la vida, como si no sintiera aire en su interior, sino humo estancado. En La búsqueda de la felicidad, la cámara escruta la mirada dolida que no es vista por quien vive con ella, y duerme a su lado, y se adhiere a ella como si fuera una extensión, su boya de que todo sigue en su sitio. Su expresión de afecto o deseo resulta hasta opresiva, como si fuera una posesión de la que se nutre. Cuando Tara empieza a insinuar su malestar, Mark piensa en primera instancia que tiene que estar relacionado con él, que le afecta a él, que puede ser por su causa, porque ella es la madre y esposa cuya vida discurre sólo en su hogar, y no puede ser por algo que le afecta sólo a ella. Lo que le pase a ella no puede excluirle. En cierto momento, Tara logra expresarle que no tiene vida propia, no hace nada, pero a su marido esa falta le resulta incomprensible. En principio, acepta que necesite hacer algo, pero lo siente cómo algo que le excluye, porque todo lo que haga, siente o piensa ella es como una extensión suya. Cuando ella comparte cómo ha disfrutado dos horas en el centro de Londres, y cómo se plantea estudiar algo relacionado con el arte en una academia, no siente la alegría que le supone a ella, sino que su gesto delata que esa alegría le excluye a él. No puede compartir siquiera entusiasmo por el arte, porque no comprende lo que expresa el libro que ha comprado, por lo que, por añadidura, le hace sentir incapaz, como no le comprende a ella.
El libro de arte se titula La dama y el unicornio, en relación a seis tapices (tejidos en Flandes alrededor de 1500), relacionados con los cinco sentidos, y un sexto, que perdimos, relacionado con el deseo (a mon seul desire/mi particular deseo: lo intransferible, lo que nos singulariza). Ese que a Tara le hace sentir que su vida no le satisface, que no la habita realmente, como si hubiera sido injertada en una vida que no siente como propia. Por eso, siente esa nausea que la corroe, y a la que se enfrenta cuando decide huir de esa vida estructural que siente como cautiverio. Y decide viajar a Francia, al lugar donde se expone ese tapiz, el museo nacional de Moyen Age. Lo que sintió de modo puntual en aquel viaje de dos horas a Londres, sensación que su marido no comprendía y más bien sentía como amenaza, se torna ruptura que desafía. Es la onda expansiva de una explosión largamente contenida, aunque sin dirección definida más allá del impulso que niega, del deseo de sentirse presente en la vida que siente que elige (a mon seul desire). Aunque en ese territorio intermedio de realidad por definir, pueden darse las ilusiones engañosas, en la atracción del deseo, pues lo que parecía una liberación, o la posibilidad de otra vida, un unicornio en forma de fotógrafo (mirada que la singulariza), no es sino el reflejo de sí misma, alguien que quiere ser otro pero no construye sino que se suspende de modo provisional en la ilusión. En la conclusión se evidencia lo que ya insinuaba el principio, lo que el tiempo había larvado, lo que parecía un presente era un futuro que decide ya por fin buscar su propia dirección en la incertidumbre que sabe al menos que es la propia, porque es la que elige.
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