domingo, 25 de noviembre de 2018
The accused
Los seres humanos actúan, aún más que los animales, por reflejos condicionados. También, de modo más acusado que los animales, cuando en su inercia se encuentran con un elemento disonante, con algo que no encaja en el programa, repertorio o escenario habitual tiende a no proseguir con la inercia sino que se interrumpe, pierde paso, con efectos que incluso pueden ser graves para su vida. Es lo que expone en algunas de sus clases la profesora de psicología Wilma Tuttle (excelente Loretta Young), en The accused (1949), de William Dieterle, quien realizó en estos años otras sugerentes propuestas colindantes con el film noir caso de Ciudad en sombras (1950) o Un hombre acusa (1952). En Vivir la vida (1962), de Jean Luc Godard, Brice Parain establecía una jugosa reflexión sobre el pensar (demasiado) a través del relato de la muerte de Porthos en Veinte años después de Alexandre Dumas: Cuando corría para ponerse a salvo, tras poner unos explosivos en unos subterráneos, empezó a interrogarse sobre cómo andamos, cómo ponemos un pie tras otro, lo que le hizo ralentizar su carrera, y que, al producirse la explosión, cayera fatalmente sobre él la bóveda. A Wilma le pierde también su pensamiento, se enreda en sus procesos, como las mismas emociones o deseos la superan, desestabilizando en todo momento el andamiaje de su agudo intelecto, o de su compacto sistema intelectual, resquebrajado al enfrentarse al escarpado acantilado donde las emociones son un indómito maridaje.
La introducción nos sitúa en la agitación de esa resaca, tras la colisión con lo inesperado, el desbocamiento de las pulsiones, a través de la furtiva conducta de Wilma, ocultándose en los arcenes de la carretera, pero tan torpemente (lo que denota que es una circunstancia inusual que además la supera) que cuando un camionero la alude, tan nerviosa está, que se cae. Al llegar a su casa, lo que estaba contenido se manifiesta (no sólo en la desolada expresión de la actriz, sino en detalles como su melena suelta o en el vestuario; desarreglo externo que reflejan el interior): a través de un flashback comprenderemos por qué ese comportamiento furtivo, y ese estado pesaroso, esa deriva cuyos remolinos le han atrapado: ha matado a uno de sus alumnos, el arrogante Perry (Douglas Dick) aun en legitima defensa, cuando se sobrepasaba con ella. Aunque no todo es tan fácil de delimitar. Resulta admirable cómo se efectúa la demolición de las certezas, ya manifiesto en la primera secuencia, en el aula, en la que Dieterle orquesta una sucesión de primeros planos que hacen palpable la corriente eléctrica de deseo que se establece entre ambos. Wilma oscila, como se comprobará en las sucesivas secuencias, entre la atracción y el rechazo hacia lo que siente por Perry, aunque adopte una actitud de consejera o asesora con respecto a sus problemas de conducta; cuando es arrollada, besada, abrazada, por el deseo de Perry, en su rostro vibran muy encontradas sensaciones, desde la desesperación a la repulsión pasando por el gozo, aunque no sea este el que prime cuando le golpee la cabeza con un hierro. Más adelante, otro escenario de violencia (un combate de boxeo en un cuadrilátero) desbocará toda la tensión que ha estado conteniendo, intentando racionalizar y disimular, siendo de nuevo arrollada cuando evoque en el rostro de un boxeador golpeado por un contrincante el rostro de Perry (una secuencia de una violencia abrasiva, casi obscena, a través de unos intensísimos primeros planos).
La realidad, para Wilma, se convierte en un escenario en el que tiene que intentar aparentar ante los demás que no ha perdido pie. Pero la inercia del hábito se ha quebrado, y todo aspecto, por nimio que sea, tiene considerarlo, dilucidar qué es lo más conveniente que tiene que hacer para que nada le implique en el crimen. Tanto se retuercen sus especulaciones que sus emociones la superan ( sus bruscos cambios de conducta emocional; su marcada conducta ciclotímica) y ofuscan sus decisiones (aunque ¿cómo se controlan los reflejos condicionados en una circunstancia que es además novedosa, nunca experimentada?). En ese tambaleante escenario irrumpen dos figuras masculinas que desestabilizarán su equilibrio, uno de modo involuntario, porque se creará una atracción entre ambos, el abogado, y tutor de Perry, Ford (Robert Cummings), y sobre todo el mordaz inspector de policía Dorgan (esplendido Wendell Corey). Mientras que la figura del primero se convierte en una figura intermedia (como la que el mismo Cummings encarnó en Crimen perfecto, 1954, de Alfred Hitchcock), la del policía, con su pragmática lucidez a ras de suelo, con su capacidad intuitiva, se va adueñando de la narración a medida que se va minando el dominio escénico de Wilma (significativamente, en paralelo, afianzándose emocionalmente, porque Ford le propone matrimonio, pese a que intuye que ella mató accidentalmente a Perry). Complemento a Dorgan, otro fascinante personaje, el doctor Romley (Sam Jaffe) con quien Wilma, en una sofocantemente intensa secuencia en el laboratorio de policía, establece una áspera lid dialéctica con respecto a de qué modo deshumanizan los especulativos procesos de investigación. Ella, tan afirmada antes del crimen en los parapetos teóricos, ahora erosionados por las convulsas agitaciones de las emociones, de la culpa, de la indefensión y del miedo, no puede impedir mostrar su ofuscación. De hecho, esta perdida de control emocional, por ser tan excesiva la reacción susceptible, es la que propicia que Dorgan comience a considerarla como sospechosa.
Hay otro aspecto muy sugerente en el planteamiento del guión de Ketti Frings (autora de la novela que inspiró el guión que escribieron Billy Wilder y Charles Brackett para Mitchell Leisen en Si no amaneciera, 1941),que adapta la obra Be Still, My Love (1947), de June Truesdell: Nunca establece certezas de juicio, tanto sobre los actos de Wilma como del policía en su implacable y perseverante demolición de los muros de la profesora ( sin ocultar, por otro lado, su admiración por la mujer). De ahí, ese magnífico final en el que no se explicita cuál es la decisión del jurado sobre la culpabilidad o inocencia de Wilma, aunque se concluya con la elocuente sonrisa irónica de Dorgan cuando afirma al fiscal, tras observar el rostro luminoso (descargado de sombras) de Wilma, que han perdido el juicio.
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