miércoles, 28 de noviembre de 2018
En la muerte de Bernard Bertolucci: el monumentalismo del ego
Su última obra, Tú y yo (2012), me parece su obra más compensada. Dejaba que los personajes respiren, sin querer remarcar tanto la presencia de su mirada, con la cámara u otros juegos narrativos o simbólicos, quizá porque se había ya desprovisto de ínfulas de grandeza, y había optado por mirarse en el espejo sin complacencias, casi como autocorrectivo que era a la vez un revulsivo (sentirse aún con el empuje de los catorce años). Quizá, aunque tuviera ya 73 años, había algo de Bertolucci en el adolescente protagonista, Lorenzo, quien se siente insatisfecho, porque no siente el infinito en su vida, sino la opresión, la asfixia. Deambula por la vida aislado con sus cascos, con los que escucha la música que le reconforta, mientras su gesto se contrae ceñudo, como una persiana cerrada. Se siente atrapado en un hormiguero, como el que contempla admirado, como quien se ensimisma en su cautiverio, en su desgracia, sin darse cuenta de la contradicción. Quizá fuera un reflejo en el que se cuestionaba (no me parece casual que quien atiende al conflictivo Lorenzo en la primera secuencia vaya en sillas de rueda como ya entonces el director). Pese a estar cautivo, inmovilizado físicamente, Bertolucci aún se agitaba vitalmente con lo que representaba la hermana de Lorenzo, Olivia, la intemperie de la vida al desnudo que te mantiene en movimiento, aunque sea siendo sacudido a golpe de oleaje, cayéndote y levantándote de nuevo. Pero ya no sólo como idea, sino como emoción, como vulnerabilidad manifiesta. Parece que los impedimentos físicos, de salud, habían liberado corsés expresivos en Bertolucci. Sentía la intemperie vital de modo más descarnado, ya no tan intelectualizado. Incluso, había espacio para las sutilezas que se dejaban como flecos sueltos. Parecía otro cineasta. Encontraba el cuerpo (dramático) cuando su propio cuerpo ya no funcionaba.
No lo había conseguido en un antecedente, El cielo protector (1990). En los paisajes ( o en su tratamiento caligráfico, como postales) se escurría la emoción desgarrada que anidaba en el conflicto dramático. Sus imágenes no eran sino decorativas celdas de ámbar fósil en las que no se manifestaba ni el ahogo vital de él (de sentir que la vida es como una habitación que te oprime) ni de perdida en la amplitud del infinito de lo posible de ella. En la misma película, se proyectaban dos grandes melodramas franceses, Remordimientos (1939) de Jean Gremillon y Sin destino (1939) de Max Ophuls. La referencia ponía en evidencia las carencias del sucedáneo. Como los cuadros de Francis Bacon en los títulos de crédito de El último tango en París (1972) anunciaban un fracaso: no eran sino la referencia que Bertolucci perseguía hacer cuerpo pero sólo lo lograba encontrar en puntuales momentos gracias a las contorsiones de las emociones (cuerpo) de Marlon Brando. En Novecento (1976) la presencia de Burt Lancaster evocaba el fantasma de El gatopardo (1962), de Luchino Visconti, el modelo al que aspiraba a dar cuerpo, sin conseguirlo. La inflamación de las ideas, que no superaban lo esquemático, enquistadas una vez más en el símbolo, que incluso llegaba a adquirir involuntaria condición de caricatura, y su colisión con una esforzada búsqueda del gran espectáculo, sojuzgaban una vez más a los cuerpos, al temblor de la emoción. Se perdía en la monumentalidad de ideas, como en los decorados, caso de El conformista (1970), que no sólo minimizaban a los personajes (y asfixiaban el alcance dramático): Esa delectación en un alarde de diseño artístico contradecía lo que supuestamente cuestionaba, el ideario (o monumentalismo de ego) fascista a través de su estética.
Su presunción desbocada, como si se sintiera en el (centro del) escenario del gran teatro del mundo, ya había quedado evidente en la ensimismada Antes de la revolución (1964), o cuando quería ser la versión italiana de Godard (véase cómo filma a la actriz; su discontinuidad narrativa, sus citas, incluidas cinéfilas, su combinación de ensayo íntimo y ficción). Quedó cautivo de las acrobacias formales y la predominancia del símbolo, que encontraría uno de sus más burdos ejemplos en el salvavidas que lanza el personaje de Jean Pierre Leaud, y que se hunde en el agua, en El último tango en París, en lo cual también se simbolizaba la ruptura con un referente, el de Godard. Quería sentirse adulto, encontrar su propia voz, su propio nombre. Retrata la soledad del poder en El último emperador (1987), quizá su propia sensación de aislamiento, pero de nuevo se pierde en su ensimismamiento, en la magnificencia de los decorados (su ego), en las meras filigranas estéticas, como la posterior Belleza robada (1996), deshilachado trance de búsquedas sensoriales a través del cuerpo joven de Liv Tyler. Cuerpos jóvenes protagonizaban Soñadores (2002), reflejo de las ideas juveniles, las aspiraciones transgresoras, y transformadoras, que no consiguieron cobrar cuerpo en la sociedad con los movimientos sociales de los sesenta. Parecía la constancia de que la realidad acaba devorando los sueños, a través de ese aislamiento en la caverna platónica en la que se habían atrincherado los tres jóvenes. Para enfrentarse a la realidad (instituida) hay que vivir dentro de ella, y saber relacionarse con ella. Claro que ¿cuál es la manera más adecuada de realizar ese enfrentamiento conociendo los fracasos (de los modelos) del pasado? Esos que llevaron a Bertolucci a extraviarse en la ampulosidad y la agitación de ambiciosas ideas que buscaban denodadamente, y sin éxito, cobrar cuerpo. Hasta Tú yo, porque quizá, por fin, se sentía como Olivia, la liberación que ha salido al mundo, y sigue trastabillándose, errática, pero sin miedo a la intemperie, arriesgándose, expuesta en su vulnerabilidad.
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