sábado, 24 de noviembre de 2018
Christopher Robin ( y el cine de Marc Forster)
Pérdida y conexión. Christopher Robin fue un niño al que su padre, el escritor A.A Milne, convirtió en personaje que compartía historias con Winnie de Pooh. Se hizo adulto, pero parte de él quedó congelada con ese personaje que permanecería como reflejo permanente. En su personaje el tiempo no pasaba, mientras que él sufría su deterioro, como las responsabilidades que debía afrontar en su vida ordinaria de adulto nada tenían que ver con aquellas fantasías que protagonizaba. De hecho, el padre dejó de escribir esos relatos por la abrumadora atención que acaparaba su hijo, y este, ya adulto, se distanciaría de su padre, al que no hablaría durante 30 años, por resentimiento, ya que pensaba que le había utilizado, o más bien explotado, para su beneficio, convirtiendo su infancia en una pesadilla. En Christopher Robin (2018), de Marc Forster, Christopher Robin (Ewan McGregor) es un adulto que se ha anquilosado en la vertiente más desvitalizada de la función adulto, esa que se constituye sobre la pragmática narrativa de la eficiencia, la cumplimentación de una función en la casilla social adjudicada (o permitida). Es padre y marido, pero ante todo hombre, o mecanismo, entregado a su tarea laboral. De hecho, es el responsable del departamento de eficiencia en su empresa. Y, dinámica recurrente en nuestros días (de lo que no deja de ser mordaz reflejo esta espléndida obra) tiene que lidiar con la decisión de a quién de sus compañeros tendrá que despedir porque la dirección de la empresa demanda los consabidos recortes para economizar gastos (y que los que se enriquecen no pierdan ápice de beneficio). Es un esbirro cumplidor de un sistema, que asume los preceptos de su empresa, uno de tantos que definen nuestra sociedad de hoy aunque la acción dramática transcurra en los años posteriores a la II guerra mundial.
Christopher Robin, por tanto, es alguien que olvidó lo que fue en cierto momento, o que se perdió a sí mismo. Lo que pudo ser fue arrinconado por lo que debía ser. Se olvidó de aquel niño que no conocía el lado siniestro de lo que se denomina responsabilidad, y que está más bien asociada con conveniencias y concesiones. Un niño no hace nada, disfruta de lo que su imaginación posibilita. Se olvidó de que no hacer nada no significa perder el tiempo, sino precisamente recuperarlo. Pierdes la noción del tiempo, te enajenas, cuando te conviertes en mecanismo, en eficiencia programada. Se olvidó no sólo de aquel que podía desplegarse en la imaginación, sino de aquel que disponía de la capacidad de empatizar y preocuparse por cómo sienten los otros, empezando por una esposa, Evelyn (Haley Atwell), y una hija, Madeline (Bronte Carmichael), que, sin que lo aperciba, se están distanciando porque él se ha ido distanciando de ellas por la priorización de su función sociolaboral de hombre adulto. Y el pasado, que más bien es dimensión alternativa, la transgresión fantástica que nos confronta con lo que pudiéramos ser, o dejamos de ser, retorna, o aparece, en forma de osito de cuento (como si reaparecieran sus peluches para recordarle cómo se encorvó y arrugó en su interior): de nuevo, otra obra bajo el influjo del Cuento de navidad de Charles Dickens. Los fantasmas del pasado son peluches, no sólo uno, Winnie the Pooh, sino también los compañeros que viven con él en ese otro bosque al que se accede por el interior de un árbol, como quien vuelve a su raíz, o la recuerda antes de haberse convertido en un tronco aserrado que sólo ejerce de funcional mueble. Una realidad paralela que le recuerda lo que puede ser.
La confrontación con la pérdida, y la realización en la interconectividad, recorre la filmografía de Forster. La muerte de un ser querido o próximo, o la muerte de uno mismo (Un grito en la noche, Monster's ball, Quantum of solace, Descubriendo nunca jamás, Tránsito); pero también la muerte en vida, la alienación, el entumecimiento, la pérdida de la actitud empática o impulso vital (Más extraño que la ficción, World war Z, Christopher Robin). Revelador es que su primera obra, Un grito en la noche(2000), se centrara en la colisión entre dos extremos, el nacimiento y la muerte, a través del fallecimiento del recién nacido de la pareja protagonista, por ese síndrome de la muerte súbita del lactante que tanto desconcierto suscita en los propios médicos (resulta difícil encontrar una pauta a tan amplio número de muertes): lo imprevisible, como condición inherente, y lo incomprensible, como posibilidad, definen la sustancia de la vida. Pero también es una obra sobre la interconectividad, o en este caso sobre las falsas conexiones que definen a algunas relaciones sociales, más bien sostenidas sobre la conveniencia o la complaciente avenencia: el distanciamiento de las amigas, como si fuera una apestada, entre la incomodidad y la negación de no querer verla como posible reflejo: no es una de ellas, una madre, y su desgracia les recuerda, como una interferencia, lo que les podría suceder. Su avería como madre se amplía a su condición de perturbación en la película de vida que desean modelar, y en la que la finitud no es parte integrante del guión. Everything put together, o todo colocado en su sitio, es el título original. Sólo sería aceptada en la proyección si quedara de nuevo embarazada, si se ajusta al papel permitido en la ficción consensuada como modelo de vida.
Tránsito (2005), por su parte, es una obra centrada en la misma pérdida, en la confrontación con el tránsito de la muerte (que implica con lo que se mató en la vida: el sentimiento de culpa). En la obra de Forster son recurrentes las conjugaciones de realidad y fantasía, o realidad exterior y mental. En Descubriendo nunca jamás se evidenciaba la distinción entre los escenarios de la realidad y la imaginación. En Más extraño que la ficción el escenario de la realidad y el escenario de la ficción encontrarán una intersección, coincidirán, como si no existiera separación. En Christopher Robin también convergen los personajes del escenario de la imaginación y de la realidad en un escenario que es ambos a la vez, un bosque que es real e imaginario a un mismo tiempo. En Tránsito se amplía la difuminación de los límites (porque no se indica hasta el final que lo narrado puede ser una proyección mental de un personaje accidentado durante los minutos que agoniza), en el hecho de que no se sabe lo que es o no es (de hecho ese personaje se apellida Lethem, que dispone de las mismas letras que Hamlet): Un personaje dirá que los budistas tenían razón desde el principio: el mundo es ilusión. Morir, dormir… ¿dormir? Tal vez soñar, se decía en Hamlet. Más allá de distinciones de vida y muerte, realidad e ilusión, resultará fundamental la confrontación con el limitado control sobre la realidad, con la constitución accidental de la vida. Al final, ¿Sam (Ewan McGregor), el psicólogo en la proyección mental de Lethem, y el doctor que le atiende en el accidente, recuerda a Lili (Naomi Watts), la pintora que es pareja de Sam en la proyección mental, y mujer que ayuda al agonizante, o siente una conexión especial, esa sensación de conocerla, que puede derivar en una relación? ¿Cómo se gesta la realidad, cómo se gestan las conexiones que se establecen? Algo desaparece, algo se gesta: una limitada o insuficiente certeza en la difusa condición de la realidad. Morir será una aventura tremenda, dice Peter Pan (Kelly McDonald) en la representación teatral de Descubriendo nunca jamás (2004). Pero ¿Por qué tenía que morir?, pregunta Peter (Freddie Highmore) sobre su madre a James Barrie (Johnny Depp) en la secuencia final: sus figuras, sentadas en un banco del parque, se desvanecen: somos finitos, un día desaparecemos. Eso es inexorable.
En Christopher Robin hay algo de viaje al país de los muertos, o así lo parece porque es más bien la vida abandonada, para recuperar el aliento de vida. Robin es alguien que se recupera, que revive. En la obra de Forster abundan personajes que viven una transformación, o recuperación de sí mismo, un proceso curativo, que tiene algo de alquímico, como quien se arroja a las profundidades de la oscuridad interior, aunque sea con respecto a la asunción de la propia condición finita, para resurgir cual ave fenix remozada. Era el caso de Hank (Billy Bob Thornton), en Monster's ball (2001), James Bond (Daniel Craig) en Quantum of solace (2008), ambos confrontados con la pérdida de seres queridos, y sobre todo, por sus más similares paralelismos con Christopher Robin, Harold Strick (Will Ferrell) en Más extraño que la ficción, confrontado con su finitud (e incluso inminente muerte). Son personajes que aprenden a discernir al otro, su otro ángulo, a crecer emocionalmente, a superar una distancia o fisura entre interior y exterior (entre lo que les condiciona o influye y lo que pueden ser o hacer). Toman consciencia de la alienación que ha abducido su vida, o de la enajenación a la que les ha abocado su pesadumbre o la reproducción inercial de unas conductas influidas por un entorno. Hank está atrofiado por su descontento vital, por no saber desprenderse de la putrefacta influencia moral (racista) de su progenitor, que expurga en la violencia de su cargo de oficial de ejecuciones. El azar une en la noche a dos seres que en la superficie parecen tan distintos, una mujer afroamericana, Leticia (Halle Berry), y un aparente racista. Algo más les une, la muerte de sus respectivos hijos (y la ejecución del marido de ella en la que él participó). La conexión entre ambos les liberará (para él será demolición de un modo de vida, de una forma de pensar y sentir, que vivía por delegación). Bond, por su parte, es un espectro, quemado emocionalmente, que persigue una restitución, aunque lo niegue. Vengarse del responsable de la muerte de su amada, Jesper (en la conclusión de la previa Casino Royale) esconde la imperativa necesidad de corroborar si su amada le traicionó En su trayecto alquímico, de conocimiento, Bond necesitará reconocerse en el Otro, su reflejo femenino (encarnada por Olga Kurylenko), en cuyo cuerpo se visibiliza la cicatriz de esa quemadura interior (como compartirá su herida íntima, de modo significativo, en una cueva subterránea en el desierto) . La restitución no está en la ciega y visceral venganza sino en la confianza, la asunción del dolor, y en desposeerse del ego y reconocer los errores. Y el símbolo de lo perdido, el colgante de Vesper, quedará en la fría nieve, como quien se desprende de un lastre para reconciliarse solarmente con uno mismo, el recuerdo y la ilusión.
Strick es un hombre que define su vida por el cálculo. Esa es su tarea laboral, pero también la dinámica de su vida. Todo lo enumera y cuenta, y realiza las mismas rutinas cada día, como si fuera un programa con apariencia humana. No establece vínculos, vive solo, no conecta, sólo ejecuta. Pero súbitamente su ficción, su programa de vida, se altera, porque comienza a escuchar una voz que narra sus acciones a la vez que él las ejecuta (yo es un él). Su primera reacción, el desconcierto. Y un primer paso en la consciencia de lo que hace. Cuando esa voz anuncie que morirá pronto, su desconcierto se amplifica porque propicia la consciencia de su finitud, y por tanto la consciencia de la condición ficticia de su vida. Los programas no son conscientes de la duración, ejecutan lo mismo una y otra vez en bucle. Esa alteración de su forma de habitar la realidad, por la intrusión de esa voz, y esa consciencia de una inexorable finitud, además anunciada como inminente, transfigura la percepción y forma de habitar su vida, o de relacionarse con la realidad o los demás. La realización está en la conexión. Como en Christopher Robin, no se diferencian, o separan, los escenarios, de lo fantástico y lo real: los peluches, personajes de ficción , y Robin, en Christopher Robin, o Strick, personaje de una ficción, y Karen Eiffel (Emma Thompson), la novelista que escribe la obra que protagoniza Strick: Eiffel está lidiando con el bloqueo a la que le ha abocado su incapacidad para decidir cómo matar a su personaje, ya que en todas sus obras sus protagonistas mueren. Personajes y seres reales confluyen, Winnie the pooh busca a Robin para que le ayude a encontrar a sus amigos (lo que implicará que Robin se encuentre a sí mismo), y Strick alude a la escritora para pedirle que no le mate como personaje, porque ha modificado su actitud vital, se ha encontrado, y ha descubierto que en la conexión (en concreto, en su relación con Sarah, Maggie Gyllenhaal) está la realización.
Esa narrativa de curación, por otro lado, se podía percibir, de modo soterrado, en Guerra mundial Z (2013), abstracción sobre la necesidad de superar una apatía vital que nos ensimisma: no es una película de zombies, es una película sobre la recuperación de la ilusión, o cómo nos hemos perdido como colectivo: detalle significante, Gerry (Brad Pitt) se salió de la circulación años atrás, cuando abandonó su labor como agente de la ONU en diversos países del Tercer mundo, cansado de ver cómo se propagaba la corrupción, la cual denunció antes de dimitir. Dejó de estar activo, se detuvo, se quedó al margen, desilusionado, decepcionado. Dejó de intervenir en la vida, se replegó. Quizás sea la corrupción la que no ha dejado de propagarse. Quizá por eso haya que estar en movimiento. Si te detienes, te aletargas, te corrompes, te infectas, sea por indiferencia, o porque la rapacidad te resulta muy provechosa, y para qué cambiar. Por eso, no importa si se encuentra el paciente cero, es algo que trasciende una singularidad, ya que se extiende a todo el planeta, esa degradación a la que sometemos a nuestro entorno (también subtexto en Quantum of solace), esa indiferencia que se torna cinismo viral que arrasa el entorno y los congéneres (competidores a los que eliminar: ironía, si parecemos débiles, terminales, no atacarán los zombies, o, metafóricamente, no nos aprovecharemos de los otros, como parásitos).
La narrativa de curación era más manifiesta en Descubriendo nunca jamás, en la realización de la ayuda al otro. Otra obra, además de Más extraño que la ficción, con la que se podrían establecer vínculos más obvios con Christopher Robin, porque estaba centrada en un escritor principalmente asociado a la literatura infantil, como era el caso de JM Barrie. Christopher Robin, en la película de Forster, sería lo opuesto de quien padece un síndrome de Peter Pan. Quizá por eso su diseño visual es más lúgubre, como si la realidad estuviera desprovista de luz, más bien amortiguada, o encapotada. En Descubriendo nunca jamás, de todas maneras, los tonos dorados de su diseño visual no escondían que estaban constituidos de sombras. La luz que irradiaba no negaba su forcejeo con los abismos de la pérdida, o la disolución de los sueños que son esforzados cantos en la oscuridad. Los dientes del tic tac del reloj que yace en el vientre del cocodrilo son un cepo que pende inevitable sobre los juegos para conjurar el temor al último adiós. O el garfio no dejará de estar presente en las mentes mezquinas que ven en una relación de cálida entrega turbios recovecos (los comentarios mezquinos del entorno social). Buscar el País de Nunca Jamás no es más que un gesto que intenta hacer de este fugaz tránsito un sendero iluminado por la ternura, que atiende al desamparo, y el jubiloso humor travieso, suspendida la cuchara de la nariz, con la cabeza coronada por un pañuelo de pirata y el rostro adornado con pinturas de guerra de un indio. Un plano en picado sobre la madre, que padece una enfermedad terminal, uniéndose a los personajes de la representación de Peter Pan en su jardín, se fusiona con otro plano en picado sobre el cementerio en el que está siendo enterrada la madre.
Descubriendo nunca jamás no era ningún producto edulcorado. Incluso se puede decir que era un caramelo envenenado, porque la melancolía latía en sus entrañas, como un permanente recordatorio de lo que es inevitable. Como en su anterior obra, de diseño visual más tenebroso, Monster's ball se nos relata el esfuerzo por aliviar un trance doloroso, la pérdida. Ambas obras son un canto a la entrega, a proyectar ilusiones cálidas (la sensación de sentirse junto a alguien, como se refleja en la bellísima secuencia final de Monster's ball, que torna sonrisa el cansancio de tanta pesadumbre). Pero todo es transitorio. Aunque el cometa del ingenio eleve el espíritu con el viento de la imaginación, en un momento u otro caerá. Porque la gravedad que sume bajo las tumbas siempre será la definitiva ganadora en la lid con el vuelo de la imaginación en busca de una tierra donde se sienta la ilusión, aunque sea por un instante, de eternidad, porque aún no se ha perdido a ese niño fantástico dentro de uno que hace del juego creación y aventura, desverguenza y carcajada desafiante. Es ese gesto, como reflejaba en su siguiente obra, Tránsito, de permanece conmigo, estoy contigo, aunque el viento aúlle frío tras la ventana.
Christopher Robin se trama sobre la recuperación de esa carcajada desafiante, de ese niño interior que no se anquilosa en las mustias cuadrículas del deber y la función. Un niño perdido en las sombras de la eficiencia del universo adulto. GK Chesterton escribió: Nunca esperé que salieran huellas de la oscura caverna de la eficiencia. Christopher Robin lo logrará. El trance alquímico del trayecto narrativo transita pasajes tristes y sombríos, incluso descarnadamente dolorosos por momentos, como si se internara en esas profundidades de la oscuridad interior, manifiesto en los primeros compases del reencuentro con su fantasma del pasado, Winnie the pooh (a través, de modo específico, del desamparo manifiesto de este). Una figura que no ha dejado de esperarle. Una figura de la imaginación que, paradoja, dota de dolorosa realidad al paso del tiempo. Se siente la progresiva penumbra en que se ha sumido la mirada que esperaba que retornara del horizonte aquel niño de nombre Christopher Robin. Si la consciencia del tiempo parece haberse estancado en la mecánica actitud vital de Christopher, los primeros pasajes de su reencuentro con Winnie dilatan su duración, o la estiran como el músculo que ha permanecido agarrotado, por la inconsciencia.
Durante la primera parte de la narración, el relato parece deslizarse paulatinamente en esa oscuridad, en esa tristeza. La esposa y la hija se tornan distancia, porque él decide dedicarse a realizar los cálculos de los recortes de la empresa en detrimento de acompañarlas en el prometido viaje a su casa de campo. Y de la distancia, esa que ha interpuesto consigo mismo como si cada vez se fuera tapiando más a sí mismo, resurge Winnie the pooh. Ese otro lado conecta con un árbol en el jardín enfrente de su casa. Winnie the pooh solicita a Christopher que le ayude a encontrar a sus amigos, a los que ha perdido, y cuya vida no sabe si ha sido amenazada por los siniestros efelantes, de los que sólo se escucha el sonido que emite, como si fueran criaturas en permanente fuera de campo, como Christopher se había perdido, ya que había anquilosado su vida en un recurrente fuera de campo, distanciado de sí mismo, y de la atención afectiva a sus seres más queridos, autómata desprovisto de vida, constituido sólo de cálculos y previsiones, como Harold Strick. El trayecto narrativo alquímico nos sumerge en esa intemperie vital, que refleja, corporeiza, ese bosque en el que esas dos figuras parecen criaturas torpes y desvalidas, sin dirección. Los sucesivos encuentros con las otras criaturas adquirirán condición de reflejo (de un proceso de recuperación): resulta elocuente que el primero sea la figura más triste, pesimista y depresiva, el burrito Eeyore. Por eso, la recuperación definitiva se realizará a través de su hija (esa niñez, o impulso vital, que desterró de sí mismo), el reflejo que sella tiempos. En los pasajes finales, o en su propulsión, que contrasta con la narración pausada previa, acorde a la suspensión vital de Robin, se alternará el viaje de vuelta de Christopher para presentar su informe a los dirigentes de la empresa con el que realiza la hija, con Winnie y algunos de sus amigos, para llevarle la cartera con esos documentos que, significativamente, se ha olvidado. Un olvido que será el hilo que se estirará para recuperar la actitud vital que había perdido en sí mismo, esa que prioriza la calidez de la empatía, la realización en la conexión íntima.
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