jueves, 29 de noviembre de 2018

Viudas

Corrupción y posibilidad de cambio. Todo se reduce a la supervivencia. No hay posibilidad de cambios. El escenario político se define por el dinero y las promesas vacías. Las relaciones son más bien transacciones, las ilusiones vulnerables a las traiciones. Los engaños y los abusos, por tanto, moneda de cambio. Viudas (Widows), 2018), de Steve McQueen se incia con el plano de dos amantes, Veronica (Viola Davis) y Harry (Liam Neeson). Su beso se torna impacto violento, el de unas puertas de una furgoneta abriéndose y unos cuerpos con rostros enmascarados saltando a su interior, porque acaban de realizar un atraco. La posterior explosión de esa furgoneta se torna mano que acaricia la almohada donde no se posará la cabeza del que amaba. En estas ingeniosas transiciones residen algunas de las mejores cualidades del cine de McQueen, su ocurrente y singular uso del montaje. Viudas está compuesto de fragmentos, es una obra de conjunto, de perspectivas, pero también de tiempos, porque el pasado irrumpe, o su huella aún duele, como es el caso de la pérdida que abrió una herida difícil de cerrar en la pareja que formaban Veronica y Harry. En esas primeras secuencias se precisan las diferentes piezas que se vincularan, o cuyos vínculos se revelarán, a la vez que reflejan una fractura asociada a la intemperie vital y a la corrupción, a la dificultad de supervivencia y al cinismo que imposibilita los cambios.
En las primeras secuencias se presenta a las cuatro viudas de los atracadores que murieron en esa explosión (provocada por los disparos de la policia) pero también a los dos políticos en lid por la alcaldía de la ciudad, Jack Mulligan (Colin Farrell), descendiente de sucesivos alcaldes, como si la ciudad fuera el feudo de su familia, y el afroamericano Jamal Manning (Bryan Terry Hanning), que quiere extender su dominio en el escenario ilegal, como jefe de una organización criminal, al legítimo. La corrupción define el escenario íntimo y el público, las relaciones personales y las rivalidades por el poder. Juego sucio, palizas para acallar las protestas de tu pareja, traiciones a quien cree que le seguías amando, torturas a quien puede suministrarte la información que necesitas. Los fraudes se realizan en las diferentes escalas, sea por quienes detentan el poder, o por un marido que utiliza el dinero para apostar en vez de para pagar el alquiler de la tienda. Las viudas condensan la intemperie ante ese escenario de realidad que parece definido por lo que Max Frisch describió en Digamos que me llamo Gantenbein: Las relaciones son un intercambio de egoismos simulados. Otra cualidad de la puesta en escena: los planos secuencias. Evidencian un aislamiento y la condición escénica del ejercicio de la violencia, como si fuera esta antes que nada la representación que delimita un dominio. En ambos casos, de modo implícito, se desentraña la mirada ajena, indiferente, de quien aspira a la posición de poder, y disfruta de la misma.
Todo se conecta entre las diversas escalas. Los rivales políticos buscan los apoyos que puedan proporcionarles la victoria, o minan al rival con estrategias aviesas. No dejan de definirse por el cinismo. Algunos abiertamente como los Manning, que quieren poder en todos los escenarios (no sólo el que les reporta el dinero que acumulan con el tráfico ilegal, sino el que refrenda la atención de las cámaras). Otros son más hipócritas, como Jack Mulligan, quien asevera que el escenario de la política es dinero y promesas vacías, pero no deja de utilizar retorcidas estrategias para derrotar a su rival, o aprovecharse con los intereses de las mujeres a las que proporciona dinero para sus negocios. Y las viudas, pese a su inexperiencia, buscan en un atraco el modo de encontrar su lugar, de salir de nuevo a flote, sin depender de nadie, liberadas de lastres o parásitos. Se rehacen en un escenario que no dominan para desafiar a su entorno en todas las escalas, a los hombres que las traicionaron o maltrataron, a una madre absorbente, y al poder político que se aprovecha de la precariedad de los que luchan por su supervivencia.
El trayecto narrativo esta matizado por la relación entre dos componentes, Veronica y Alice (Elizabeth Debicki). Veronica acoraza su dolor, su intemperie vital (por haber perdido al hombre que amaba, por encontrarse en la circunstancia de tener que devolver el dinero que él robó a la banda de criminales de Manning) con una actitud hosca y susceptible, con un gesto permanente de severidad. Alice ha sido una mujer que ha vivido siempre dependiente de los demás, de su madre y luego de su pareja, que la maltrataba. Para rehacer su vida, su madre, incluso, le insta, más que aconseja, a que aproveche su atractivo físico como chica de compañía, escort de alto standing. Veronica establecerá una relación exclusiva con un cliente, David (Lukas Haas), un reputado arquitecto. En esa exclusividad aún pervive en Alice la ilusión de una relación verdadera, con un vínculo emocional, pero David no tiene pretensión de construir una relación íntima, ella es alguien a quien paga porque le reporta placer y la comodidad de librarle del reverso molesto de una relación estable (rutinas, discusiones, exigencias). Como indica David, todo es una transacción. Para Veronica, en cierta medida, Alice representa lo que considera su opuesto, pero también el reflejo de aquello que no quiere ser, dependiente, o sentirse, vulnerable. Por eso, la modificación de su forma de mirarla, de tratarla, define el trayecto de su transformación, que es también el de la real posibilidad de cambio. Esa es la dirección que mantiene como brújula la narración, mientras desgrana las múltiples corrupciones: la necesidad de rescatar ese gesto, esa mirada, de quien, de verdad, se preocupa por el otro, por cómo se siente. Un fragmento de la excelente banda sonora de Hans Zimmer

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