jueves, 22 de noviembre de 2018
Con el viento
Somos materia. Algo se materializa, y se hace presencia. Surgimos de la nada, y forcejeamos con la materia de lo real, mientras el viento de la vida no deja de soplar. Hasta que se desaparece. Todo tiene un término. En las imágenes iniciales de Con el viento (2018), de Meritxell Colell, fragmentos de un cuerpo, fragmentos en movimiento, movimiento que es forcejeo, forcejeo que es composición, la composición de una coreografía que es pulso con la oscuridad que nos engullirá tarde o temprano. La vibraciones del cuerpo que se resiste a la inmovilidad. La materia que se celebra. Son los movimientos de danza de Mónica(Mónica García), una coreógrafa española que vive en Argentina. Recibirá la noticia desde España de la muerte de su padre, que padecía en sus últimos años el síndrome de Alzheimer. Somos memoria, pero también olvido. Nos tejemos también con ausencias. Lo que no está, lo que es distancia, relegado a los paréntesis que se arrinconan. Mónica se confronta con quienes no ve desde hace tiempo, con los relatos interrumpidos, con su madre, Pilar (Concha Canal), su hermana Elena (Ana Fernández) o su sobrina Berta (Elena Martín).
La vida forcejea con más denuedo cuando se confronta con la inexorabilidad de un término. No sólo con la desaparición de quien ya no estará presente, porque su materia, su cuerpo, ya no forcejea, carece de movimiento e impulso, de vibraciones y temblores. Ya no está. También finalizan algunos relatos, algunos escenarios se desmontan, como la madre desprendiéndose de la casa, o de los objetos que la relacionan con las experiencias pretéritas. En cierto punto, como los cuerpos, los objetos ya no son necesarios ni como rastro de residuos acumulados de lo vivido y compartido. Quizá sean más fetiches para quien no lo vivió, para una nieta que quiera conservar alguno de esos objetos como singularidad en sí o recuerdo afectivo, otro escenario de extensión emocional. Unas historias llegan a su conclusión, y otras se gestan, sendas con las que se sueña, o que se considera materializar como nueva dirección de vida, dirección propia que deja atrás escenarios y otros relatos que serán quizá distancia y ausencia, quizá historias en pausa o interrumpidas, mientras perfile y quizás consolide su propia coreografía de vida.
En la narración, los espacios, las manifestaciones de la naturaleza de ese entorno rural del norte de España, adquieren condición de personajes, presencias que recuerdan que la materia nos sostiene, pero que también es silencio: esa neutralidad indiferente, el mero curso de la naturaleza, los árboles agitados por el viento: su contemplación, en un plano dilatado, nos recuerda que el tiempo pasa, y cómo pasa. Momentos que no son, que son espera, trámite, tiempo que rasga con lo que falta, tiempo que se estira en las penumbras como ovillos sin fin. Esas penumbras que dominan la austera y lacónica narración, de piedras, rostros, silencios, miradas a la distancia y alguna caricia. Con el viento es una película de materia y tiempo, de materia que aún se resiste a ser esa desaparición que inevitablemente será. El cuerpo baila, se agita, entre esas rocas, entre esos páramos, esa inmovilidad que es curso aunque sea imperceptible su modificación, porque somos efímeros testigos o transeúntes en un escenario de mucha más extensa duración, en el que el viento siempre ha estado presente. Por unos breves instantes, nos hacemos viento, materia que se celebra y baila con la duración del momento como latido que se subleva a la desaparición y al término de toda historia. Con el viento, las historias siempre parecen aún en movimiento.
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