domingo, 18 de noviembre de 2018
La balada de Buster Scruggs
La conclusión de todo propósito. En el cine de los Coen es recurrente encontrar personajes que persiguen algo o a alguien o son perseguidos. En ocasiones, ambas circunstancias se conjugan. Los personajes de William H Macy y Josh Brolin, en Fargo (1996) y No es país para viejos (2007), respectivamente, buscan su vía de escape, lograr salir del desierto en el que, o de la casilla en la que, sienten atrapada su vida, por la precariedad o la frustración, y recurren a la sustracción del dinero de unos traficantes de drogas que se han matado entre ellos, o a la simulación del secuestro de su propia esposa (sin la complicidad de esta), pero deberán afrontar la persecución a que son sometidos cuando huyen (el primero desde un principio, el segundo cuando ya es demasiado tarde). Los tres convictos protagonistas de O Brother (2000) se fugan de una prisión, para iniciar su particular odisea. La pareja protagonista de Sángre fácil (1984) busca una vía de escape pero se encuentran ante un callejón sin salida, una maraña de equívocos que les conduce a la tragedia. Y algo parecido les pasa a los empleados del gimnasio, encarnados por Brad Pitt y Frances McDormand, en Quemar después de leer (2008), cuando crean que pueden ganar dinero con el cd que contiene las memorias de un ex agente insatisfecho de la CIA. En una u otra, nadie tiene la perspectiva completa de unos hechos que superan a todos. En El gran salto (1993) se persigue el sueño de llegar a lo más alto, a la posición más favorecida en la jerarquía económica y laboral, cuando todo se define por el cero, el absurdo o la inconsistencia. El peluquero protagonista de El hombre que nunca estuvo allí (2001) ansía dejar de ser un pelo más, y volver a sentir que está presente, y persigue un sueño que puede ser esa vía de escape representada en la chica que encarna Scarlett Johansson. La pareja de Arizona baby (1988) persigue su sueño, el de la fecundidad arrebatada por la propia naturaleza, ya que ella no puede tener hijos, lo que provoca que sean perseguidos tras robar uno de los quintillizos de un representante de la fecundidad económica. Barton Fink, en la obra homónima de 1991, persigue un sueño, con el que forcejea infructuosamente, por la sordera vital de su narciso ensimismamiento: aspira a convertirse en la voz del hombre común. Llewyn Davis, en A propósito de Llewyn Davis (2013), persigue su sueño de ser un músico, para no ser uno más que renuncia a sus sueños con un trabajo que no le satisface aunque le reporte dinero, y se quedará estancado cuando deserte de su sueño y colisione con la imposibilidad circunstancial de conseguir su opción laboral pragmática. Otros, como El nota (Jeff Bridges) de El gran Lebowski (1998), se dejan arrastrar como un matojo por el viento, o una realidad que no entienden, ni tampoco se esfuerzan por entender, como si más que el que lanza el bolo sea el propio bolo. Valor de ley (2010) concluía con la frase de una ya adulta, y manca, Mattie (Hailee Steinfield): el tiempo se nos escapa. La joven Mattie se esforzó en perseguir al hombre que había matado a su padre, y lo logró, pero el tiempo se fuga de modo inexorable, o más bien no deja de perseguirte hasta que te atrapa. Se pueden lograr propósitos puntuales, pero las pérdidas o las contrariedades son inherentes al trayecto. Puedes perder un brazo, como en cualquier momento momento dado perderás la vida, porque no puedes huir por siempre del tiempo.
En los seis relatos que componen La balada de Buster Scruggs (2018), los personajes se confrontan a su muerte, o su posibilidad. O, desde otra perspectiva, al fracaso de sus propósitos, por azar o la intervención de otros. O incluso, por equívocos. Puede que sí consigan el propósito que persiguen, pero será a costa de otros. Eso sí, a veces parece que la trama de la realidad (o su aleatoriedad) jugara con retorcida perversidad. En el excepcional pasaje titulado Near Algodones, Cowboy (James Franco) fracasa en su atraco porque no prevé el ingenio del cajero (Stephen Root), ni con que disponga de dos escopetas a ras de suelo, ni con que use sartenes como coraza protectora. Será condenado a la horca, pero aunque en esa ocasión un imprevisto ataque de los indios acabe con la patrulla que pretende ahorcarle, después será condenado una vez más a la horca porque su salvador es un ladrón de ganado. Ironía aún más retorcida del azar: lo último que ve de la vida, o más bien admira, es el rostro de una mujer, como si se le permitiera entrever el sueño que anhelara más que nada hacer real justo cuando cae el telón (o literalmente, la oscuridad: con el sonido de su cuerpo cayendo por la trampilla).
Puedes sentirte que dominas la realidad, o puedes sentirte extremadamente vulnerable, dependiente de los otros, pero compartirás parecida conclusión. En La balada de Buster Scruggs, este, interpretado por Tim Blake Nelson, se siente inmune por su habilidad con el revolver, como la impecable blancura de su vestuario que nada parece tener que ver con el entorno pedregoso y árido (incluidos los desaliñados y greñudos vaqueros con los que se topa, o a los que elimina). Un inmaculado aspecto que se corresponde con su suficiencia, como quien se siente intocable, o siente que la realidad siempre devuelve el eco de su voluntad, como el paisaje el canto de su voz. Pero, tarde o temprano, siempre habrá otro que se sienta igual de impune, y, por supuesto, con parecido aspecto inmaculado (aunque con otro color), que se convierta en la piedra con la que concluya su trayecto. El tratamiento burlesco de este primer relato contrasta con el triste, siniestro y grave del magnífico Meal ticket (Tarjeta de comida), centrado en las actuaciones de un actor (Harry Melling) que carece de brazos y piernas, por lo que depende del empresario (Liam Neeson),. Declama textos (de Percy Shelley y Shakespeare, o pasajes de Abel y Caín en el Génesis o del discurso de Lincoln en Gettysburg), en desastrados y mugrientos campamentos o poblados, hasta que el empresario tome consciencia de que ganará más dinero con una gallina que parece tener capacidad para calcular la suma de unos números que con un artista que sabe declamar hermosos textos con conmovedora elocuencia (no creo que haga falta subrayar las resonancias de su substrato con respecto a arte y mercantilismo, o las preferencias del espectador medio). La elipsis final es sobrecogedora (además de recordar el poderío expresivo que puede proporcionar una elipsis).
Por mucho que el curso de la vida esté definido por los imprevistos, o las posibles contrariedades, como una sombra que se cierne sobre nuestros propósitos cuando menos lo esperemos, no necesariamente la fatalidad tiene por qué ser la conclusión, como refleja el espléndido All gold cannyon (basado en un relato de Jack London), en el que, de entrada, queda patente la intrusión contaminante de la codicia rapaz humana. Un hermoso paraje, reflejado, con portentoso poderio visual por Bruno Delbonnel (que ya en la excepcional A propósito de Llewyn Davis había realizado uno de los más asombros trabajos de luz y color de las últimas décadas): se siente habitar una arcadia, habitada por ciervos que beben en arroyos o lechuzas que contemplan el paisaje, en el que irrumpe la figura de quien altera el espacio, el entorno, con su prospección de oro, el buscador que encarna Tom Waits, que excava, o desfigura la armonía con sus diversos hoyos. Cuando por fin encuentra lo que busca, aparece, como si estuviera permanentemente al acecho, la sombra de quien perseguía su rastro para apropiarse del esfuerzo ajeno. Aunque en este caso, será la sombra quien fracase en su propósito. Eso sí, la ironía final es que, más que triunfo, la satisfacción más plena la sentirá el entorno natural, que se libra de la vírica intrusión de la codicia humana para recuperar el placer de beber en el arroyo o no temer que se apropien de alguno de sus huevos.
The gal who got rattled (La chica que se puso nerviosa) resulta menos elíptico, pero también su trayecto resulta más sinuoso, o variable en sus desarrollo. Los propósitos ven variar su curso, entre trastornos que nublan la posibilidad del logro y súbitos horizontes despejados, sucesiva demostración de lo que un personaje afirma: qué difícil resulta viajar con certezas por la vida. El mismo desarrollo narrativo se trama sobre el viaje de una caravana. Las contrariedades se suman para Alice (Zoe Kazan): la muerte de su hermano (otra admirable elipsis), las molestias que reporta el perro de su hermano, pero también le depara sorprendentes giros, para su circunstancia, la intervención de los otros, como el apoyo constante de Billy (Bill Heck) que, para su arrobada sorpresa, culmina con una propuesta de matrimonio. Su incertidumbre, un escenario de intemperie, impotencia y dependencia (qué será de ella cuando lleguen a su destino, cómo solventará las deudas de su hermano) se torna un escenario resuelto y armónico. Pero los imprevistos pueden ir en una dirección o en otra, como los meandros, y aún más, la realidad estar configurada con hoyos, como los de perros de la pradera. Te puedes tropezar con lo que crees que es de otra manera. Un equívoco fatal. Los caballos de los indios que la atacan a ella y a Mr Arthur (Granger Haines) tropiezan con esos hoyos que no se aprecian a simple vista, y ella se disparará porque le pierden los nervios cuando crea que ha muerto Mr Arthur, sin esperar a comprobar si quizás se hacía el muerto para matar al último indio atacante.
El último episodio, de elocuente título mordaz, Mortal remains (Restos mortales) recupera el tomo burlesco ( y las canciones) del primero pero definido por un tratamiento tenebrista, como si se cruzara con un relato de terror gótico, que congela súbitamente la sonrisa (con la sutil irrupción de la música de Carter Burwell). Pasajeros de una diligencia como si fueran pasajeros de otra en un páramo de tierras británicas que les condujera, por un conductor sin rostro que pudiera ser Caronte, a una mansión aislada en la noche. Los cantos, en este sentido, son, valga la paradoja, el socarrón umbral de acceso, a través de dos sonrientes oficiantes, o eufemisticamente, cazadores de recompensas (Jojo O'Neill y Brendan Gleeson), a esa otra dimensión terminal donde quizá ya no existan los ensimismamientos y las desavenencias que evidencian los tres pasajeros (el tahúr francés, Saul Rubinek, la rígida puritana, Tyne Daly, o el cazador greñudo, Chelcie Ross), quienes se ofuscan en prolijos y agotadores monólogos o se retuercen en exabruptos y descalificaciones porque no miran la realidad del mismo modo, y no hay intersección en la que entenderse. Una vivaz ironía final sobre este retorcido universo de los vivos (con muchas comillas).
Dos pasajes de una excelente nueva colaboración de Carter Burwell con los Coen
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