lunes, 14 de mayo de 2018
Testigo accidental
Testigo accidental (The narrow margin, 1952), de Richard Fleischer, es un impecable film noir que pertenece, también, a ese género no escrito que es el de las películas cuya mayor parte de su acción dramática transcurren en un tren. Durante sus precisos y escuetos 71 minutos, Fleischer demuestra refinada pericia en el dominio del espacio escénico y de la gradación de una creciente tensión narrativa. El título original se puede traducir como el estrecho margen, que es tan espacial como temporal, por el escaso margen de tiempo del que disponen, el que dura el viaje, para matar a la testigo. La sensación de opresiva amenaza se amplifica con la estrechez de compartimentos y pasillos, como jaulas o trampas que hacen sentir más vulnerable, la utilización añadida del hombre obeso que dificulta el paso por los pasillos, o en ocasiones, el empleo de primerísimos planos, no sólo de rostros, sino de los cuerpos en los enfrentamientos. Fleischer recurrió, en numerosas ocasiones, a la cámara en mano, que aún era poco habitual, combinado con las paredes móviles del decorado, por otra parte fijado, por lo que el movimiento del tren debía transmitirlo la oscilación de la cámara.
Howard Hughes quedó tan impresionado con la película que consideró la posibilidad de ampliar el presupuesto para rodar más escenas, y así alcanzase la categoría A de producción, o incluso de rodarla de nuevo con Robert Mitchum y Jane Russell. Se había rodado en 1950, pero, entre indecisiones y quizás olvidos (hay quien señala que Hughes, que la había requerido para una sesión privada se olvidó de que la tenía en su sala desde hacía un año) no se estrenó hasta dos años después. Fleischer, de hecho, rodaría algunas secuencias más a finales de 1951, y por fin logró convencer a Hughes para estrenarla sin realizar alteración alguna. A cambio, rodó algunas escenas suplementarias de Las fronteras del crimen, de John Farrow. Para la reescritura de esas escenas se recurrió también a Earl Fenton, el colaborador recurrente en los noirs que Fleischer realizó a finales de los cuarenta. Su guión para Testigo accidental, que desarrolla un argumento de Martin Godsmith y Jack Leonard, sería nominado en los Oscar.
Se condensa de modo ejemplar en las primeras secuencia las líneas principales que después se desarrollarán. Además de presentar al protagonista, el detective Brown (espléndido Charles McGraw), quien junto a su compañero, Gus (Don Beddoe), han sido encargados de trasladar de Chicago a Los Angeles a la viuda, Frankie (Marie Windsor) de un gangster para declarar en un tribunal (tiene un libro en su poder que involucra a todos sus 'asociados'), se marca el tono de la sombra de la amenaza que penderá sobre el resto del relato con una secuencia delineada con precisión. Cuando salen del apartamento de la viuda, a esta se le caen las perlas de su collar; una de ellas cae al piso de abajo, junto a los pies de alguien en sombras, al acecho. Un opresivo encuadre, en ligero contrapicado, y gran angular, sitúa en primer término, en la parte baja de las escaleras, al compañero de Brown, y al fondo, arriba, a éste con la viuda. Un vecino abre la puerta junto al hombre que estaba al acecho, y se produce un tiroteo en el que muere el compañero de Brown. Un inicio fulgurante, en el que también destaca la sugestiva atención al detalle: el brazo del tocadiscos que aparta Brown del disco que está escuchando Frankie, que cobrará luego relevancia, en la muerte de la viuda (además, ya le había avisado previamente Brown de que no escuchara música para no llamar la atención sobre su compartimento); la ceniza sobre el cuerpo del compañero, que quita con delicadeza Brown, como si representaran los remordimientos de los que le costará desprenderse, por permitir, por una vez, que su compañero fuera delante; la ropa tendida en el patio, que debe sortear Brown cuando persigue al asesino: el único detalle que le caracteriza al asesino para ser reconocido es de hecho una prenda, por las solapas del abrigo.
Pero hay algo más en estas secuencias previas, que también marca, de modo más soterrado, el desarrollo de la narración. Antes de llegar Brown y su amigo al piso han realizado, en el coche, una apuesta sobre cómo será la viuda. La gana Brown porque se ajusta a su prejuicio de mujer hosca, deslenguada y vulgar (lo que supone debe ser la mujer de un gangster, mientras que su compañero pensaba que puede ser cualquier mujer). Pero el resto de la obra pondrá en entredicho tales presunciones, en un juego sutil sobre las equívocas apariencias. Nadie es lo que parece, o, en particular, puede que no se ajusten las personas a la idea prefijada que se tiene. Esto conecta de nuevo con ese patio, espesura de prendas, que debe sortear Brown. La realidad es una espesura movediza y difusa que hay que sortear. Eso, por un lado, acentuará la incertidumbre de la narración. Hay sicarios que pretenden asesinarla que fácilmente se pueden identificar, como el gangster que le persigue en la estación hasta los andenes y que sube al tren, pero no hay seguridad de quién puede ser cómplice de éste (como no tiene rostro el hombre en la sombra que mató a su amigo, del que sólo se sabe portaba un abrigo con solapas de piel). Hay quienes salen a la superficie como el que ofrece a Brown dinero a cambio de la vida de la viuda. Pero hay otros, como el citado hombre obeso, que tardará en esclarecerse cuál es su posición en el tablero.
Eso se amplifica a otros personajes, como el niño y la mujer, en cuyo compartimento en un momento dado se esconde Brown, y que él infiere son hijo y madre, cosa que no es así, cuando para su sorpresa, sepa que es hijo de otra mujer, Ann (Jacqueline White), con la que se había ya cruzado varias veces, en los pasillos o en el vagón restaurante. Una mujer, por aspecto y conducta, que él asocia con una mujer convencional, pero ironía final con respecto a sus presunciones, no es otra que la esposa del gangster (mientras que la presunta viuda es una policía de incógnito). De este modo, entre tensas secuencias, narradas con tiralíneas, de persecuciones y acosos, estrategias y especulaciones, se escancia una sutil reflexión sobre las cegueras de las presunciones y las equívocas apariencias. La afilada iluminación de George E Diskant dosifica las sombras con afinado equilibrio en correspondencia con una obra que plantea cómo ciertos reflejos (prejuicios que son ofuscadas proyecciones) nublan el discernimiento. Por eso, no deja de ser elocuente que el climax del relato, la secuencia en la que peligra la vida de Ann, se resuelva gracias a los reflejos en las ventanillas de otro tren.
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