domingo, 13 de mayo de 2018
La fábrica de nada
La economía como apocalipsis sostenido. En La salamandra (1971), de Alain Tanner, se nos presentaba, mediante un plano de dilatada duración, a la protagonista, Rosamunde (Bulle Ogier), en su repetitivo trabajo, la elaboración en serie de salchichón, la reproducción sin fin de lo mismo, una y otra vez. Una imagen, o una duración de plano, que condensaba el enajenamiento y la aberración de una tarea que no difiere de la maquinal. El trabajo en serie, el tiempo como desierto, la repetición como cautiverio. El trabajador desaparece, como una pieza más de una maquinaria. No hay interacción con la tarea, el trabajador es un instrumento, no hay necesidad sino obligación. En La fábrica de nada (A fabrica de nada, 2017), de Pedro Pinho, uno de los empleados de la fábrica de ascensores que se declaran en huelga, cuando los propietarios pretenden cerrar la empresa, afirma que es un trabajador especializado. Otro le replica que como todos. Por mucho que busque esa distinción, todos son piezas de una engranaje, como están encargados de su respectiva máquina. Ese diálogo lo mantienen cuando, entre todos, intentan acordar una fuerza común que les haga constituirse como una empresa de autogestión que no dependa de un empresario, un jefe, por tanto, de una estructura rígida instituida como no cuestionado escenario laboral. Los trabajadores protestan cuando pretenden prescindir de ellos, como una pieza en una cadena en serie que súbitamente la declaran inútil, y pretenden extirparla del protector escenario de la repetición, pero no se muestran capaces de ser quienes generen su propio escenario económico laboral. La pieza está habituada a ser pieza. Algunos, en principio, se conforman con el finiquito, pero los que perseveran no saben conjugar las voluntades. Una posibilidad fantasiosa, como refleja el número musical que interpretan cuando creen que han recibido un encargo desde Argentina que puede ser su trampolín para propulsarse como empresa de autogestión.
En La salamandra, los dos protagonistas masculinos, un escritor y un periodista, elaboran un guión, que les han encargado, con un enfoque sociológico. Un hecho del pasado, con el que está relacionada Rosamunde. El planteamiento, a la hora de enfocar el guión, por parte de Pierre es la conocer a la Rosamunde real, indagar, documentarse, entrevistar a los implicados, hacerla visible. Paul, en cambio, prefiere no conocerla, ya que condicionaría su mirada, interferiría en la expansión de su imaginación, prefiere lo invisible, sobre lo que especular, proyectar, como forma, quizá, más adecuada de discernir la entraña de lo real, del sujeto/objeto. Por tanto, en principio, Rosamunde es una imagen, esa con la que nos presentan, trabajadora en una cadena en serie, una función. Pero, en realidad, Rosamunde es alguien a quien suelen achacar que no es muy normal, alguien, en suma, a la que no dejan ser cómo es. En La fábrica de nada, durante el proceso en el que los trabajadores dirimen cómo actuar, cómo reaccionar, cuando la nueva encargada de recursos humanos comienza a proponerles diferentes finiquitos, y dilucidan si hacer huelga y ocupar la empresa, y cómo armonizar la dignidad con las necesidades básicas, irrumpe alguien, un argentino, que se ofrece a realizar un documental sobre ellos y su circunstancia, como emblema de las derivas del capitalismo en Europa. Una intrusión en principio que parece querer registrar, documentar, pero que paulatinamente evidencia su influencia modeladora: en cierto momento, sugiere que en vez de hablar con naturalidad hablen de ciertos temas. En suma, su intervención comienza a revelarse, de modo progresivo, como más bien indicadora, manipuladora, como si fueran los personajes de su función, piezas de sus ideas, de su propósito de modificar la estructura de la realidad, el escenario laboral en concreto. En cierta secuencia, ese hombre conversa con otros teóricos, sobre todo franceses, y conjeturan con abstracciones sobre la circunstancia de la economía en nuestros tiempos, de su condición de catástrofe en progreso, o apocalipsis sostenido, como si se dilatara en una suspensión que derivará en el desastre (que consideran anunciado). Especulan, aseveran, pero del mismo modo que los trabajadores no logran concertar la necesaria unión fructífera entre ellos, las abstracciones de los teóricos no logran conjugarse con las necesidades a ras de suelo de los trabajadores. Los escenarios ideales colisionan con las astillas de la realidad, de un escenario en el que los trabajadores ante todo quieren que les proporcionen la casilla en la que acomodar su vida de modo seguro, sea la que sea.
En La salamandra, el proceso de conocimiento de Rosamunde deriva en una narrativa cada más centrífuga o discontinua, aparentemente deshilvanada, entre interrogantes que cuestionan un entorno, un conjunto social, ese capitalismo salvaje que se habita con apatía, entre amordazados rituales, sin saber qué hacer más allá de ese engranaje, como imágenes que se reproducen en serie, y en el que todos, en señalados días, se dedican a votar a los canallas de turno. La fábrica de nada se define también por esa narrativa discontinua que, en ciertos pasajes, por su extensa duración, tres horas, se resiente, y desequilibra puntualmente. En el conjunto, hay una figura que destaca, uno de los trabajadores, Zé, aunque su protagonismo es también intermitente. Por un lado, su relación de pareja, también en situación de indefinición, inestable, como si amenazara la interrupción definitiva (como en la secuencia inicial les interrumpen en el acto sexual cuando llaman a Zé para decirle que hay quienes se están llevando en la noche algunas de las máquinas) ejerce como contrapunto.
Por otro, cuando entre los trabajadores se crea un impasse sobre qué hacer, si convertir su huelga en una espera indefinida o recurrir a otras opciones, su protagonismo refleja las opciones del desconcierto: la reacción drástica ante un absurdo que acrecienta la impotencia (su padre mostrándole las armas que tiene enterradas para posibilitar una acción radical, terminal, y el encuentro posterior con los avestruces junto al río), o la espita de la música, el grito punk que meramente expresa la disconformidad sin saber cómo articular ese grito en unión fructífera. Él mismo condensa, ante el documentalista teórico, una forma de escupirle su limitado sentido de la realidad dependiente más bien de abstracciones, que esta sociedad o realidad no se divide entre los que se definen por ser de izquierdas o de derechas, o por diferencias de clase y posición social, sino entre quienes aceptan el mundo como es (y quieren disponer de sus móviles y coches, disponer de su casilla, su certeza de posición y rutina de vida) y los que están dispuestos a sacrificar esas posesiones y esas certezas protésicas para luchar por un escenario laboral y económico ecuánime.
En La salamandra, Rosamunde, que no tiene ese miedo a la precariedad, al qué será de mi, o cómo pagaré las facturas, y los gastos que suponen mis hijos, se despide de sus trabajos en la fábrica de salchichones o después en una zapatería. Las imágenes finales muestran a una muchedumbre entregada a otro febril ritual, que aún nos enajena, la compulsivas compras navideñas, mientras a contacorriente avanza, entre las indiferenciadas figuras ( en serie), una sonriente y exultante Rosamunde, dispuesta a mantenerse firme en no permitir que le impidan que sea y actúe como es. En La fábrica de nada, todo vuelve a su rutina: disponer de nuevo de la tarjeta con la que fichar para ser parte del engranaje. Nada en la fábrica de nada. Pero una nada mullida y protegida. La mullida certeza de la nada.
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